If I were gonna leave something behind
I would want it to be panic-less, anxiety-free
—The Bear
El restaurante El Bulli queda cerca de una playa en Cala Montjoi, Cataluña. Hasta allí llegaron algunos comensales que empezaron una noche de 2007 en un puente aéreo en Kassel y la terminaron en España frente a una mesa servida. El marco fue «Documenta XII», una de las muestras de arte contemporáneo más visitadas del mundo. El chef de El Bulli, Ferran Adrià, dijo que el Pabellón G de «Documenta» era en su espacio a pesar de lo inconveniente, porque para él lo que cuenta en su arte no es el plato: «Es la experiencia de ir a mi restaurante. Es necesario conseguir una reserva, esperar con excitación la llegada del día, después tomar el avión, el automóvil, para llegar a una pequeña bahía perdida y comer treinta platos. Esta es mi obra».
«Fue de las primeras personas que empezó a crear esas técnicas que cuentan historias», aclara el periodista gastronómico de Medellín Juan Pablo Tettay. Con otro ímpetu, pero desde la misma intersección del arte y la estética, y la comida, cuatro proyectos de Medellín proponen mesas y atmósferas íntimas que se apoyan en el espacio arquitectónico, el juego de escalas, la materialidad, la conversación y las tensiones; esto para comunicar con los alimentos en entornos y dinámicas alejadas de la idea del restaurante y tangenciales a la idea de lo corriente y lo bello. «No solamente el ingrediente en la cocina es arte, es arte la técnica e igual el menaje, el utensilio, el conocimiento, la tradición», dice Tettay. Uno de esos proyectos es el de Daniel Beltrán que, desde su apartamento y con herramientas de diseño, piensa la mesa como un lienzo.
Daniel creció rodeado de comida y de máquinas. Su abuela, su papá y su tía tenían un restaurante industrial que hacía almuerzos de forma masiva y tecnificada; decían «te quiero» prendiendo el horno, batiendo, poniendo sobre la mesa platos pensados y hechos con paciencia. «Entiendo el valor que tiene cocinarle a alguien, me parece un gran gesto».
Su abuela se dedicó a ser ama de casa: «La que sabe todos los trucos de cocina, de desmanchar, de lavar. Se lo tomó muy en serio. Se metía a cursos, tenía libros». Por eso ha sido orgánico en él estar en contacto con las herramientas que hacen de la cocina un lugar eficaz, y se ha adiestrado para cocinar con cierta precisión. Sus manos se mueven rápido, saben el paso que sigue cada vez. Reconoce que las personas que lo rodean están muy acostumbradas a comer cosas pro- cesadas, pero no es su estilo; él compra las pechugas, las parte, las deshuesa, con los huesos hace caldo y la carne la usa completa; «eso es natural para mí, me enseñaron a aprovechar toda la comida».
Luego de estudiar Comunicación Social en la Universidad Eafit, tuvo un restaurante en Envigado y su tiempo lo dividía entre eso y el diseño, la disciplina por la que se decantó luego de sus estudios. Se acercó al gráfico, pero se dio cuenta que lo que necesitaba superaba la plasticidad: su búsqueda era por una herramienta. «Siento que mi cerebro a veces va muy rápido y necesito agarrarme. El diseño me permite hacer cualquier cosa con método»: sistematizar los detalles, buscar un resultado siempre distinto, pero por caminos tecnificados, reconocibles, hechos con el tiempo y el ensayo.
Su trabajo en diseño empezó desarrollando productos, plataformas y estrategias en empresas que, en mayor o menor medida, tenían que ver con el alimento, pero nunca dentro de la cocina. En casa seguía probando recetas y experimentando con ingredientes; usaba este espacio íntimo como una forma de expresarse y de tomar un descanso de un oficio que se fue poniendo cada vez más exigente y demandante, pues con la experiencia y los tránsitos terminó diseñando para desarrolladores. Cocinaba, entonces, para su familia, su novio y sus amigos de forma cotidiana hasta que un día le puso otra intención. Hubo un cambio.
Cualquiera interesado en la comida en un país como Colombia debería estar un poco obsesionado con las frutas.
Daniel creció pensando que la comida era solo un insumo, tal vez el insumo más divertido, emocionante, común y bello de todos, pero solo una materia prima. De tanto cocinar y cocinar se dio cuenta de que no era tan así, que podría ser cualquier cosa: un proceso científico, un enunciado ecológico, una puerta a la agricultura, una forma de poner conversación y, sobre todo, un instrumento que irrumpe y teje como lo hace, a veces, el arte.
Empezó a usar la misma herramienta con la que hace algunos procesos de diseño para construir menús, llevar el proceso creativo de cada receta, hacer tableros con referentes, mood boards y listas de platos para sus encuentros y celebraciones. Habiendo hecho pocos eventos fuera de casa, lo invitaron a una feria y la cantante panameña Biggie Bemba lo contactó para que cocinara pensando en su nuevo álbum.
El gesto de Daniel aún no sale del todo de su casa y de algunos pequeños encuentros; sin embargo, como el suyo, existen otros proyectos que buscan crear espacios íntimos, estéticos y sensibles alrededor del alimento. Lo hacen así: escogen una ocasión (o se las proponen), piensan una idea que pueda atravesar la comida, imaginan qué deberían hacer, cómo podrían ponerla, y con qué construir la atmósfera para comer. Tejen ese momento con vegetales, harinas, vajillas, condimentos, semillas, raíces, cubiertos, manteles, carnes, quesos, granos, mesas, sillas, vasos, aceites, fer- mentados, música, copas y salseras. Lo tejen, también, con arte y diseño. Hito es uno de estos proyectos.
Laura Hoyos creció en una casa donde se comía en familia todos los días. Su papá trabaja en la industria de los alimentos, su mamá es fotógrafa y artista y, en una mezcla de esas herencias, estudió Ingeniería de Diseño de Producto, Historia del Arte y se interesó por formatos diversos como el print, el grabado, la fotografía y la comida. Con la diseñadora Antonia Zapata montó Hito en 2019, un proyecto que empezó haciendo cenas efímeras alrededor de un concepto y de mesas armadas en colaboración con artistas y chefs.
El nombre de Hito está inspirado en la palabra japonesa para persona, querían que mutara en el tiempo como lo hacemos los humanos. Y así ha sido. Ahora Laura lleva sola el proyecto que, sin perder de vista Medellín y sus alrededores, opera en Londres, adonde se fue a estudiar Artes Visuales en el Royal College of Art. Con ese tránsito ha acentuado la manera en la que ella vincula la cocina con sus estudios en diseño y arte y lo ha hecho a través de objetos y obras.
Hito reúne oficios, y en esa misma medida referentes. Laura suele mirar, por ejemplo y por igual, las sillas diseñadas por Charles y Ray Eames, las telas del artista uruguayo Feliciano Centurión y los Sunday Salons de la escultora Louise Bourgeois, adonde artistas llegaban a su casa en Chelsea con cuadernos y pedazos de obras para ser comentados. Con esas expresiones en la cabeza crea mesas, el lugar donde «la gente suelta todas las tensiones, donde no hay competencia: la gente quiere comer».
Con eso presente, ha hecho colecciones de objetos inspirados en ingredientes y símbolos culinarios de Colombia como el maíz y la arepa, y en 2024 participó en «Poetry Must Be Made By All, Not Just By One», una exposición colectiva gestionada por el artista colombiano Alejandro Cuartas en Barcelona. Allí puso un bloque de queso y un bloque de membrillo o bocadillo que se comieron en el transcurso de la exposición, convirtiendo a los asistentes en comensales. Con sus propuestas plásticas, que extiende a las cenas íntimas que sigue haciendo con regularidad, deja claro que la interacción en sus proyectos está siempre mediada y propuesta por los alimentos.
Para Daniel, la intención de una mesa es también la interacción de los comensales, el diálogo posible enrutado por lo que se come. Una de las formas que ha encontrado de generar otro tipo de encuentros es jugar con la altura y las apariencias escultóricas, romper un poco con la vista apaisada y panda que generalmente tenemos a la hora de comer y apostarle a que algunas cosas sobresalgan: una pirámide de sandía, una bola enorme de mantequilla de maní, una torre de shots de jengibre, una montaña de mantequilla.
Natalia Zuluaga estudió con Daniel en la universidad y son amigos. Cuando quiso celebrar su cumpleaños treinta le pidió que planearan juntos la mesa para la fiesta que tuvo atún, diversos untables, mucho pan. La forma en la que la comida estaba presentada sobre la mesa, según Natalia, creó un tiempo para mirar: «La forma escultórica en la que la organizamos hizo que la gente se detuviera, incluso algunos tenían susto de desbaratar algo. Esto nos permitió ver lo que nos íbamos a comer, lo lindo que estaba, lo rico que olía. La comida estaba muy presente. No se dio por sentada como puede pasar en un evento así, sino que hablamos de ella».
Cualquiera interesado en la comida en un país como Colombia debería estar un poco obsesionado con las frutas. Por un tiempo, Daniel tuvo una fijación con las uchuvas: «La forma en la que vienen, el sabor, que no es el favorito de muchos, pero se me hace increíble que no se aproveche. En Perú, por ejemplo, hay gaseosa de aguaymanto [nombre de la uchuva en ese país], té de aguaymanto, una variedad de productos… pero acá si mucho hay mermelada». Le gustaría cambiar eso y lo intenta con esta y otras frutas incluyéndolas en sus menús y presentándolas de maneras inesperadas, tensionantes. Para lograrlo, suele ir a las plazas donde todo está más fresco y más cerca de los campesinos y productores.
Lo mismo hace Juanita López de La Corriente, un proyecto que nació en 2023 gracias al lanzamiento de una amiga suya ilustradora que quería lanzar su marca y le pidió a Juanita crear una instalación con comida para el evento. Fue evolucionando hasta hacer karaokes, acompañar talleres de creación literaria y celebrar momentos específicos e íntimos con comida afín. Paola Siegert, comensal de La Corriente, dice que habitar este proyecto se vuelve un ritual, «no es un ritual de alimentación cualquiera, sino un goce de todos los sentidos, no solo del gusto y el olfato que están activándose con la comida, sino visual. Esto te pone en una disposición distinta, te trae al presente, a disfrutar y observar. A ver belleza».
Juanita estudió Administración y Cocina y vivió un tiempo en Italia. Allí aprendió sobre la lentitud que debería rodear el hecho de alimentarse, el respeto por los ingredientes y la intención siempre consciente de elegir cada elemento priorizando su origen, su cuidado y su simpleza. Sus mesas, coloridas pero tenues, las hace lo más locales posibles buscando constantemente quién está plantando los mejores vegetales y desarrollando los mejores quesos en un entorno que le permita visitarlos, ver qué hacen.
«No busco vainas que vengan desde lejos, sino que trabajo con productores cercanos, que yo sepa dónde están, qué estoy consumiendo», coincide Camila Vélez de Camelia Convites, una cocina ubicada en Persona, una sala de conciertos y bar en el centro de Medellín. Para ella, de nuevo, es importante que lo que sirve en las cenas que hace en esa casa colectiva se sientan cercanas, comunes. Empezando por la procedencia del alimento.
Convites viene de la palabra convidar: ofrecer, dar, invitar, acoger. El primer trabajo que Camila tuvo alrededor de la comida fue pelando papas en una cocina en Israel; a partir de ahí empezó a dedicarle más tiempo: puso un catering desde su casa, fue saucier en un restaurante, estudió pastelería, panadería y estilismo de alimentos. Ahora tiene Camelia Convites, una cocina amplia con un comedor donde caben diez (aunque el servicio puede extenderse por persona). Es una estructura para grupos pequeños donde hace platos libres a partir de conversaciones que tiene con los invitados y de lo que vaya encontrando. Le gusta empezar con un amasijo típico colombiano y un untable, incluir algún crudo si tiene a la mano pescado fresco y hacer los platos al centro, para compartir.
«Que lo único que pase en la mesa, además de la gente, sea una vela, la bebida y la comida y listo», dice Camila. No le gusta el desperdicio ni las decoraciones que no tienen una misión que influya directamente sobre la comida. Decide crear platos que resulten familiares para sus invitados, que suelen ser locales: «No voy a decir que mi comida es comida tradicional antioqueña, pero sí vas a encontrar los ingredientes, alguna técnica, algún sabor cercano. Quiero hacer sentir a la gente bien y en eso tradicional encontramos un regocijo».
Camila prefiere que los elementos sobre la mesa sean pocos y la comida sea el centro, también en sentido estético. «La belleza es lo importante. La manera como diseñamos la cocina, los platos y el emplatado, hablan un idioma muy parecido». Últimamente pone esa belleza sobre platos de acero inoxidable.
En eso coincide con Daniel: «Me encantan los platos metálicos, ese brillo que le dan a la comida. Le dan cierta importancia a la mesa. Se ve como un festín». También coinciden en el carácter local: «Es difícil escapar de eso porque la cocina es demasiado contextual. Si te gusta la calidad y la frescura, casi que solo vas a tener ingredientes que son de acá, por eso me fijo en las frutas, quisiera encontrar formas más inteligentes de prepararlas», cuenta.
También más ágiles: le parece que un buen menú es el que se resuelve con pocos procesos, por eso aparece lo crudo y lo frío constantemente en sus mesas. Lo importante no es la cocción juiciosa o el corte perfecto, «ni tiene que estar exquisito», aunque tiene una técnica fluida, juiciosa y con espacio para sorprenderse. El punto está en la esculturalidad, el color, la disposición, la comunión entre los platos y lo que todo eso junto logre decir y proponer en el momento: «La experiencia está en lo que convoca».
Mientras cocina, no prueba, y no le gusta que nadie lo haga. Lo suyo, finalmente, es un proceso de diseño y, dentro de ese proceso, el sabor que pone sobre la mesa es metódico, al punto que su momento favorito es cuando se sienta a comer y confirma, por fin, que es justo como se lo imaginó. No siempre pasa, pero suele atinarle. Les atina también a las cantidades. Al final de sus cenas, de desbaratar lo armado con minucia hasta la belleza, nadie tiene hambre.
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