De la pandemia aprendimos que la primera hipótesis siempre es errónea; la segunda, falsa; y la tercera, verdadera, pero intrascendente. Al mediodía del lunes 28 de abril estaba escribiendo un correo cuando mi pantalla se desvaneció. El interruptor de mi habitación no respondía. Me acerqué al cuadro de luces para ver si había saltado el automático, y no.
Mientras tanto, entré a Twitter para pasar el rato y leí que el periodista Sergio Fanjul también estaba sin luz, pero no en Murcia, como yo, sino en Madrid. Y no éramos los únicos: también les había pasado a amigos de Asturias, Cataluña y Málaga. Primero me conté un par de chistes mentales y no le di importancia, porque al final estas cosas pasan. Luego lo pensé mejor: estas cosas no suelen pasar. De hecho, esto nunca había pasado. Entonces, ¿qué había pasado?
Alcancé a leer en redes sociales una noticia de la Cadena SER que hablaba de un fallo en la red eléctrica de origen desconocido; se especulaba con un evento atmosférico violento, aunque no había ninguna certeza. Luego, la nada. La red móvil fue perdiendo potencia. Del 5G al 3G, y de ahí a que la cobertura desapareciera.
Agarré un libro de Mark Fisher porque dadas las circunstancias más valía ser cenizo y justo cuando iba diciendo que el anticapitalismo gestual solo refuerza el realismo capitalista me quedé dormido; el tipo charraba sobre que es muchísimo más sencillo imaginar un colapso medioambiental, climático o social o, en otras palabras, el fin del mundo, antes que el final del capitalismo; de verdad, una siesta era mejor alternativa. La luz no había vuelto en el par de ocasiones que abrí los ojos entre la una y las tres, pero a media tarde sí había una novedad: el Gobierno de España había declarado la emergencia nacional.
Primero tenía que solucionar mi emergencia local: no había hecho compra en varios días y no tenía nada para comer que no tuviera que pasar antes, como mínimo, por un microondas. En vez de buscar explicaciones, salí a por tabaco y un par de bolsas de patatas fritas.
Después de una semana de fiestas en Murcia, no era extraño que estuviera casi todo cerrado; la gente paseaba por la calle con la misma indolencia de siempre, como si el apagón solo fuese otra fase más de la resaca. Se movían como después de un largo almuerzo de domingo, despacio y con los párpados a media asta.
La calma no era postiza, en absoluto. Hay algo extrañamente reconfortante en saber que no puedes hacer nada ante una situación así; nuestro zeitgeist ha pasado de ser la incertidumbre a la imperturbabilidad, la ataraxia por shock, la pasividad sistemática; desde marzo de 2020, vivimos con la soga al cuello y nos sorprendemos de los que se sorprenden cuando estamos al borde del abismo, preguntando como James Franco a ese otro tipo si es su primera vez. A esto se refería Mark Fisher cuando hablaba de impotencia reflexiva: asumir la esperanza como un imposible y, por tanto, sumirnos en la inacción. La cuestión es que hay momentos de la historia en los que lo mejor que puede uno hacer es sentarse frente al imafronte de la Catedral de Santa María a ver pasar la tarde y esperar a que el mundo decida qué hacer contigo.
El cielo en primavera parecía una habitación desordenada y, conforme atardecía, se fraccionó en miles de colores. Los dueños de muchos comercios aguardaban en la puerta. Esperaban algo, quizás que volviera la electricidad, tal vez otra cosa, ya resignados a pasar una noche muy larga.
La policía patrullaba con mucha intensidad —quizá el mayor de los consuelos fue verles hacer horas extra— y los supermercados empezaron a quedarse sin stock. Primero fue Mercadona, cuyo cliente sociológico tiende a hacer de cada mínimo percance una oportunidad para volverse preparacionista: es gente que ha interiorizado la idea de que la seguridad personal se mide en litros de agua embotellada y paquetes de arroz. Otras cadenas también empezaron a quedarse sin algunos productos básicos.
Qué tierno me parece el reflejo apocalíptico de llenar la despensa de tomate frito, velas y atún, como si la dieta mediterránea fuese a salvarnos de algo. Es un instinto muy difícil de combatir: sabemos que no hay forma de ganarle una partida al colapso, pero apilamos chocolatinas y papel higiénico en casa porque, más que prepararnos, lo que buscamos es consuelo. Preferimos imaginar que nos falta logística antes que admitir que lo que nos falta es una vela en este entierro.
No dejé de pensar en esos trabajadores que veían esfumarse toda la mercancía, la que no iban a poder comprar para ellos. En casi todas las películas de zombis, los protagonistas suelen ser burgueses porque ellos son los que no están atrapados en un turno de trabajo cuando todo estalla.
Las sensaciones se entremezclaban mientras caminaba por la calle. Por la avenida de Alfonso X el Sabio paseaba un abuelo con su nieta, un buen puñado de críos jugaba a la pelota y muchos grupos de gente joven iban de aquí para allá celebrando cada semáforo que encontraban apagado. Decenas de personas les hacían preguntas a guardias municipales, que tenían la misma idea que ellos de lo que estaba pasando. Casi todo el mundo llevaba bolsas con algo de compra. No sabíamos bien qué sucedía, pero a la noche supimos que era lo suficientemente grave como para que el Presidente del Gobierno pasase el día encerrado en un comité de Seguridad Nacional. Al mismo tiempo, eso también era lo suficientemente banal en lo inmediato como para que mi vecino Juan se acercase a la ferretería a por unos tacos para las sillas del comedor, porque cojeaban.
En las aceras había coches aparcados con post-its explicando que no ponían ticket porque el parquímetro no les dejaba pagar. Las puertas de locales y edificios tenían carteles que les indicaban a familiares y amigos a dónde debían ir si se perdían. La poca cerveza fría que había dejado el apagón les sirvió a los bares para minimizar las pérdidas. La idea de contar a mis nietos cómo me emborraché durante el apagón del siglo me rondó la cabeza; el recordatorio de la mañana anterior con la tez amarilla y vomitando una resaca catastrófica lo disuadió.
Sobre las ocho de la tarde volvió la red móvil, y los medios de comunicación anunciaron que el suministro eléctrico se estaba restableciendo en varios puntos de España. El pronóstico era que hacia las diez de la noche se volvería, más o menos, a la normalidad, aunque el pronóstico de base debía ser que todo aquello no ocurriera. Subí a la terraza de casa para ver cómo el paisaje se iluminaba por partes.
La autovía era una hilera de luces venidas de la tiniebla, una cadena de luciérnagas obedientes de la inercia de la normalidad; movimiento, aunque fuera a oscuras. La comarca se fue llenando de puntos luminosos, aunque en el centro de la ciudad solo se veían un par de calles alumbradas. La estación de autobuses, en cambio, deslumbraba a kilómetros con focos como de aeropuerto, rompiendo la penumbra con un chirrido histriónico de millones de lúmenes.
Pasaron las horas y se escuchaban vítores cada vez que una calle recuperaba la electricidad. Primero, Espinardo, el Malecón, las pedanías; luego la luz volvió por el norte hasta llegar a mi calle. San Antón dejó de ser un barrio con nombre de santo dejado de la mano de Dios, como diría Alana Portero. Se convirtió en un versículo del Génesis, que dijo «Sea la luz». Y fue la luz.
Desde la pandemia tengo la sensación de que vivimos de prestado. De que si seguimos aquí es de milagro y de que el fin del mundo está en los demás: empieza en otros y acaba en uno mismo. En este apagón hemos vivido otra situación insólita y nunca vista en la historia, la enésima en cinco años. La erupción de un volcán, la asistencia a un genocidio —en realidad son unos cuantos más—, un confinamiento, una guerra en el este de Europa, otra comercial con los gringos, una DANA que segó cientos de vidas; todos ellos han sido sucesos excepcionales solo en teoría.
Cada uno de ellos llegó envuelto en el lenguaje de la anomalía: histórico, inaudito, sin precedentes. Pero a fuerza de repetirse, lo insólito ha dejado de ser un sobresalto y ha mutado en la rutina. España es ya de por sí un país inabarcable. No en vano, fuimos amenazados por el ISIS y no se nos ocurrió otra cosa que descojonarnos de ellos porque el yihadista que salía en el vídeo-ultimátum era un chaval cordobés y su madre se llamaba Tomasa.
Durante todo el día se fueron sucediendo teorías y, aunque sea muy improbable, la del ciberataque no se ha descartado todavía. Una cosa semejante es un acto de guerra peor que una invasión militar y, con todo eso flotando en el aire, pululando por las calles como un cotilleo, nunca había visto un Estado de Emergencia con tan pocos aires de urgencia.
Con el móvil a un cinco por ciento de batería, vuelve la señal y aparecen tantas notificaciones en mi pantalla que deseo con muchas fuerzas que se vaya la luz por donde ha venido. Acabo de recordar que al final no envié ese correo. Mi madre, cómo no, ha asumido que he sido asesinado en una turba intentando conseguir comida y tengo que llamarla a ella y a mis primos para que dejen de buscarme. Mi padre me dice que si no es por mi madre ni se entera de lo que ha pasado, que él hoy libraba.
El problema es que hemos dejado de preguntarnos qué va a pasar para preguntarnos cuánto durará lo que sea que ocurra. Nos estamos insensibilizando ante lo extraño y solo miramos de reojo, calculamos los daños y ajustamos un poco la vida para seguir adelante como quien camina entre escombros. Fukuyama ya tuvo que retractarse con aquello de El fin de la historia, porque esta solo ha dejado de avanzar y ahora se limita a caerse a trozos sobre nuestras cabezas.
Aquí no ocurre como en las novelas de Pratchett: una ráfaga de aire no nos sacude sin que nada en concreto ocurra después; hay partes del ánimo que no reconectan con el interruptor. Es como si en cada susto se nos cayera algo al suelo y, poco a poco, aprendiésemos a no recogerlo. Al fin y al cabo, mientras funcionen la nevera y el Wi-Fi, podemos fingir que todo está bien.
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