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Las contradicciones del FICCI

10 de abril de 2025 - 11:06 am
Super Happy Forever, del japonés Igarashi Kohei; y Bienvenidos conquistadores interplanetarios y del espacio, del colombiano Andrés Jurado, fueron algunas de las mejores películas del FICCI 64, celebrado en Cartagena entre el 1 y el 6 de abril. Esta crítica aborda las contradicciones de la programación, los principales aciertos y el momento que vive el cine colombiano. Al igual que las películas que analiza, se pregunta por el tiempo, el de la pantalla y el de la fatiga que queda luego de la maratón cinematográfica.
Super Happy Forever (2024) es la última película del japonés Kohei Igarashi.
Super Happy Forever (2024) es la última película del japonés Kohei Igarashi.

Las contradicciones del FICCI

10 de abril de 2025
Super Happy Forever, del japonés Igarashi Kohei; y Bienvenidos conquistadores interplanetarios y del espacio, del colombiano Andrés Jurado, fueron algunas de las mejores películas del FICCI 64, celebrado en Cartagena entre el 1 y el 6 de abril. Esta crítica aborda las contradicciones de la programación, los principales aciertos y el momento que vive el cine colombiano. Al igual que las películas que analiza, se pregunta por el tiempo, el de la pantalla y el de la fatiga que queda luego de la maratón cinematográfica.

Ya que un festival de cine son elecciones para la exhibición y la defensa de algo particular, las fuerzas motoras que lo conforman no pueden ser contradictorias. Quizás sí desconcertantes, pero nunca contradictorias. El efecto de la contradicción sobre el espectador de un festival de cine se traduce en un sentimiento de abandono y desesperación. A las películas exhibidas les pasa algo similar: se cansan rápidamente de remar, perdidas sobre sobre un río de humo y nada. Ante ellas, el espectador tiene dos opciones: perplejidad o indiferencia.

Muy a su pesar, la edición 64 del Festival Internacional de Cine de Cartagena (FICCI), celebrada entre el 1 y el 6 de abril de 2025, estuvo llena de contradicciones. No pueden ser parte del mismo evento un conversatorio patrocinado por Netflix y la proyección de little boy (2025), dirigida por James Benning. La película, hablada y cantada, apasionante porque encierra una elipsis de más de mil años, nos recuerda con entusiasmo contagioso, primero, que para hacer una película bastan (de manera literal) las propias manos y, segundo, que lo que puede elevar una película a un estado de gracia es la compresión exacta del poder de un material sencillo, generoso y austero. little boy tiene problemas: la política de los Estados Unidos —si se quiere, el gran tema real de la película— es mirada con la trampa de la facilidad y el tono predicativo. Sin embargo, que estuviéramos en una sala de cine casi llena, al lado del mar de Bocagrande, atentos a la meditación temporal del más serio de los cineastas estadounidenses, concentrados en la extensa plenitud de una imagen, sí fue algo así como una firme declaración de intenciones.

Super Happy Forever (2024), dirigida por el japonés Igarashi Kohei, es una película contenida y bellísima sobre regresos desesperados y cosas perdidas, con un subtexto obsesivo, apenas esbozado. Todos están de paso en el hotel donde sucede la película; incluso la cámara, que parece flotar. Ejemplar en sobriedad y estilo, Kohei comprende la ficción como un panorama de repeticiones y una actitud de invención de señales (los cigarrillos, el celular, el mar, la gorra roja, las fotos, la canción sobre el mar). En Super Happy Forever el tiempo no pasa corriendo, sino que se experimenta en espesura, incluso si se narran cinco años. Su película solo funciona como movimiento temporal, es leída en extensión. Si no, ¿entonces cómo es que un hombre asiste al simulacro de su muerte y los regresos se vuelven repeticiones fantasmales? Kohei no es un cineasta nuevo, y, sin embargo, agradecemos que en el FICCI podamos descubrir algo nuevo e impresionante, más allá de los grandes nombres. Super Happy Forever es una película luminosa que proporciona caricias, pero está hecha en modo volcán: siempre hay algo a punto de explotar.

Como contraste estuvo el tributo al director canadiense Xavier Dolan, quien se ha convertido en un tótem para los muy jóvenes estudiantes de cine o primerizos entusiastas. Vil cineasta de la acumulación, su estrategia de juego es el aturdimiento: parece que sus personajes mantuvieran una competencia secreta en la que gana quien grita más y más rápido. Sus películas conducen a una atrofia sensorial: desdeñan lo sencillo, el silencio y la sutileza. La señal definitiva de su incapacidad es que, frente al rostro de sus actores, incluso encuadrados en primer plano, solo sabe reconocer la belleza física fácil y el sufrimiento. Una gran película de primeros planos que sí se vio fue La voix des sirènes (2024), de Gianluigi Toccafondo, que además hace con la música justo aquello que Dolan —ensimismado en el falso devenir musical de las sensaciones— todavía no puede.

Una experiencia que superó cualquier contradicción fue haber visto Mueda, Memória e Massacre (1979), de Ruy Guerra; The Damned (2024), de Roberto Minervini; y Haitian Corner (1987), de Raoul Peck. La de Guerra tiene una intensidad conquistada a fuerza de voluntad, es sobre todo lo que es súbito y escandaloso. La de Minervini es mejor cuando nadie habla; los diálogos deshabilitan las contradicciones que acarrea cualquier episodio histórico, por lo que interesa más como fricción entre el hombre y su entorno, incluyendo los disparos del campo enemigo. La de Peck, nerviosa, sigue de puntillas a su protagonista, para el asco y para el goce, y se pregunta por un horizonte todavía trunco, pesado, desestabilizado. Quizás la esquina de su título no hable solo de esa porción de Nueva York donde están los haitianos exiliados sino del arrinconamiento que viene con llevar el peso de la violencia en los hombros.

Para el cine, la Historia no representa un marco fijo. En su lugar, se trata de una casa grande que escupe y ventosea, cada tanto, nuevas maneras de entender el léxico de lo contemporáneo, que es una herencia constantemente reformada del pasado y del uso de las armas. En el medio de esta línea está Wang Bing y su seguimiento irredento a los jóvenes que pasan sus días entre las maquilas chinas: la trilogía Youth, otra notable declaración de intenciones. Aunque, en conjunto, lo que filma Bing es claustrofóbico, siniestro y de una especie de furia muda, lo que busca en los ojos de los jóvenes que, con risas, algarabías y una actitud desparpajada frente a la cámara, habitan la película, va más allá. En sus rostros aparece la escritura del tiempo o el nuevo léxico del presente, algo tan ominoso y condenable como prelógico y pleno. Luego de Youth (Spring) y Youth (Hard Times), Youth (Homecoming) (2024) es el aireado cierre de excepción para una brutal trilogía de angustias. Ante ella, cualquier palabra queda corta. En Wang Bing, el tambor del mundo y el sollozo bronco del mundo.

La contradicción es una interrupción en ese flujo de entender el cine que propone cada festival. Si el FICCI termina por ser un espacio para hacer del cine un catálogo vasto e incluso inerme, y no una elección concreta, hay que prender las alarmas. Se sabe que, cuando es muy bueno, un festival mueve el cine hacia adelante, y eso implica selección y compromiso. Implica escrituras entre herencias y descubrir conexiones secretas entre los eslabones de la historia del cine.

Una cosa es la amplitud y la seguridad de la heterogeneidad y otra, más grave, es no saber qué se tiene entre manos. Proyectar The Sparrow in the Chimney (2024), de Ramon Zürcher, al lado de El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos quemados en la misma caja) (2025), de Ernesto Martínez Bucio, nos deja confusos, y hace que todo se torne titubeante, incluso las mejores películas, de las que en principio no dudamos. La primera es un desastre sin respiro, morbosa y al parecer hecha contra los cuerpos de sus propios personajes: ¡qué vana y ridícula es esa obsesión por la autoflagelación! Prueba irrefutable de que un mal director no puede nunca con una gran actriz es que no basta la presencia fantasmal y contundente de la gran Maren Eggert para salvar la película. El día anterior vimos Marseille (2004), de Angela Schanelec, cuya fuerza críptica, descompuesta en mínimos gestos de conocimiento sensorial, descansa profundamente en la mirada y el movimiento de la misma Maren Eggert veinte años antes. Que hayan estado la una tan cerca de la otra es, sencillamente, un disparate.

El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos quemados en la misma caja) sí deja una emoción duradera. Está llena de niños muy simpáticos, y la comunión de todas esas energías nos dice que estamos frente a algo grande. No son los niños de Los olvidados y tampoco son los niños de Fernando Eimbcke o Ruizpalacios. El diablo fuma no escapa de los problemas del cine contemporáneo: «normativización», afán por conectar piezas dramáticas (la camiseta de Michael Jordan, por ejemplo), tics que persiguen imágenes contundentes sin importar el precio, una ternura que, descuidada, puede parecer prefabricada. Pero la paciencia premia. El diablo fuma deja ver sus mejores cualidades, incluyendo la construcción detallada de una sensación particular, justo cuando el desorden de cada esquina de la casa esconde y olvida el sentido unívoco.

No son estos los únicos casos de películas contradictorias proyectadas una al lado de la otra. Como espectadores, este desalentador modus operandi nos deja dos opciones de lectura: a) como en un festival no hay nada realmente insular, pensamos que lo que existe en el ambiente es un desinterés por las propias películas (no creo que sea el caso); b) el festival cree que de cualquier manera los réditos de una película salen a la luz y así da pasos en falso. Que no importa cómo los réditos salen a la luz es cierto apenas en parte, pues, si así fuera, ¿para qué juntar películas? Además, lo que sí es definitivo es que, rodeada de otras cosas que no están a su altura, o que al menos no intentan estarlo, una gran película se banaliza.

Fue notoria la sensación de que la cantidad de películas proyectadas en tan pocos días era escandalosa. Al mismo tiempo, muchos asistentes nos quedamos sin ver tal o cual película porque no tenía más proyecciones. El remedio es fácil: menos películas y más proyecciones para cada una.

El actor y guionista Humberto Dorado fue uno de los homenajeados en el FICCI. El alma del maíz, una de las películas que ha escrito, estuvo entre las proyectadas en Cartagena. Foto: Cortesía FICCI.
El actor y guionista Humberto Dorado fue uno de los homenajeados en el FICCI. El alma del maíz, una de las películas que ha escrito, estuvo entre las proyectadas en Cartagena. Foto: Cortesía FICCI.

¿De qué nos perdimos entre tantas películas?

Fue notoria la sensación de que la cantidad de películas proyectadas en tan pocos días era escandalosa. Al mismo tiempo, muchos asistentes nos quedamos sin ver tal o cual película porque no tenía más proyecciones. El remedio es fácil: menos películas y más proyecciones para cada una. Nos quedamos sin saber muy bien qué era ese programa especial titulado «Costas: archivos de la diáspora». Allí, además de la conocida Amor, mujeres y flores (1988), de Marta Rodríguez y Jorge Silva, había películas de María Barea, Miñuca Villaverde, Ricardo Vega y Henny Srour. Tan marginal dentro del propio programa del festival, esta pequeña muestra, que debió haber sido central, quizás tenía una llave de acceso hacia otros verdaderos descubrimientos.

¿Hay todavía eslabones perdidos en la historia del cine colombiano? ¿Será que un festival puede redescubrirlos con sus propias películas? En esta edición del FICCI tuvo lugar una retrospectiva de Arturo Jaramillo, a quien el festival comparó, con un poco de espectáculo y humo, con Nathaniel Dorsky. Si Jaramillo es un gran cineasta queda todavía sin responder. A pesar de la personalidad extraviada y alejada de toda benefactoría del propio realizador, que incluso olvidó llevar la mitad de las películas que se comprometió a proyectar, fue notable el entusiasmo entre algunos asistentes. Como espectadores, le decimos al festival que las películas del pasado son tan importantes como las del presente y que solo la cantidad de proyecciones dan vitalmente cuenta de eso.

Hablar de tradiciones es hablar de grupos creativos, preocupaciones plásticas que en la repetición encuentran eventualmente algo de singularidad, y alianzas y nexos para indagar sobre intereses comunes. No se puede decir que haya un nuevo cine, sino que el cine nacional sigue estirándose: crece, se esparce, se apodera de lugares y espíritus.

Bienvenidos conquistadores interplanetarios y del espacio (2024), de Andrés Jurado

Un diálogo común en el cine colombiano

El cine colombiano estuvo lejos de esas contradicciones aterradoras que desafían cualquier idea estética contundente. Sí estuvo cerca de ser un panorama. Casi que democrático, al menos un espacio estuvo garantizado para cada particular expresión. Es como si viéramos, una a una, las posibilidades legítimas de expresión cinematográfica nacional. Todas las alternativas que cualquier cineasta colombiano puede encontrar en su horizonte creativo estuvieron presentes, con aciertos definitivos y problemas de intereses y decisiones. La sección de archivos, de ensayo, de voces en off, de montajes «fuera de lugar», la disposición del género (el thriller, el western, entre otros): cada elemento hizo acto de presencia. Es decir, en el FICCI, el cineasta colombiano aprende sobre todo lo que funciona.

Cada película nacional se pudo leer como un estandarte de una manera de hacer cine, de pensar esa cosa compleja que es el cine colombiano, lo que estableció un diálogo común. Hablar de tradiciones es hablar de grupos creativos, preocupaciones plásticas que en la repetición encuentran eventualmente algo de singularidad, y alianzas y nexos para indagar sobre intereses comunes. No se puede decir que haya un nuevo cine, sino que el cine nacional sigue estirándose: crece, se esparce, se apodera de lugares y espíritus.

Atendiendo a la tradición más clásica del cine nacional que ve en sus personajes periplos difíciles y una fricción entre naturaleza (verde, gris o de arena, poco importa) y deseos y convicciones de la vida íntima, estaba Selva (2023), de Juan Miguel Gelacio y Esteban Hoyos García, y Alma del desierto (2024), de Mónica Taboada-Tapia. Selva es el largometraje dirigido por los más jóvenes del festival, y es el más escabroso. Un hombre demasiado común prepara su suicidio. Con hincapié malsano, lee en La vorágine sobre «los que al recordarme alguna vez piensen en mi fracaso y se pregunten por qué no fui lo que pude haber sido». Sin espacio para la intervención de un estilo serio y particular, Selva está filmada de manera brusca y rápida. Los encuadres, cree uno, responden a una facilidad operativa más que a un hálito expresivo. Por eso mismo agradecemos cuando la ciudad, sucia y de selva gris, se ve bien enfocada; la minucia de lo que vemos en la pantalla es reconocible. Por su parte, el protagonista, este nuevo Arturo Cova relambido, está completamente borroso: puede sonreír y nadie se entera, puede abrir la boca y nunca lo sabremos. Borrado pero presente, lo vemos como una masa de pequeñas brumas. Una nueva energía, por breve que sea, infecta la película. De haber seguido esa seriedad y variación estilística —ese compromiso con una idea menos rudimentaria de las imágenes cinematográficas—, la película podría haber sido mejor.

Alma del desierto reinventa cómodamente su encierro en la naturaleza tupida: cambia lo que es mucho verde por visiones del horizonte infinito. Es una película de distancias y sin medidas donde la protagonista siempre va de un lado a otro. El espectador, por su parte, nunca sabe dónde está. Sólo identificamos el mar y la blanca arena de la inmensidad. Lo peor de la película es su posición de montaje, que privilegia lo que se conoce como imágenes de apoyo. En una escena, la mujer protagonista se encuentra con un hombre más joven. Conversan al lado del río y cada vez que se menciona la palabra agua el impulso casi ciego de la película es darnos una imagen de grados rebuscados de la misma agua. Cuando Alma del desierto sucumbe a lo ilustrativo perdemos toda la fe. Es mejor cuando entre las imágenes hay fundidos que mezclan las figuras, los contornos y los paisajes. Recuerdo un momento especial: las huellas digitales que se convierten en arena.

En últimas, las películas con un compromiso estético más contundente fueron las mejores. Y entre ellas la más grande: Bienvenidos conquistadores interplanetarios y del espacio (2024), de Andrés Jurado. Es algo mayor, no se puede decir de otro modo. Una sinfonía y una enciclopedia. Todo conectado y todas las pistas firmemente hiladas. Aun así, todo es difuso y misterioso, dispuesto a ser conectado de nuevo. No ganó el premio a «Mejor película» pero es realmente difícil que haya una mejor. Hace conexiones hasta ahora inéditas entre los alunizajes, el centro del trópico, el trabajo de preparación de los astronautas, la manera de leer y archivar imágenes, el oro, el conocimiento, y aquello que podría decirse es alta y baja cultura. Es una película donde todo es verdad y todo es alucinación y ruta de invención.

Un festival, de tantas películas vistas en tan pocos días, subraya el poder del cine en su relación con el cuerpo y el sistema nervioso. Todas las decisiones de un evento de estas características —que en teoría tendría que blindar la expresión cinematográfica libre, asomada al vacío, novedosa y críticamente embelesada, con las emociones como puerta al pensamiento— construyen una relación con el tiempo, el verdadero centro del cine. Y decir tiempo es decir una idea particular y concreta sobre el cine. De lo contrario, la fatiga de estos días no serviría para nada. Se puede soñar con un FICCI libre de contradicciones, alimentado por un fuego inmenso, donde todas las cosas sean sobre las películas. Lejos del idealismo, queremos un festival atento, que proyecte las películas por razones materiales, razones de riesgo y de hechizo, razones de peso y no de consenso: es uno de los problemas de equipos de programación tan amplios. Un campo de inmensa escucha, eso es un festival de cine. No necesariamente lleno de correspondencias (que todas las películas se parezcan) sino lleno de ampliaciones. No hacia un cine salido de la nada (la búsqueda por la gran obra) sino un cine arraigado en herencias. Después de todo, el cine no se inventa, se hereda.

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