Fue en 1983 cuando en Colombia conocimos el primer caso de una persona con el virus de inmunodeficiencia humana (VIH). Habían transcurrido un par de años desde que Estados Unidos identificó la infección y el tema se convirtió rápido en un asunto de salud pública con proporciones epidémicas.
Mientras en Hollywood el VIH se contaba en los guiones del género drama, en Colombia lo llevamos al terror. Señal Memoria aún conserva en sus archivos un comercial para televisión que fue tildado de inmoral; se ocultó adrede en la franja de la medianoche y obligó al ministro de Salud de la época, Antonio Navarro Wolff, a comparecer ante el Congreso.
La imagen era la de un joven desnudo, recostado en una camilla con aires al Adán de Miguel Ángel, recibiendo un condón mientras el locutor decía: «Esta es la única prenda que no debes quitarte nunca».
Tal vez fue demasiada piel para la televisión colombiana de los años noventa, pues luego llegaron los pollos de peluche que repitieron hasta el cansancio «sin preservativo, ni pío». El jingle caló: la generación X y los millennials aún recordamos el comercial con algo de nostalgia y con la inquietud de si aquellas acciones, y las que siguieron, aterrizaron en los territorios de los pueblos indígenas.
El primer caso de una persona indígena con VIH en Colombia fue notificado en 1986. En las bases de datos del Instituto Nacional de Salud aparece uno más en el 89; otro en el 91, y el número comienza a ascender desde el 92, hasta sumar 390 casos en 2014.
Sin embargo, según documentó el Fondo de Población de las Naciones Unidas, por más de dos décadas, entre 1983 y 2005, Colombia no sistematizó datos relacionados con el grupo étnico en el universo de personas que viven con VIH.«La deficiencia en el registro de datos». como lo describen, sugiere que, al menos en términos estadísticos, es difícil saber si las campañas y acciones de las autoridades de salud incidieron en la población indígena durante los primeros años de la epidemia global.
El médico Pablo Montoya, quien por esa época regresaba a Colombia luego de dirigir proyectos en población con VIH/sida de Mozambique, emprendió una tarea necesaria: encontrar y hacerles seguimiento a los 1781 niños cuyas madres les habían transmitido el virus al nacer, y que estaban perdidos de los ojos del sistema de salud.
«Eran el 76 % de los casos de transmisión por madres. Queríamos que volvieran al control médico, entender por qué habían dejado el cuidado y el seguimiento. Y nos encontramos con cosas tremendas», cuenta hoy Pablo, cuando dirige Sinergias, una organización que promueve la salud y el cambio social, sobre todo en la Amazonía.
De acuerdo con sus hallazgos, a las históricas deficiencias en el funcionamiento del sistema de salud para el control prenatal, se sumaban los problemas de orden público que impedían la llegada de personal de salud, la falta de confianza de las madres en el manejo de los resultados de las pruebas diagnósticas y su enorme vulnerabilidad. Las indígenas, recuerda, tenían muchísimas barreras para regresar a las instituciones donde habían sido diagnosticadas, y las pocas que empezaban un tratamiento antirretroviral generaban resistencia por los largos períodos en los que no recibían medicamentos.
Entre tanto, en las fronteras y zonas rurales dispersas donde trabajaba, las actividades económicas ilícitas, el tráfico de todas las cosas habidas y por haber, la explotación sexual y la exposición de las personas de los territorios a violencia sexual parecían agrandar el problema del que pocos hablaban: cómo el VIH llegaba a los pueblos indígenas.
Una década después, cuando el país tiene mejores estándares para recolectar información, la Cuenta de Alto Costo del Ministerio de Salud muestra que, hasta 2024, Colombia tenía 1.703 indígenas que vivían con VIH: tres veces más que en 2014. Ellas y ellos son menos del 1 % de las personas diagnosticadas en el país. Y, sin embargo, encontrarlos, contarlos y comprender sus visiones del VIH son tareas urgentes.
El VIH no es una sola cosa en el mundo indígena
Más de un centenar de pueblos indígenas coexisten en Colombia. Cada uno, con sus lenguas, mitos, visiones del mundo, de la salud, de la enfermedad y del sexo, tienen diversas formas de percibir el virus. Desde sus propios sistemas de creencias y de prácticas culturales, los indígenas también han construido factores protectores o de riesgo frente al VIH.
En el resguardo Nasa de Canoas, norte del Cauca, una joven líder se animó a contar qué significan en su entorno estas tres letras. María José Rodríguez, de diecinueve años, recuerda que en el colegio poco o nada se hablaba de sexualidad y de enfermedades de transmisión sexual. En las tiendas de las comunidades no es fácil encontrar condones. En las familias y los espacios colectivos, los temas no son recurrentes, aunque entre amigos, un poco más. «En el territorio somos muy cerrados a esos temas, nos da pena. No es que sea muy común hablar del VIH por acá. Es muy delicado, es confidencial», dice.
Para María José, que hace un pregrado en Estudios Políticos en la Universidad del Valle, esas sensaciones están muy relacionadas con la timidez del indígena nasa, pero también con herencias que han ido dejando las religiones y la colonización en los territorios.
Una tesis de maestría de la Universidad de San Buenaventura investigó, entre otras cosas, las percepciones de los nasas del norte del Cauca sobre derechos sexuales y reproductivos. Sus hallazgos coinciden con el relato de María José: «El tema de la sexualidad en el pueblo Nasa es un asunto opaco, que no se nombra, que genera pena, que incomoda tocarlo».
La autora, Alba Nelly Valero, escuchó por meses a hombres y mujeres nasas y encontró que, para ellos, el VIH es una desarmonía —un desequilibrio o alteración del orden natural y espiritual—, una enfermedad que llega de afuera y que es causada
por varios factores: el olvido de las tradiciones, andar con varias parejas, el licor y las fiestas, la violencia sexual —«por andar violando pueden coger la enfermedad»—, la mala relación con la naturaleza, la llegada de actores armados y el reclutamiento de los jóvenes.
El pueblo Misak, que está en Cauca y Huila, tiene visiones similares. Ascensión Velasco, primera gobernadora mujer de este pueblo y hoy delegada para la Subcomisión de Salud Indígena, cuenta que, para los mayores de su pueblo, el VIH es también una desarmonía, el resultado de que se haya debilitado la espiritualidad. Entretanto, reconoce que falta mucho diálogo sobre el tema: «No sabemos quiénes son, no nos damos cuenta, hay rumores, pero no se habla».
En Cristianía, un resguardo del pueblo Embera Chamí en Jardín, Antioquia, los indígenas tuvieron que romper el silencio. Desde el año 2000 comenzaron a aparecer casos de VIH y la gente tenía miedo, pues no entendían muy bien qué estaba dejando enfermos y quitándoles la vida a varios de sus compañeros. Por eso, buscaron respuestas en la Facultad Nacional de Salud Pública de la Universidad de Antioquia, donde un grupo de investigadores identificaron los casos y construyeron, con los indígenas, un libro que llamaron Bia ’Buma (2016), y que significa «estoy bien» o «me siento bien».
Los autores, que realizaron múltiples grupos focales para recoger percepciones e imaginarios sobre el VIH/sida en Cristianía escribieron que estos parecían estar construidos sobre tres ejes: relaciones sexuales con kapurias (los que pertenecen al mundo no indígena), enfermedad y muerte. Sobre esta última, un hombre adulto describió el virus con esta metáfora: «Es un río, es un mar, un pescadito, un animalito en el agua que es feliz buscando lanita y chupando la defensa. Ese animal está acabando con uno».
Estos investigadores de la Universidad de Antioquia hicieron en 2017 un ejercicio similar con el pueblo Wayúu de La Guajira. Lo que encontraron fue una comprensión muy limitada sobre lo que es el VIH: un talechee, es decir, una enfermedad que les limita el anaa, el «estar bien» No distinguen el VIH del sida, ni tienen certeza de su origen, pues no es como otros talechee que son traídos por la tierra, la lluvia, el viento o lo sobrenatural. Para ellos, es una enfermedad causada por relacionarse con los arijunas, los no indígenas.
También han comprendido que es un virus que está relacionado con la sangre, pero en la cosmovisión indígena este es un elemento altamente preciado en el sistema de parentesco que afecta su asociación con el clan, o el e’iruku. El indígena que tiene VIH deja una marca en su familia y su comunidad que está relacionada con un estilo de vida inadecuado.
Sin diálogo, la película de terror sigue
Para algunos, la medicina tradicional de los pueblos indígenas y la medicina occidental, o alopática, están en tensión. Los conocimientos, las habilidades y las prácticas que desde hace siglos utilizan los pueblos indígenas terminan poniéndose en una balanza en la que el método científico, las tecnologías sofisticadas y los fármacos pueden pesar más.
Quien contrapone ambas visiones del bienestar para pensar y construir alrededor de la salud de los pueblos indígenas, evoca, sin necesidad, un conflicto de David contra Goliat. Así lo cree Yamasaín Romero, wayúu del clan Uriana del cabo de la Vela, médico «occidental» y amigo de los outsü, o médicos tradicionales.
En su pensamiento y en su quehacer ninguna de las dos partes gana, pero, si no dialogan, ambas pierden. «Con los indígenas no es comuníquese y cúmplase. Hay que entrar en negociación, construir un nexo y una ruta de atención desde los dos lados», dice Yamasaín, y cuenta cómo es el manejo de un caso de VIH:
«Primero, hay que hablar con el gerente de la ips, pero también con los médicos tradicionales. Según el diagnóstico, tenemos un sistema de remisiones y contrarremisiones: ellos me pueden mandar un paciente a mí, pero yo también a ellos. Y negociamos hasta encontrar un camino: que mientras reciben medicina para curar la desarmonía entre el cuerpo y el espíritu, tomen también los antirretrovirales. Conozco lo tuyo, lo emulo y lo equiparo. Los dos lo procesamos y llegamos a un punto de encuentro. Eso se llama interculturalidad. Al final, ¿lo mejoró el tratamiento de ellos o el mío? No, lo mejoramos ambos».
En el diálogo propio de la interculturalidad es fundamental la empatía. Evelin Acosta, integrante de la organización Fuerzas de Mujeres Wayúu y de la Coalición de Pueblos Indígenas por la Respuesta al VIH, lo describe así:
«Medicina es un término occidental. Hablemos de tratamiento. Aunque lo tomemos por indicaciones médicas, nuestra mirada del cuidado no va de la mano de unas pastillas, como lo son los antirretrovirales. Desde nuestra espiritualidad, hay diferentes sabedores y sabedoras para tratar estas enfermedades, estos espíritus. Pero el VIH es un espíritu que no entendemos, y como no lo conocemos, no lo podemos tratar con lo propio. Primero tenemos que conocer esos nuevos espíritus para mirar cómo tratarlos».
A estos abordajes interculturales del pueblo Wayúu sobre el VIH se suman otros. Desde el Hospital San José de Mitú habla un psiquiatra. Juan David Páramo llegó a Vaupés tras las órdenes de la Corte Constitucional para proteger los derechos fundamentales a la salud e identidad cultural de 255 comunidades indígenas. Su trabajo tiene mucho que ver con el hecho de que este departamento tiene la tasa de suicidios más alta de Colombia. Por eso, enfatiza en que el Sistema Indígena de Salud Propio Intercultural (SISPI), que está en construcción, debería priorizar la salud mental como parte del abordaje integral del VIH.
Entretanto, menciona Páramo, en su consultorio ya hay experiencias interesantes: tener traductores durante la atención, hacer partícipes del diagnóstico y tratamiento a sabedoras y sabedores y, como una estrategia para dar valor desde la medicina tradicional, recomendar que sean rezados los medicamentos que él ordena.
Faltan respuestas
El estigma social relacionado al VIH es un problema que tiene nombre propio: serofobia. Como palabra significa el miedo, rechazo y estigma hacia las personas que viven con VIH. Como realidad se ve como los casi ochenta países que en la actualidad todavía criminalizan el VIH de alguna manera y los más de treinta que tienen restricciones claras o ambiguas para la entrada a sus países de personas con el diagnóstico.
Son las trece madres con VIH que en 2022 fueron encarceladas en diferentes países del mundo solo por amamantar a sus hijos; o la mujer chilena que fue esterilizada sin su consentimiento; o el joven gay que fue torturado, quemado y asesinado en un hotel en Cancún en 2021 después de que le reveló a su pareja sexual que era seropositivo.
Las personas indígenas, tan gregarias y convencidas del valor de lo comunitario, reciben un estigma adicional por llevar en su sangre un virus ajeno, de los blancos, asociado con muerte y con la traición del que mira afuera del clan. La serofobia indígena se alimenta de silencios, desconocimiento y vergüenza. La voz de indígenas con VIH, aunque anónima, desbarata los gruesos cimientos sobre los que se levantan el miedo y la discriminación en sus pueblos.
Indígena del pueblo Carapana, 40 años, Vaupés
«Me diagnosticaron en 2010. Me agarró el dengue y en los exámenes de rutina di positivo. Yo puedo hablar sobre el VIH en espacios tranquilos, como cuando compartimos alimentos con mi círculo más cercano, pero en espacios abiertos nadie toca esos temas. Los indígenas le tienen mucho miedo a esta enfermedad y la consideran del mundo de los blancos. Por el momento somos pocos casos positivos, y por eso nadie habla. El sistema de salud aún es muy deficiente en la atención hacia las personas con el diagnóstico, y falta más apoyo psicosocial, no solo al paciente, sino a toda la familia. Los sabedores y sabedoras son muy celosos con sus conocimientos, y eso dificulta que haya un diálogo fluido para la prevención de esta enfermedad. Mientras tanto, nosotros estamos muy atrasados en cuanto a promoción de los métodos o barreras que prevengan la propagación. Y cuando se enteran que eres positivo, realmente te hacen a un lado».
Indígena del pueblo Wayúu, 32 años, La Guajira
«En mi caso, ha sido un poco menos difícil. Vivo en un casco urbano, y aunque por parte de mi mamá soy wayúu, por parte de mi papá no tengo raíces indígenas, así que soy mestizo. Además, crecí lejos de resguardos y rancherías, en un entorno más occidentalizado. Conecté con mi identidad indígena ya de adulto, a los veintinueve años, en un proceso muy personal de búsqueda y reconocimiento. Lo más difícil para mí ha sido enfrentar los prejuicios aquí, en la ciudad, sobre todo por mi negocio, una cevichería bastante reconocida. Me ha dado miedo de que la gente se aleje al enterarse de mi diagnóstico, aunque sé que no tiene relación con lo que vendo ni con cómo trabajo. Pero, lamentablemente, no todos entienden eso. El territorio en el que vivo es machista, homofóbico e ignorante en ciertos temas, como el del VIH. Por eso, aún me da miedo que me vean cuando voy a buscar mi medicamento. Los médicos y enfermeras te dicen cosas despectivas por tener VIH, pero súmale a eso más si eres indígena. Eso es doloroso y revictimizante, y he pensado en dejar de ir. Pero he sido fuerte. En una conversación con un grupo de indígenas que habían sido víctimas de violencia, me dijeron que para sanar el cuerpo hay que sanar el alma, y me he apegado a eso».
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