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«El teatro debe ser un contagio peligroso»: Eusebio Calonge

28 de septiembre de 2025 - 8:29 pm
Hablamos con el dramaturgo del icónico grupo español La Zaranda, invitado al Festival de Teatro de Manizales, que va hasta el 5 de octubre, sobre el rol social del teatro, su relación con lo político y la influencia de América Latina en su obra.
Eusebio Calonge (Jerez de la Frontera, 1963). Foto: cortesía del artista.
Eusebio Calonge (Jerez de la Frontera, 1963). Foto: cortesía del artista.

«El teatro debe ser un contagio peligroso»: Eusebio Calonge

28 de septiembre de 2025
Hablamos con el dramaturgo del icónico grupo español La Zaranda, invitado al Festival de Teatro de Manizales, que va hasta el 5 de octubre, sobre el rol social del teatro, su relación con lo político y la influencia de América Latina en su obra.

Más que con una pluma, el dramaturgo español Eusebio Calonge parece escribir con un escalpelo, con el que suele diseccionar no solo el cuerpo, sino los infortunios de sus personajes, seres sin rumbo que incendian con sus dramas los escenarios por los que pasan. 

Calonge es una de las piezas fundamentales de ese grupo inclasificable que es La Zaranda, que nació en 1978 y, bajo la dirección de Paco de La Zaranda, se ha convertido en una compañía de culto tanto en la escena de su país, en donde ganó el Premio Nacional de Teatro en 2008, como en Latinoamérica. En Colombia, por ejemplo, la agrupación ha cultivado una larga relación con el Festival de Teatro de Manizales, en el que se ha presentado en varias ediciones. La última fue en 2018, con Ahora todo es noche, obra en la que tres personajes que habitan las calles nocturnas revelan los sufrimientos de la sociedad contemporánea. 

Además de estas visitas, Eusebio Calonge también ha presentado en Colombia obras de su autoría que han montado otros grupos, como La extinta poética, una exploración tan bella como dolorosa de las adicciones farmacéuticas. El dramaturgo español regresa al festival manizaleño, el encuentro teatral más antiguo del continente, con dos monólogos dirigidos por Borja Ruiz y protagonizados por Arnau Marín: El corazón y otros materiales de derribo, una reflexión sobre el desasosiego que puede generar el amor, y El alimento de las moscas, que se atreve a entrar en la mente de un asesino.

Además de estas dos piezas, el dramaturgo participará en el Congreso Iberoamericano de Teatro, que se realiza de forma paralela al festival.  

«Para escribir hay que abrir cicatrices, como dicen unos versos de Piedad Bonnett: “No hay cicatriz por brutal que parezca, que no encierre belleza”. Si nada te duele no tienes nada que decir. Duele la injusticia, la violencia contra los débiles, pero también perder el sentido de tu propia existencia, algo frente a lo cual nos enfrenta la ausencia de un ser querido, por ejemplo», explica Calonge sobre lo que significa para él crear una obra.

En el Festival de Teatro de Manizales, La Zaranda presentará el monólogo El corazón y otros materiales de derribo. Foto: cortesía del Festival de Teatro de Manizales.
En el Festival de Teatro de Manizales, La Zaranda presentará el monólogo El corazón y otros materiales de derribo. Foto: cortesía del Festival de Teatro de Manizales.

En el prólogo de su libro Catálogo de cicatrices usted afirma que las preguntas existenciales de sus personajes «ya no son de este mundo». ¿Qué eleva a esa categoría de espectros a los protagonistas de sus obras?

El personaje se mueve entre dos fronteras, dos mundos, difíciles de definir, el cuerpo del actor y la visión del espectador; esa irrealidad lo hace perdurable. No es de modo tangible como Hécuba o Hamlet llegan a quedar en nuestra memoria, no lo hacen como imágenes de difuntos, sino que siguen desde ese asombro inicial que nos causaron desplegando sus preguntas hasta ahora. Hamlet le pregunta al espectro de su padre, que sobre el escenario interpretaba el propio Shakespeare, «¿Quién eres?». Y esa es una pregunta que el teatro no deja de hacerse, ¿quiénes somos, como personas y como sociedad? Una pregunta viva, apremiante y angustiosa en estos tiempos. ¿Qué ha sido de nosotros? Seguimos siendo la misma humanidad que, arrastrada por sus pasiones, era juguete de los dioses. ¿Quiénes son esos dioses que hoy día siguen masacrando pueblos enteros?

Sus personajes suelen enfrentarse al abismo, quizás con algo de desencantamiento. ¿Qué los ha llevado hasta ese punto de quiebre?

Son los personajes quienes le encuentran a uno, uno no los elige. Puede que esto tenga que ver con qué pasa en tu vida o quién cruza tu mundo. La mía es una visión de los vencidos, un intento de ajuste de cuentas con los que detentan el poder, el arte posee la fuerza poética para desacreditarlos. El dolor del mundo que siempre el arte intenta transformar en belleza. René Girard decía que «nunca empezamos nada; siempre respondemos». Estos personajes deben ser la respuesta a una pregunta que no la tiene.

En una sociedad contemporánea que prefiere priorizar más la simulación y los discursos impuestos, ¿cuál cree que debería ser el papel de un arte como el teatro?

La ciencia trabaja para reducir nuestro asombro inicial, el arte para ampliarlo; para ese arder en preguntas que decía Artaud. La particularidad del arte teatral es que se basa en el conflicto, protagonista-antagonista, personajes enfrentados primero a los dioses y luego a la sociedad. Hoy, los productos culturales que se ofrecen sobre los escenarios, con sus bellos envoltorios, usurpan el teatro, estatalmente se montan Las Troyanas o Coriolano, grandes autores, famosos actores, reputados directores… y ningún teatro. Hasta el teatro comercial con sus vodeviles podría inquietar moralmente a los estamentos del poder en épocas pasadas, pero estos productos son como cámaras frigoríficas donde se expone un cadáver maquillado, contentan a los políticos que otorgan sus bendiciones y se felicitan por el número de butacas llenas. Su relación es meramente clientelar. 

El teatro debe nuevamente ser ese revulsivo, incómodo, crítico, expuesto a un riesgo latente, al margen de los discursos del poder que ahora solo se refrendan, pero como arte también debe conjugar esto con un sentido de la belleza, que es la que finalmente perfora hasta nuestra sensibilidad, la que puede hacernos más conscientes. Orwell no se equivocaba cuando decía que los hombres conservan el tacto para discernir lo que es conveniente cuando el humor subsiste con la cortesía del diálogo. Contra ese humor y ese diálogo tienen menos posibilidades las dictaduras militares y las tiranías policiales, o esas doctrinas presuntuosas que preparan el futuro reino de la libertad sumiendo a las generaciones vivas en la esclavitud.

Siguiendo esa línea, ¿siente que es más difícil que el teatro se relacione con el público contemporáneo, que tal vez está más disperso?

La abolición de lo humano es algo que ya planteó Gabriel Marcel, tanta cacharrería de novedades que ha usurpado esa sed que siempre tiene el hombre de futuro, ese afán innato de trascendencia ha sido ocupado por el deseo de poseer.  Nos aleja de la reflexión, que sería el único método para detener esta absurda maquinaria de consumir y devastar. No podemos aspirar sino a compartir con personas sensibles nuestras inquietudes, seguir dirigiéndonos a la minoría. En un mundo donde se nos amaestra para no sacar la mirada de una pantalla, donde las masacres se televisan en directo y donde el ser humano está cada vez más aislado, es vital el papel del teatro. Hacerlo es ya compartir en comunidad, verlo es aprender de los otros lo que somos. El teatro debe ser un contagio peligroso.

Justamente, este año el Congreso Iberoamericano de Teatro aborda como temática «La política y lo político en las artes escénicas». ¿Es el suyo un teatro político? 

«La verdad es el hombre», dice uno de los personajes de los Bajos fondos de Gorki. Quiero decir que para mí lo político es una lucha por el hombre, no por un sistema. O es un acercamiento radical a la verdad del hombre o no es nada. No entiendo lo político como estar comprometidos con un partido, sino con la realidad. No tiene sentido hacer teatro si solo consistiese en propagar una ideología. No se saldría de la esterilidad y la obra sería inútil. Esa no es la función del dramaturgo, los ideólogos quieren insertar su ideología, pero la escritura es un modo de pensar en el camino; no se sabe qué se descubrirá o qué se ganará, a veces no se encuentra nada. El teatro restituye a la sociedad su verdad y es esa una función radicalmente social del arte. En el cerril dogmatismo de las banderías hay un desconocimiento del prójimo. Hoy se agita mucho la palabra «libertad» y en realidad tenemos un pensamiento que carece de ella, se realiza con el afán necio de hacer política disfrazada de otra cosa. Marx diría que falta esa concepción unitaria del mundo que ensancha las posibilidades de realización histórica del hombre. Son tiempos en que se reemplaza el diálogo por el instinto de dominación.

¿Cómo ha aportado su diálogo con el teatro colombiano, especialmente el que se reúne en Manizales, a su trabajo como dramaturgo?

Manizales es un gran festival en el que yo aprendí de maestros que acabaron siendo amigos, como Enrique Buenaventura y Santiago García, y que, por supuesto, con muchos otros hombres y mujeres de teatro, hicieron que Colombia tuviera un lenguaje teatral propio, para mí, fascinante. Esa amnesia que propaga el poder pugnaba con la memoria viva desde la que estas compañías trabajaban. Una realidad cruenta vertebraba el continente, pero desde los márgenes proscritos se estaba generando un teatro de una intensidad inusitada. Sus montajes fueron para mí una escuela. Allí también conocí la obra de mi tan querido Claudio di Girolamo, de Tato Pavlovsky o Ricardo Bartís, en diálogos que se extendían por las dos orillas del Atlántico. Recuerdo que una vez el decano de una universidad norteamericana se extrañó de que yo hiciera alarde de mis maestros latinoamericanos cuando todos lo hacían de las grandes personalidades europeas. Pero en mi época de formación allí solo encontré algunos rescoldos de las vanguardias históricas, entre la polvareda del nihilismo o un esteticismo de escaparate, y aquí esa intensidad, tan latente, tan urgente en comunicar, en una palabra tan viva.

¿Qué significa explorar otros espacios de creación más allá de La Zaranda?

Los territorios del teatro, de la creación, se establecen en la reunión del grupo humano que los conforma; ahora estamos Paco de la Zaranda y yo trabajando en una producción del Teatro El Picadero de Buenos Aires con dos actrices que nos hacen transitar por sus mundos. Nada es acotado, todo revierte, no hay un modo distinto de trabajar, hay el descubrimiento de nuevos senderos que te va desbrozando cada actriz. Una experiencia muy hermosa, en razón del devenir de lo que creamos entre todos. 

En el Festival de Manizales se presentará El alimento de las moscas, una obra que entra en la soledad de un criminal. ¿Qué lo llevó a explorar esa intimidad de un condenado?

«Nada del hombre me es ajeno» es una frase que ha tenido muchas atribuciones, quizás fuese de Terencio. Y, para sondear a ese monstruo, la empatía no existe, la radicalidad de su ser nos parece ajena, pero en realidad es un personaje en una lucha atroz con sus peores instintos. Un desgarro entre su deseo y su dolor, donde el escenario toma la dimensión de su consciencia, su soledad extrema. Baudelaire se preguntaba si surgiría belleza de esos abismos tan oscuros, eso fue lo que me hizo enfrentarme a este texto.

El corazón y otros materiales de derribo, por otra parte, plantea una visión muy particular sobre ese mapa de cicatrices que suele dejar el amor. ¿Por qué decidió trabajar sobre esa temática?

Dado que el camino emprendido con Borja Ruiz y con Arnau Marín en El alimento de las moscas fue frondoso, se abrió la posibilidad de establecer un diálogo, y todo monólogo también lo es, así sea con uno mismo, con ese viejo diablo llamado amor. Buscado desde el reverso de lo romántico, sondeando todos los estados emocionales por los que nos hace transitar las pasiones, de las ilusiones a la nostalgia; el corazón como una brújula que marca el destino del personaje.

Ambas piezas son monólogos. ¿Cómo asume ese género como dramaturgo?

El monólogo es algo anómalo o fragmentario dentro del teatro, es más narrativo que dramático; en los monólogos los conflictos son internos y no vertebran las escenas. Respira más en la palabra que en la acción. Sabemos que refutar con acciones lo que el texto cuenta es pecado mortal en el teatro. De ahí su extrema dificultad. La clave de un monólogo, para que se actúe y no se caiga en la interpretación del cuentacuentos, es la vivencia de lo que allí se dice. Así que el actor en ellos toma una importancia capital como transmisor al público, la exposición de su memoria íntima para llenar de imágenes el texto es absoluta. No hay nada donde se repose la mirada fuera de él.

En tres años, La Zaranda cumple medio siglo. ¿Cómo se sobrevive a cincuenta años haciendo teatro ininterrumpidamente?

Dejando que sea el teatro quien se exprese por ti. Nunca planeamos ninguna estrategia de futuro, es más, nunca nos parecía posible sobrevivir a las inclemencias de tanto desafecto institucional, tanto ninguneo, la espantosa burocracia que como la bola de nieve crece mientras te derriba, pero en condiciones muy adversas entendíamos que nuestro único refugio era volver al local de ensayos y esperar a que el teatro tuviera algo que decirnos. Ese asombro de que el teatro se siga dando en nosotros es lo que nos mantiene, como esa banda de hermanos de la que hablaba Shakespeare, donde más importante que los logros fue el camino recorrido juntos.

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