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La mala hierba

1 de agosto de 2025 - 11:37 am
Un grupo de mujeres decide fundar una librería solo para mujeres en este relato publicado por GACETA en 1981. La escritora bogotana (1934-2015) fue pionera en la investigación sobre literatura escrita mujeres en nuestro idioma.
Helena Araújo. Foto vía Jocelyne1960.
Helena Araújo. Foto vía Jocelyne1960.

La mala hierba

1 de agosto de 2025
Un grupo de mujeres decide fundar una librería solo para mujeres en este relato publicado por GACETA en 1981. La escritora bogotana (1934-2015) fue pionera en la investigación sobre literatura escrita mujeres en nuestro idioma.

Para Gigi

 

Cuando arrancó Graciela en el velomotor, las chicas se quedaron en la puerta de la librería, mudas y atontadas, como si las hubiera afectado el frío. Eran más de las once, y el invierno se había recrudecido esa semana, quizás porque estaba ya cerca la Navidad. Doblando hacia Riponne lentamente, Graciela las vio salir y tomar rumbo hacia la callejuela del Bar-Bar. Seguramente irían a beber una copa antes de acostarse. Lo cual quería decir que Brigitte y Chantal se enfrascarían fatalmente en una de esas discusiones a base de cerveza fría y vino caliente, mientras rememoraban un ya lejano verano pasado en Grotowski, o mejor dicho en Polonia, aprendiendo expresión corporal y ascendiendo a través del mimo y la cinética a lo que el maestro llamaba «estado de gracia». Afortunadamente Isabel estaría allí —pensaba Graciela— y las metería en un taxi cuando la levitación se hiciera demasiado molesta para los clientes del Bar-Bar. Resoplando, Graciela se pasó la mano enguantada por la nariz; el viento la hacía lloriquear a pesar de la bufanda. Era una tragedia andar en velomotor después de noviembre. Aceleró, pensando que podía tomar por Palud y llegar más rápido al Bar-Bar. Sin embargo, ya entrando en la plaza, principió a frenar. Sería probable que las chicas tuvieran mucho que decirse sobre lo sucedido esa noche; seguramente preferían que ella no estuviera presente. Metiendo el freno, atravesó la plaza despacio. Los resortes del velomotor no lograban amortiguar el empedrado de ese pavimento siglo XVII, que rodeaba un Hotel de Ville adornado con pinos pintados de amarillo. Mucho mal gusto, pero en fin, el tal ayuntamiento se lo merecía: torrezuelas, parapetos, celosías, dragoncillos, un barroco impuesto a la fuerza. Con Clara solían comentarlo a menudo, burlándose de esa arquitectura que justificaba la habilidad suiza para la pastelería. Sin embargo, Graciela ni siquiera sonreía ahora. Ensimismada, iba frenando y orillando y quedándose allí espernancada sobre el velomotor, mirando todo aquello sin mirarlo de verdad, la cabeza en otra parte, los labios murmurando esas palabras que se le habían convertido en obsesión últimamente: «inmóvil ante la cadena de montañas, no debe el sabio dejar ir su pensamiento más allá de su situación».

Trigrama K’an —pensaba Graciela— página 97. Desde que se había alejado de Clara, empleaba esa sentencia como una suerte de conjuro. Sin embargo había sido de labios de Clara que la había oído por primera vez. Clara, a quien había conocido recién llegada de Barcelona, fastidiada de no dominar el francés y de pretender licenciarse en una Universidad donde los estudiantes parecían aburrirse cada día más en los cursos. Con la excepción de Clara, naturalmente. Clara que también quería licenciarse, aunque viniera del Tesino y también le costara trabajo el francés. Clara que insistía en que Lausana era la ciudad para estudiar filosofía, Clara que se la pasaba en las bibliotecas, Clara que interpelaba a los profesores, Clara que callaba a los sabihondos del curso, Clara que andaba inventando analogías entre Oriente y Occidente, Clara que le había enseñado a ella, Graciela, la sabiduría del Yi King.

«El cambio incesante y universal tiene razón de ser en lo inmutable, que a su vez le otorga sentido. La existencia está constituida por la transformación y el juego de sus fuerzas. El cambio es en parte el pasaje de una a otra de éstas, y en parte un ciclo cerrado de fenómenos relacionados entre sí, tales como el día y la noche, el invierno y el estío. El Yi King presenta las imágenes de los fenómenos y con ellas la formación de estados nacientes. Descubriéndolos en su germen, se aprende a comprender el pasado y a conocer el porvenir».

Los labios carnosos de Clara repetían las palabras como saboreándolas. Enseguida, con paciencia, explicaba los trazos simples y los trazos compuestos que constituían los ocho trigramas básicos. Imagen —decía Clara— de lo que sucede en el cielo y la tierra. Tradicionalmente, el Yi King se interpretaba lanzando monedillas en el círculo de los trigramas. Pero Clara prefería respirar hondo, cerrar los ojos y abrir el libro como quien abre una biblia. En esas se la pasaba. Tanto lo leía y releía que se sabía varias sentencias de memoria. Graciela se las había oído recitar, las había consultado ella misma, y había sugerido una analogía con ciertos fragmentos de Heráclito. Desde entonces, ambas habían decidido elaborar su tesis de licenciatura sobre el tema. Sí, aquel invierno había sido una fiebre de bibliotecas, consultas, ficheros y volúmenes. A finales de febrero Clara le había propuesto a Graciela que se mudara a su apartamento. Y habían vivido así, solas, la una para la otra y ambas para la bibliografía, hasta encontrar poco a poco las otras chicas.

Graciela recordaba haber visto a Mimí y a Mónica la primera vez, pasando por Sociología. Mimí delgada y filosa, Mónica robusta y espelucada; como andaban siempre juntas solían llamarlas Mimímomó. Graciela se les había acercado al oírlas hablar castellano, y se había enterado que como ella, tenían familia en España. Graciela, a su vez, les había traído a Clara, esa tesinesa medio iluminada con quien compartía un apartamento. Y una noche Clara las había invitado a todas al Theatre Onze a ver actuar a Brigitte y a Chantal en una pieza sobre Ofelia y su doble. Allí, casualmente, vino a dar también Isabel, la bibliotecaria de Lenguas Modernas. Y fue esa noche, después, en el Bar-Bar, bebiendo vino caliente y comentando la suerte de las dos Ofelias, cuando se les ocurrió organizarse para instalar una tienda, un restaurante, un negocio exclusivamente para mujeres.

—¿Qué tal una librería?
—Manejada solamente por mujeres.
—Y para mujeres.
—Con libros de mujeres.
—Y sobre mujeres.
—Leídos por mujeres.

La primera en tomar el trabalenguas en serio había sido Graciela. Naturalmente, a partir del día en que salió publicado el anuncio aquel. Estaba ahí, en el periódico, y realmente era demasiado bueno para desaprovecharlo. Sólo que en esa semana, caramba, las otras estaban fuera de alcance. Isabel peleando por un aumento de salario, Mimimomó visitando parentela en Galicia, Brigitte y Chantal en gira por la provincia. En realidad —pensaba Graciela— había sido casi un milagro que el propietario se arrepintiera a última hora de firmar contrato con un ceramista. Entonces —increíble! — bastó una llamada y un poco de insistencia para que se les tomara en consideración. Luego vinieron las citas, el papeleo, ese cheque que a última hora suministraría Isabel y… súbitamente era un hecho, un hecho lo de la librería!

Sin saber cómo ni cuándo, las ideas les fueron viniendo: limpieza y reparaciones, posible inauguración, posible financiación, posible cooperativa. El nombre también se les ocurrió así, inesperadamente, una tarde en la mesa más larga del Bar-Bar.

—Ni «Nosotras», ni «Ellas» —dijo Isabel.
—Ni, naturalmente, «Safo» —dijo Chantal.
—Más bien algo picante —propuso Brigitte.
—¿Qué tal «La Mala Semilla»? —dijo Chantal.
—Mejor «La Mala Hierba», —dijo Graciela, —porque «mala hierba no muere», ¿verdad?

Mimímomó habían aprobado, ofreciendo suculentas explicaciones sobre el refrán español. La llamarían «La Mala Hierba»; el nombre mismo implicaba una provocación. Y no era para menos. Se trataba de inaugurar un espacio donde pudieran venir las mujeres cuando quisieran y portarse como quisieran; con una libertad contagiosa, una libertad de «mala hierba»’, ¿verdad?

Hacía ya oscuro esa tarde de octubre, a pesar de ser apenas las seis. Sin embargo, resolvieron darle un vistazo al local. Al salir, en la calle, formaban una procesión bulliciosa, avanzando en dúos y en tríos invadiendo el andén y trancando el paso a toda esa gente tan seria y tan apurada de irse a cenar. Un par de transeúntes reprendieron a Isabel, que según su costumbre iba tejiendo crochet mientras caminaba y conversaba, lo cual, evidentemente, no favorecía a quienes venían en dirección contraria. Para mayor abundamiento, llegando al Pont Bessiere, a Chantal y a Brigitte (que se habían roceado los pantalones bombachos morados y se habían puesto polvillo de oro en la nariz) les dio por lanzarse al tango, es decir, a eso de avanzar enlazadas con un brazo estirado y una mano cogida y adiós pampa mía. Afortunadamente en la esquina no estaba el policía, pues las demás secundaron con tal alboroto que Isabel tuvo la iniciativa de dejar el crochet, quitarse la boina y empuñarla como un micrófono, entonando a todo volumen ese aire argentino con que le gustaba practicar español. Bueno, cantando y gritando, casi pasan de largo frente a una vitrina opaca, protegida con gacetas, que era, por Dios, la del local. Brigitte (quién lo hubiera creído) fue la primera en dar la alerta. Entonces todas se amontonaron rodeando a Graciela, que tenía la llave del candado. Chantal pudo alumbrarle con el briquet mientras efectuaba la delicada operación: click y listo. Forcejeando, Mimímomó levantaron la cortina metálica.

No había luz. Con briquets y con fósforos revisaron ese piso manchado y polvoriento, esas paredes escarapeladas que según Graciela había que blanquear y según Brigitte forrar en tela. Mimímomó se transaban por el papel de colgadura e Isabel proponía que como eran dos piezas, la más pequeña sirviera de guardería para atraer a las madres de familia. En esas Graciela preguntó que dónde, queridas, pensaban acomodar el depósito, y Brigitte y Chantal respondieron que tal vez en eso tenía razón y propusieron solamente traer el diván que le sobraba a Isabel en casa y dejarlo en aquel rincón con el tapete que habían conseguido Mimímomó en el mercado de pulgas. De ese modo la plata se iría en estanterías, mesas, pinturas, y por favor, aunque Isabel se molestara, nada de chimenea. Un calentador de gas bastaba, donde pudieran también tener agua para el té y el café, ¿cierto?

—Lo importante es que inauguremos en diciembre.

Isabel lo había dicho con la economía de palabras que la caracterizaba. Y tenía razón: si lograban poner en marcha la cosa para navidad, alcanzarían a recuperar la suma de la garantía y aprovechar la clientela de finales del año. Cuando Brigitte propuso que fabricaran una Mamá Noel para la vitrina, todas le dijeron que se dejara de niñerías, que esos detalles eran lo último en que había que pensar. Solamente Chantal pareció tomarlo a pecho y se puso a recoger trapos y lana y tela estampada y a buscar alambres por todas partes. Trabajó casi sola, porque Graciela y las otras ya estaban calculando lo de la pintura, aunque Isabel alegara que lo más importante era viajar a París para negociar el despacho de libros y revistas.

—Sí, chicas —, decía ajustándose las tirantas del overol, y calándose mejor esas gafitas redondas que le daban aire de todo menos de mujer de negocios, —después hay que pensar en Londres, Milán, Barcelona.

La idea de Brigitte de contratar las estanterías al mismo carpintero que hacía a tan buen precio los escenarios para el Theatre Onze, se hubiera adoptado si Chantal no insistiera tanto en el factor tiempo. ¡No tenían ni siquiera dos meses! Al fin y al cabo qué les costaba ir a un taller y traer de allí mismo el material para los estantes? Armarlos resultaría fácil, ¿cierto? Pero bueno, eso quedaría de último, lo que urgía inmediatamente eran las paredes. Las paredes, ¿acaso no lo veían? Escarapeladas, manchadas, con restos de pintura. ¿Quién se encargaría? Graciela opinó que la cosa era sencilla; asunto de espátula y de paciencia. Ella podría ensayar. Como los cursos de la Uni se sucedían casi siempre en la mañana, procuraría lanzarse al oficio a partir de las dos p.m. ¿Qué tal?

Las semanas siguientes fueron una pesadilla de polvo, mugre, fatiga y ese ruido disparejo y agudo de la raspada. La cosa, naturalmente, tomó más tiempo de lo que creían. El dueño les quedó mal en lo de la luz, y como Graciela era la única que podía venir temprano, le tocó principiar la tarea a solas. Quizás por eso lo tomó con tanto ánimo. Y bueno, con tanto empecinamiento que cuando al fin instalaron la electricidad, les dijo a las otras que siguieran con lo demás. Lo cierto era que a pesar de la incomodidad y la mugre, sentía que le convenía ese trabajo, que necesitaba atarearse, acumular fatiga. Por las tardes, al Ilegar, se lanzaba a la obra con una especie de furor. Enfundada en un viejo blusón, trepada en el andamio que habían improvisado Brigitte y Chantal, arañaba y raspaba asiduamente, a pesar de los ojos llorosos, la cara sucia de polvo, la espalda que se le iba entiezando a medida que el brazo se le dormía y el medio lado le iba doliendo más.

Sólo entonces se bajaba, se limpiaba la cara, se frotaba el hombro y el brazo, preparaba un té en ese calentador que era su único lujo.

Resoplando, bebía el té. Después no dejaba de abrir el Yi King para leer la profecía que le había sido revelada el mismo día en que había decidido asumir la tarea: «Trigrama Su: la espera. —Si eres sincero poseerás la luz y el triunfo».

Una vez bebido el té, cerraba el libro, daba unos pasos, volvía a trepar sobre el andamio. Casi nunca interrumpía antes del anochecer. Al principio por la falta de electricidad, lo cual la obligaba a aprovechar hasta el último saldo de luz. Después porque a esas horas se sentía demasiado desalentada para continuar. Tan desalentada que le costaba esfuerzo limpiarse, abrigarse, montarse en el velomotor.

Notándola de más en más ojerosa y fastidiada, Clara se mostró comprensiva ante sus intenciones de evitar el trayecto e instalarse temporalmente donde una de las chicas que vivía cerca del local. Aliviada, Graciela hizo los preparativos; también había leído en el Trigrama Su: «la espera en el pantano provoca la llegada del enemigo». 

Empacando su ropa y sus libros, Graciela se repetía que esa mudada era realmente muy diferente de la anterior. Entonces, había abandonado con mal disimulada alegría la pieza que le arrendaba una Madame voluminosa y ceñuda, que andaba maldiciendo el polvo que entraba por las ventanas. Con el polvo entraba aire, polen, briznas de heno, y la Madame se sonaba la nariz todo el día porque le tenía alergia a la primavera. Sí, eso había sucedido en marzo. Y desde aquel día habían transcurrido varios meses. Sin embargo a Graciela le parecía que su convivencia con Clara había sucedido en una sola estación, una estación verde y fragante desde el principio hasta el final. Quizás a esa impresión se debía —pensaba Graciela— a que hubieran vivido tan cerca del bosque de Sauvablin. El bosque, ese verde multiplicado; las hojas trémulas de los álamos, las hojas nervudas de los nogales agitándose al mismo ritmo que se agitaban las plantas que Clara solía cultivar Hiedras, sagitarias, dragonteas, betel. Materas por todas partes, las ventanas siempre abiertas, un aire que llevaba y traía fragancia vegetal. Además, Clara acostumbraba mantener verduras frescas sobre la mesa del comedor: lechuga, apio, acelga, legumbres de hoja, siempre. Graciela solía decirse que aunque Clara no se hubiera visto obligada a seguir ese régimen por deficiencias hepáticas, se hubiera alimentado de todos modos con vegetales. Porque Clara tenía algo de vegetal. Un vigor, sí, una frescura, desde las uñas limadas y limpias que le veían asomar por entre las sandalias, hasta ese capul de burrito que se enjabonaba en la ducha todas las mañanas, a pesar de beber el agua helada, porque naturalmente no poseían calentador. Allí el clima de adentro era igual al clima de afuera; Clara mantenía las ventanas abiertas y el aire acarreaba relentes a tierra húmeda, blanda. Valía la pena habitar a varias cuadras de la primera parada de bus y la única tienda de víveres, si por las ventanas entraba ese olor musgoso.

El día en que Graciela resolvió mudarse, leyó en el trigrama K’an: «lo insondable, el agua. —Si eres sincero, triunfarás en tu corazón». Ya le había hablado a Clara explicándole el problema del transporte, la fatiga y la pérdida de tiempo, la urgencia de comenzar el enripiado del local. Le había advertido que su ausencia sería pasajera. Sin embargo ambas, en el fondo, sabían que no era así. Hacía ya meses que una y otra buscaban distanciarse. Desde finales del verano, desde octubre, o más precisamente desde que Clara había conocido a Anne Blondel cierto día en la biblioteca de la universidad. Anne era hija de pastor y estudiaba escolástica; Graciela solía molestar a Clara diciéndole que muy pronto la cristianizaría. Bueno, si hasta ahora no lo había hecho, por lo menos había logrado alejarla del Yi King. E influir en su manera de vestir. Poco a poco los bluyins desteñidos y las blusas sin planchar de Clara, iban siendo reemplazados por tricotas y faldas en que se gastaba todo el dinero de la beca. No valía que Graciela la reprendiera o se burlara, como la reprendía y se burlaba por los cambios que había notado en su régimen alimenticio. Eso, como era de esperarse, desde que Anne Blondel había decretado que los vegetales no contenían todas las vitaminas. Últimamente, cuando Clara le advertía a Graciela que iba a enfermar de agotamiento de tanto trabajar en el local, Graciela le contestaba que la que iba a enfermar era ella, por comer tanta salsa y tanto frito. Las noches en que Graciela no encontraba el apartamento oliendo a pescado o a guiso, encontraba una nota: «estoy donde Anne y vuelvo tarde». A veces también encontraba algún libro abierto, o datos para pasar a limpio. Pero Graciela ya no tenía ánimos de avanzar la bibliografía. Le costaba trabajo concentrarse, volver a los temas que habían estudiado juntas. No podía ni siquiera dedicarse a organizar fichas. Y menos a redactar.

Al llegar, agobiada de fatiga, solía quedarse sentada en el comedor ante esa mesa sucia de moronas y chorriones donde ya no había acelgas, ni apio, ni hojas de lechuga. Entonces todo le parecía empobrecido, descubría rayaduras en el techo, goteras y manchas que denotaban el mal estado de esa bodega en cuyo tramo superior se alquilaba un apartamento de solamente un gran aposento con cocina y dos alcobas minúsculas. Ya Graciela ni siquiera deseaba irse a dormir a la suya. Desvelada, permanecía ante la mesa vacía, tratando de pensar. A veces apagaba la luz, como buscando concentración. Otras tomaba el Yi King para leer por milésima vez la sentencia en que imprescindiblemente se detenía: «Sobre la montaña está el agua: imagen del obstáculo. El hombre noble se vuelve hacia sí mismo y desarrolla su carácter». Sin saber bien por qué, vinculaba ese apólogo a su vida actual, y sobre todo en su labor en el local de la librería. El propósito de limpiar, raspar, sanear las paredes, era ahora para ella una suerte de desafío. Tan obsesionada andaba con la urgencia del blanqueado y la encaladura, que no le quedaba tiempo para distraerse, y menos para estudiar los cursos. Apurada, apenas atendía a las clases, tomaba uno que otro apunte, esperando, impaciente, la hora de salir. Podía entonces precipitarse, recorrer las pocas cuadras hasta la plaza, abrir el local, vestir su viejo blusón y comenzar a raspar con la espátula y el cuchillo. Sólo en ese momento parecía darle tregua el malestar, la desazón. Aunque el polvo y la cal le hicieran escocer los ojos, aunque aborreciera el sonido chillón de la espátula, presentía que cada centímetro lijado era un triunfo sobre sí misma. Raspando la pared, raspaba algo también de su persona, algo que le impedía sentirse limpia, algo que hacía pesar las horas y prolongar los insomnios, algo que no podía definir bien, pero que adivinaba tan áspero y sinuoso como las escoriaciones de aquel muro. Durante las noches, enervada, le parecía oír todavía el roce de la espátula sobre el cemento. Aterida, con dolores musculares y una cerrazón de pecho que le impedía respirar bien, daba vuelcos en la cama, temiendo el timbrazo del despertador. Sí, la venida del día le asustaba, lo impersonal de su pieza, el frío oscuro y brumoso que se filtraba por las persianas. Porque a partir del otoño caía una bruma espesa, de color sucio, que no dejaba ver casi los árboles. Una mañana, antes de salir, había abierto el libro en la página del trigrama Cheng: «Es peligroso crecer hacia lo alto en las tinieblas. Se ha de perseverar sin tregua».

Bien lo sabía. Aún así, a ciegas, debía continuar la tarea iniciada, desconocer los obstáculos, ir más allá de su propio desaliento, de su propia lasitud. Perseverar, sí, aunque a veces quisiera reposarse o divertirse, aunque le entrara gana de ir al cine, de ver a las demás chicas, de pasearse por el bosque. Lo cierto —pensaba Graciela— era que no había estado casi en el bosque ese otoño. No lo había observado enrojecerse, dorarse, perder el follaje, convertirse en esas formas calcinadas y oscuras, que ahora entristecían la ciudad. Sin embargo, decía que era mejor así. No le hubiera gustado realmente estar presente en la decadencia y la agonía de todo ese verde: el cielo cargado, las ramas tiritando, las hojas crujiendo bajo sus pies. Súbitamente, Graciela se preguntó si las plantas de Clara no estarían también marchitas. Eran plantas de aire y de sol, no de mantener en el interior. Clara las había descuidado en los últimos tiempos, y ella misma, casi siempre ausente, había dejado a menudo de rocearlas. Además, ni una ni otra las deshierbaban. Graciela recordó de pronto como tupía la hierba en los tiestos. Parecía sofocar las raíces, impedir la savia de subir. Al evocarlo, culpabilizándose y al mismo tiempo alegrándose de aquel descuido, se sentía de nuevo angustiada, con desazón. Entonces arremetía con más ahínco que nunca el lijado de la pared.

Inexplicablemente, el trabajo y la fatiga le proporcionaban cierto equilibrio. Bah! Poco importaba que Clara no lo comprendiera así, que ostentara indiferencia por la librería, que se limitara a pasar de vez en cuando, haciendo aspavientos por la mugre, la cal o el olor a látex.

Porque desde noviembre estaban pintando. Chantal había traído los tarros y los rodillos y Mimimomó delantales para todo el mundo. Mientras Graciela raspaba el depósito, ellas blanqueaban lo demás, cubriendo el piso de gacetas para no manchar. Porque tenían la intención de arreglar los pisos también, viruteándolos y untándoles esa laca que con tantas precauciones les habían vendido en la ferretería. Bueno, usando guantes de caucho, la cosa resultaba casi como encerar. Pocos días después habían terminado los anaqueles y estaban desempacando todas esas cajas con rótulos y precios.

Finalmente, decidieron que, en cuanto a la decoración, lo dejarían todo casi como lo habían planeado al principio. La alfombra de Mimimomó fue descartada (no tenían aspiradora), pero en cambio el diván de Isabel quedó en el rincón del fondo con unos cojines que Graciela había regalado al mudarse donde Clara. El calentador tal cual, con la tetera y las tazas juntos. Y en el pequeño cuarto del depósito, las estanterías de metal y los libros de reserva. En exhibición: Woolstoncraft, Beauvoir, Friedan, Anais y otras precursoras. Un sólo escaparate de revistas y periódicos y una mesa con las novedades del mes. Al fondo, el escritorio que había donado Chantal con un banquillo para la vendedora-cajera. En las paredes afiches del MLF, Women’s Lib, Vindicación Feminista. Y enredadas aquí y allá las serpentinas plateadas de Mamá Noel, que lo presidía todo desde la vitrina. Funambulesca y rolliza, con ojos de botones y dientes de cuentas de collar, Mamá Noel llevaba una enorme pollera con el gameto estampado y los lanudos brazos cargados de libros en empaque multicolor. Sí, hasta eso estaba a punto; era el momento de abrir. Y la fecha escogida sería el dieciséis de diciembre, día del reportaje con foto que había sacado la prensa.

Atareadas como estaban, no pensaron en festejar la inauguración. Algunas habían hablado de invitar grupos militantes, pero hubo tanto imprevisto ese primer día que cuando acordaron, lo único que se les ocurrió fue ir por unas botellas al café vecino. Desde la mañana habían atendido gente, empacando, contabilizando, trabajando sin parar. A las siete, sin embargo, la librería seguía llena. No solamente las chicas que eran más de media docena sino otras que le habían dicho a otras que trajeran galletas y aceitunas y más serpentinas y una grabadora con música y súbitamente les dio a todas por bailar. Entonces, quién lo hubiera creído, la fiesta prendió! Apagaron los dos reflectores del techo y los tubos fluorescentes de las estanterías y encendieron las espermas que habían quedado aquí y allí con ramitas de pino, por lo de la Navidad. Y como la cassette era una especie de rumba, o de salsa, resolvieron agarrar espermas para bailar. Mucho tambor y mucha batería y a Isabel le dio por gritar y agitarse como una africana, y a Chantal por improvisar un striptis. Graciela, atontada de fatiga y de Rioja, lo miraba todo desde el banquillo, meciéndose al ritmo del tambor y canturreando bajito, hasta, hasta dar un sobresalto al ver a alguien entrar. Era Clara. Sí, Clara y a su lado Anne Blondel. Su majestad Anne Blondel, rubia como su nombre lo indica, tricota de cachemira, falda plisada, anillo de sello en el meñique. Anne con Clara y ambas reían y se hacían camino al compás de la rumba, debatiéndose entre todos esos torsos y brazos embravecidos. Ambas empujaban y avanzaban mientras las otras continuaban agitándose con la música.

Graciela, desde su rincón, las miraba apretando los labios, las miraba fijo, fijo. De pronto, en un súbito impulso paraba la música. Bueno, las chicas todavía bailando y sudando y jadeando, no comprendieron lo brutal de aquel corte, de aquel silencio. Ni comprendieron a Graciela, casi trabada, las palabras saliéndole a borbollones, Graciela gritando con voz ronqueta:

—¡Recuerda el trigrama K’an! Allí donde está encerrada la vida dentro del cuerpo!

Se dirigía a Clara, que al escucharla paraba en seco.

—¡Es el peligro del agua en los desfiladeros!

Clara bajaba los ojos, daba media vuelta y principiaba a hacerse camino hacia la puerta con la cabeza gacha y tirando del brazo a Anne Blondel.

—¡El abismo no se ha desbordado, pero ya se ha llenado hasta el borde!

Graciela gritó lo último cuando Anne y Clara ya no se encontraban allí. Después salió desalada, como a buscarlas. Las chicas la vieron montarse en el velomotor y arrancar con rumbo a la plaza. Desconcertadas. se apresuraron a cerrar y a salir. Tras ellas quedó la vitrina oscura, con el letrero verde y delicadamente caligrafiado de «La Mala Hierba». 

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