La imagen es molesta. Es jueves y son casi las once de la noche en la calle 10 de El Poblado, la comuna más exclusiva de Medellín. Dos hombres gordos con pulseras de oro macizo y gorras de béisbol secretean y ríen entre ellos. Al frente, siete mujeres en fila y con vestidos ceñidos al cuerpo los miran con esa coquetería falsa de quien lleva años tratando clientes indecisos. Algunas tienen tatuadas las piernas, algunas están llenas de maquillaje, algunas preferirían estar en otro lugar. Los dos hombres eligen a una de ellas y la suben a un taxi.
La imagen es común. Por la esquina pasa una chiva con luces de neón repleta de adolescentes bailando reguetón. Las chicas, inclinadas hacia las ventanas, asoman las cabezas, se acarician el pelo y parafrasean el coro de una canción de Farruko: «Mami, pon la webcam que me tienes mal y haciendo cerebrito / Mami, pon la webcam y enséñame alguito aunque sea de lejitos». Las parejas, detrás, perrean y beben cerveza. La chiva hace un giro y continúa lenta por la calle 10 en contorsión adolescente. Hace trancón, pero los carros no se atreven a pitar. Un turista mexicano observa desde la acera y grita extendiendo la mano hacia arriba: «Vente pa’cá güerita». Nadie en la chiva parece escucharlo.
La imagen está distorsionada. Un guía venezolano me ofrece un tour por el barrio Las Independencias de la comuna 13. Acepto a pesar de ser local y conocer la historia. Comenzamos en las escaleras eléctricas, caminamos por los grafitis y murales pintados por gente del sector camuflados entre ruanas, llaveros y camisetas con la imagen de Pablo Escobar, y finalizamos, una hora después, en el Cristo Redentor Paisa, de trece metros de altura. Durante el recorrido acomoda cifras, fechas y muertos. Inventa historias: me dice que Escobar se escondió en una de esas casas de ladrillo cuando escapó de la cárcel La Catedral y que, en la montaña del frente, conocida como La Escombrera, arrojó los cuerpos de las personas que secuestraba. Me ofrece cosas: un tour en chiva por Guatapé, marihuana orgánica de Santa Elena y un listado de mujeres paisas dispuestas a complacerme. Antes de despedirnos, me deja su contacto de WhatsApp y me recomienda dos discotecas en Provenza, donde trabaja una de las chicas del catálogo.
Medellín entera es un souvenir
Desde hace dos décadas, la llegada de turistas se ha multiplicado por cinco y todo parece lucir un cartel de «se vende». La que alguna vez fue la capital del sicariato, el destino prohibido, se convirtió en un lugar top para el turismo de aventura y placer. El paquete es de postal: ciudad verde de clima primaveral, paseos urbanos con la historia glorificada de uno de los mayores criminales del mundo y entradas a la discoteca de la Bichota.
El Sistema de Inteligencia Turística de Mede-llín reporta que entre 2022 y 2024 llegaron a la ciudad más de dos millones de turistas provenientes del extranjero. Solo en la temporada de fin de año, se registraron más de 125.000 visitantes, que le representaron a la ciudad más de 80 millones de dólares. Es tan acelerada la tendencia de llegada de turistas en los últimos años que supera la media global: mientras que en el mundo aumentó a razón del 5 %, la ciudad registró un 20 % de crecimiento. Booking.com, una de las plataformas digitales más famosas para reservar viajes y hospedajes, dio la noticia hace unos días: Medellín es la ciudad más buscada por extranjeros para viajar a Colombia en 2025.
«Ya no necesitamos buscar más turistas», dijo el secretario de Turismo de Medellín, José Alejandro González, quien hasta hace poco era el gerente de una agencia de viajes. Y más que visos de xenofobia, la frase muestra una realidad saturada: el perverso «todo vale» a la hora de complacer al viajero.
El boom turístico, además de dólares, arroja titulares que lastiman: «Los chats en los que reclutan menores de edad para redes de explotación sexual en Medellín para atender ejecutivos y extranjeros», «Cada seis días se le prohíbe la entrada a un extranjero a Medellín» o «Hallan muerto a estadounidense en hotel de Medellín».
Buena parte de los turistas viene a rendir tributo a una de las marcas registradas de la ciudad: las mujeres. Y en ese gran catálogo que se ofrece hay una sección especial para el sexo. Cuerpos por encargo, masajes eróticos, cuerpos en las pantallas, felaciones exprés, cuerpos infantiles, modelos acompañantes, casas de citas, fincas para orgías, cuartos oscuros, bares de levante… Una oferta inagotable, pero que esconde una mancha: la explotación sexual de menores.
Casi cada semana, el alcalde de turno convoca a una rueda de prensa para anunciar la captura de un extranjero, la recompensa por algún proxeneta o nuevas prohibiciones por decreto. El año pasado, por ejemplo, Federico Gutiérrez firmó dos que prohibían por seis meses la «oferta sexual» en El Poblado y el cierre de todo establecimiento a la una de la mañana, tres horas antes de lo estipulado por la ley. El alcalde anterior, Daniel Quintero, además de decretar toques de queda, ordenó cerrar con rejas el parque Lleras, uno de los lugares de mayor concentración de bares, discotecas y restaurantes de la ciudad. Pero los resultados han sido insignificantes.
Hoy sigue siendo un sitio de excesos donde la moneda de cambio es el cuerpo. El parque Lleras era el lugar de rumba exclusiva para los paisas de estrato alto, pero desde hace seis u ocho años las luces de neón, las fachadas falsas y la horda de mujeres en las esquinas, enganchan mayoritariamente a hombres con dólares.
«Ay, papi, pero el Lleras está muy perrateado», dice SweetStacy, un joven trans que trabaja como modelo webcam dos cuadras más arriba, en Provenza. SweetStacy, es su nombre artístico o, digamos, el que usa para identificarse en plataformas como Chaturbate o Cam4. Tiene veintiún años y desde 2024 dedica seis horas diarias a complacer clientes a través de la pantalla. Se pone pelucas, posa con brasieres, se introduce juguetes por el ano, se masturba, penetra vaginas de goma. Complace. «Tú crees que soy trans, pero no, no lo soy. Me considero femboy y no tengo problema si tú o mis clientes quieren que hable como mujer o me comporte como un trans», cuenta mientras se pone unas pestañas postizas frente al espejo del cuarto donde trabaja. Un par de horas después de nuestra conversación, ingresé a Chaturbate para ver su actuación y entender por qué es una de las modelos más cotizadas del estudio. Estaba acostado bocarriba sobre la cama destendida. Cuerpo negro, fibroso, peluca morada. Tangas de encaje negras y su miembro —grueso, brillante y erecto—, colgaba hacia un lado. Tacones negros que brillan y blusa corta con transparencia. A la derecha, un dildo de treinta centímetros; a la izquierda, el teclado. Sonó una alarma y sonrió. Era el anuncio por el pago de doscientos tokens (diez dólares). Shapics, un cliente de la plataforma, escribió en la pantalla de chat: «Te verías preciosa embarazada. Te amaría mucho». SweetStacy vuelve a sonreír, baja sus tangas hasta los tobillos y esconde su pene entre las piernas. Toma un tarrito con aceite del nochero, se embadurna el estómago y, durante dos minutos, los cuadros de su abdomen desaparecen para convertirse en una tierna panza que masajea con lentitud. «Este es nuestro bebé, mor», dice con voz afeminada y mirando a la cámara. SweetStacy gana entre cinco y seis millones de pesos quincenales.
El cuarto queda en un edificio de tres pisos cuyas oficinas parecen habitaciones de hotel adecuadas como estudios webcam: dos lámparas led, espejos anchos de pared, cama doble con cojines, televisor de base, materas con plantas artificiales, computador portátil, cámara y nochero con lubricantes, aceites y vibradores. Cada habitación está decorada según el personaje que el modelo quiera interpretar.
En el segundo piso están las oficinas de los asesores a cargo de las metas de ingresos mensuales. «Estamos pendientes de los ingresos, sí, pero gran parte del día y la noche lo dedicamos al cuidado psicológico de las modelos», me diría más tarde uno de ellos para explicarme los efectos de permanecer seis u ocho horas al día expuestos a luces led y a las fantasías de tipos como Shapics. Sin embargo, dice, es paradójico que sus mejores modelos, quienes más dólares traen a la empresa, como SweetStacy, pueden pasar horas solo conversando con sus clientes, «entendieron que el problema es de soledad y no de sexo».
Le pregunté por qué cree que la mujer paisa es más apetecida en la industria webcam y me habló de una combinación de factores que apuntan a lo mismo: el negocio de las drogas cambió la mentalidad de hombres y mujeres. Parte del éxito de la industria tiene que ver con el legado de la cultura traqueta de los ochenta. Hubo una época en la que las mujeres en Medellín vieron cómo a través de su belleza podían obtenerlo todo. Los mafiosos uniformaron la estética femenina: reinas de belleza, top models o hijas de barrio fueron sometidas al boom de la cirugía estética. La huella del bisturí permanece intacta.
La que alguna vez fue la capital del sicariato, el destino prohibido, se convirtió en un lugar top para el turismo de aventura y placer. El paquete es de postal: ciudad verde de clima primaveral, paseos urbanos con la historia glorificada de uno de los mayores criminales del mundo y entradas a la discoteca de la Bichota.
La calle frente al edificio donde están los estudios en Provenza es peatonal y desde las diez de la mañana se convierte en una pasarela con mesitas y mujeres jovencitas, prototipo paisa, que van y vienen, cruzan, sonríen, hasta que entran en un juego agotado de coquetería con los hombres que miran desde los bares y restaurantes. De fondo, siempre, el reguetón. Provenza es un burdel a cielo abierto.
Sebastián Gélvez es un cucuteño de veinticuatro años, ojos azules y cuerpo de gimnasio. Era asesor de modelos webcam en su ciudad, pero pidió traslado a Medellín en 2024 y ahora coordina toda la sede de Provenza. «Acá lo tengo todo: clima, gente linda, dinero, ganas de salir adelante… Tú sientes que el paisa siempre quiere superarse, quiere tener más, ser mejor y eso se contagia», dijo con la mirada clavada en las tres pantallas que adornan su escritorio y que pueden monitorear hasta sesenta modelos que transmiten en vivo desde el edificio.
Hace un año y medio la Federación de Modelos Webcam organizó un evento en el salón de convenciones más importante de Medellín con el fin de capacitar a las modelos e intercambiar saberes y experiencias. Para ese año, las cifras eran de cien mil modelos webcam en todo el país que generaban cincuenta mil empleos para contadores, diseñadores, fotógrafos, ingenieros, técnicos, carpinteros, albañiles y estilistas. Cerca de la mitad de la industria operaba en Medellín.
Pero esa cifra puede ser dos o tres veces mayor, dijo uno de los dueños de la empresa para la que trabajan Sebastián y SweetStacy, y a quien llamaremos Martín porque prefiere el anonimato. Él lleva más de veinte años en el negocio y dice ser uno de los primeros en abrir estudios webcam en Colombia. «Comencé en un apartamento chiquito y con dos modelos paisas. Hoy tengo a seiscientas personas trabajando», dijo.
Martín cree que el negocio florece en la ciudad porque para el paisa la codicia no es un pecado sino un mandamiento: «¿O si no por qué crees que en la misma ciudad pueden tener éxito y de forma paralela el cartel de Medellín y el grupo empresarial antioqueño?».
Valery Stone tiene veintiún años, el pelo rojo y la delgadez de una niña de doce. «Yo sé que me va bien, hay días en los que me hago 350 dólares, pero es porque parezco una niña», me dijo en uno de los balcones del edificio de Provenza. Valery es venezolana y su idea inicial, cuando salió de Caracas, era llegar a Estados Unidos, pero desistió porque una amiga en Cartagena había comprado apartamento y enviaba dinero a su mamá gracias al trabajo webcam: «Comencé solita en una pieza en Cartagena, pero preferí venirme para Medellín porque no hace tanto calor y la gente en más bonita conmigo».
Ese miércoles, la brisa había llenado de pequeñas hojas verdes las mesas de los bares; el sol calentaba sin quemar y una manada de loros volaba de copa en copa. En un momento, Valery me señaló un turista con camiseta de la selección peruana y me dijo: «Te apuesto que en menos de diez minutos consigue mujer». El peruano se acercó a un mesero, le hizo un par de preguntas con el celular en la mano y siguió su camino. «O va para Perro Negro», la discoteca de reguetón más famosa de Medellín a la que Bad Bunny le sacó una canción en 2023: «Salió de roce al Poblao, ey, ey / Taba perdida y ahora anda en to lao, ey, ey […] Vamo a celebrarlo a Perro Negro / Dile a ese cabrón que tú no quiere arreglo».
«Una de las cosas que más me gusta de mi trabajo es Provenza —dijo Valery esa tarde—, mis clientes de otras partes del mundo no me preguntan si estoy en Medellín o si estoy en El Poblado; a ellos les interesa si estoy en Provenza». Su fama ya suena a eslogan de ciudad. Karol G, «la Bichota», no solo es la dueña de la disco más grande del sector, sino que le compuso una canción en 2023: «Nos damo un rocecito por Provenza / Y si la cosa se pone tensa, en mi cama la recompensa o viceversa /¿Por qué lo piensa?».
La cultura del narcotráfico que moldeó el gusto por las mujeres se alargó hasta permear las letras de las canciones. Guillermo Correa, autor del libro Raros. Historia Cultural de la homosexualidad en Medellín, 1890-1980, dice que el reguetón caló con tanto éxito en la ciudad no solo por la estética narco sino porque permite liberar unas palabras y un lenguaje que se nos tenía prohibido. A mediados del siglo pasado, una época en la que Medellín se perfilaba como una ciudad industrial y próspera, el desorden sexual era visto como un asunto de corrupción moral. Todo lo relacionado con el sexo había que callarlo y el reguetón lo que hizo fue liberar un lenguaje que había estado enclosetado. «La ciudad sostuvo siempre una preferencia por el silencio y el tratamiento íntimo, cerrado, como si tácitamente señalara que los asuntos “vulgares” del cuerpo pertenecieran a una esfera incomunicable», dice en el libro.
Pero hoy, el eslogan Provenza también es drama y furia: «Soy Obli, y en este momento les voy a hacer un tour / por lo que sería, básicamente, la peor puta calle de esta / puta ciudad de mierda asquerosa», dice la letra de un rap de Oblivion’s Mighty Trash, un artista de la ciudad que logró hacer un retrato en 2023 de lo que sienten algunos cuando caminan las cuatro calles que conforman Provenza y el parque Lleras.
Un drama añejo, pero que en los últimos años ha generado escándalo por la cantidad de denuncias públicas de abuso y trata de mujeres, y porque se afincó en la zona más exclusiva de la ciudad. «La prostitución siempre ha sido estigmatizada, solo que el escándalo de hoy lo producen no las putas sino el lugar donde trabajan las putas», me dijo una abogada de la Alcaldía que en sus ratos libres trabaja como decoradora de estudios webcam.
Se queja de que nadie mire el centro de la ciudad donde las mujeres cobran entre cinco mil y cincuenta mil pesos por un rato en una pieza sucia y mal decorada. Hasta hace cinco años era imposible ver a un extranjero en los alrededores de La Veracruz, una iglesia tradicional del centro donde se transa sexo por esos precios. Hoy son paisaje.
Carol tiene una sonrisa triste, labios finos y pelo negro muy liso. Nació hace diecinueve años en Villavicencio y lleva dos en La Veracruz. Atiende a tres o cuatro clientes cada día, uno de ellos, dijo, suele ser extranjero. Son fáciles de reconocer: cincuentones, altos y encorvados, panzas poderosas y fuelle en la papada; bermudas y la piel roja. «A ellos les cobro más durito; entre cuarenta y cincuenta mil pesos el ratico». No se sabe cuántas mujeres trabajan en la prostitución en Medellín. No hay un registro oficial. A pesar de que cada alcaldía inventa campañas para combatir la explotación sexual de menores, la ciudad parece encantada con las cifras que genera el turismo: solo en vacaciones de mitad de año se esperan ingresos por setenta y siete millones de dólares.
La molestia es selectiva. En plena vía Las Palmas, cerca a El Poblado, ruta casi obligada para los viajeros que van y vienen del aeropuerto internacional, el gobierno local erigió una valla hace pocos meses en la que se ve a un padre de familia con un niño y un escudo en uno de los brazos: «Con mi cuerpo nadie se mete.» Es el cartel de bienvenida a la ciudad. No sé qué piensa el turista al verla. Imaginará cosas, supongo. Se indigna y, si acaso, le hará dos preguntas al conductor del Uber. Los locales tal vez nos incomodamos y pensamos en Provenza y el titular de ayer en las noticias: «Procuraduría profiere cargos a policías en Medellín por caso de extranjero encontrado con menores de edad.». La incomodidad sectorizada. «A veces me pregunto si lo que nos indigna a los paisas es que abusen de las menores o que no seamos nosotros los que lo estemos haciendo», dice Guillermo Correa y recuerdo la imagen que me molestó aquella noche en la calle 10 de El Poblado.
En 2023, las cifras sumaban cien mil modelos webcam en todo el país que generaban cincuenta mil empleos para contadores, diseñadores, fotógrafos, ingenieros, técnicos, carpinteros, albañiles y estilistas. Cerca de la mitad de la industria operaba en Medellín. Pero esa cifra puede ser dos o tres veces mayor.
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