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Una segunda oportunidad sobre la tierra: las mujeres de Macondo y la memoria de un futuro posible

17 de junio de 2025 - 1:44 pm
Un recorrido por las huellas de las mujeres de Macondo, herederas de la memoria y portadoras del futuro. Este ensayo hace parte de Todo se sabe: el cuento de la creación de Gabo, expuesta en la Biblioteca Nacional hasta el 2 de agosto.
Todo se sabe. Gabriel García Márquez

Una segunda oportunidad sobre la tierra: las mujeres de Macondo y la memoria de un futuro posible

17 de junio de 2025
Un recorrido por las huellas de las mujeres de Macondo, herederas de la memoria y portadoras del futuro. Este ensayo hace parte de Todo se sabe: el cuento de la creación de Gabo, expuesta en la Biblioteca Nacional hasta el 2 de agosto.

Para hablar del legado de García Márquez y su relación con la memoria, debo empezar por localizar mi investigación y trayectoria personal en el mapa de la colombianidad, tan profundamente marcada por su escritura. A riesgo de sonar anacrónica, diré que crecí en Macondo y que, aunque emigré hace media vida, nunca he salido de allí. No me refiero al pueblo imaginario cuyas resonancias simbólicas seguimos evocando cuando, enfrentados al absurdo de realidades que nos desbordan, colombianos y colombianas catalogamos un evento, lugar o actitud como «macondiano». Tampoco al Macondo de las campañas turísticas que promocionan nuestros paisajes como «realismo mágico». Hablo del espacio y de la cultura concretos que alimentaron la imaginación del escritor en que habría de convertirse aquel niño criado por sus abuelos en la Aracataca de las bananeras, el estudiante que añoraba las vacaciones para volver a los paisajes acuosos de La Mojana sucreña, el universitario que escapó de Bogotá para reinventarse como periodista en Cartagena y Barranquilla o el trotamundos que se rebuscaba la vida vendiendo enciclopedias de pueblo en pueblo. Hablo del Macondo caribeño que, como buen producto del extraordinario cruce de grupos humanos y visiones del mundo que define esa región, es al mismo tiempo tan universal que lectores colombianos, latinoamericanos y globales pueden reclamarlo como propio.

El propósito de este ensayo es recorrer ese Macondo siguiendo las huellas de sus mujeres, para reconocer en ellas a las herederas de una memoria ausente y resistente, y las portadoras de un futuro aún por imaginar.

Como le sucedió al escritor, yo también tuve que dejar mi tierra para reencontrarla. En los extrañamientos cotidianos de mi vida como migrante y en cada regreso al sitio de mis añoranzas, fui entendiendo cuán particular había sido la experiencia de crecer en el Caribe. La obra de García Márquez me acompañó en ese proceso, devolviéndome una y otra vez a los paisajes, las tensiones y los afectos de la cultura que me formó, y proporcionándome claves para descifrar su complejidad. Enseñándolo en los Estados Unidos, descubrí que ese mundo, que para mí había sido siempre tan inmediato, era también reconocible para lectores de diversas latitudes y que los orígenes de la «soledad» se tejían con hilos transversales a la experiencia humana.

Leer a García Márquez en colectivo me permitió reconocer, además, las contradicciones y silencios que habitan Macondo. Como él, crecí fascinada por los vaivenes del poder y su violencia, aunque pronto entendí que esa violencia adoptaba formas menos obvias, a veces incluso reproducidas por su obra. Mientras sus novelas denuncian la explotación económica, la corrupción o el autoritarismo, también muestran cómo las relaciones íntimas son utilizadas para perpetuar desigualdades de género y raza. De este modo, ponen en evidencia no solo los abusos del poder público enfrentados por las gentes de Macondo, sino las fuerzas más insidiosas que domestican sus cuerpos y conciencias.

Mi suspicacia hacia esas corrientes ocultas del poder venía también de mi experiencia creciendo como mujer en el Caribe. La obra de García Márquez es demasiado fiel a las estrategias con las que la sociedad donde me formé garantiza la complacencia de hombres y mujeres con prebendas que representa sin denunciarlas. A fuerza de encontrarme al amor continuamente enredado con el poder en la retórica de García Márquez, entendí que esa segunda gran obsesión del escritor es el reino donde se cimienta el privilegio más ubicuo de sus protagonistas: la expectativa de que su voluntad se imponga. La «soberbia», como diagnostica Úrsula en Cien años de soledad, es, junto a la «soledad», la marca distintiva de los Buendía y el motor interno de los conflictos bélicos, la corrupción y el despotismo que degeneran a sus protagonistas en obras como El otoño del patriarca o El general en su laberinto. El afán de dominio hace que estos hombres se conviertan, en el ámbito íntimo, en agresores de sus parejas y, en el público, en líderes o cómplices de la degradación de su entorno social.

Llegué al archivo de García Márquez en Austin con la intención de rastrear esa peligrosa relación entre amor y poder en su obra. La más decisiva de las sorpresas que me deparaba ese fascinante registro de su legado fue el encuentro con un manuscrito inédito de Crónica de una muerte anunciada, cuyas claves reencaminaron el rumbo de mi investigación. Siguiendo la pista de la historia de amor en esa Crónica, que tantos lectores latinoamericanos conocen desde la escuela, me encontré recorriendo de nuevo pueblos y ciudades del Caribe para reconstruir la vida de la mujer real cuya devolución en su noche de bodas desencadenó el asesinato de su primer novio y la más formidable confusión entre realidad y ficción de la que haya sido parte el escritor colombiano. Al conversar con testigos y descendientes de las víctimas del crimen que marcó la infancia de García Márquez, confirmé que la memoria de pueblos enteros podía ser transformada por la palabra de un narrador poderoso, y entendí que las violencias encubiertas por la retórica del amor no solo acecharon a la protagonista de aquella historia, sino que siguen amenazando a generaciones de mujeres en el Caribe, en Colombia y en el mundo. Ese recorrido por la ficción escrita y la memoria oral quedó registrado en mi libro Crónica de un amor terrible: la historia secreta de la novia devuelta en la «muerte anunciada» de García Márquez.

Transitar por el pasado atesorado por las amigas —entre ellas las hermanas García Márquez— de la verdadera novia devuelta, Margarita Chica Salas, me expuso ya no al Macondo de mi propia infancia sino al de mis abuelas y mi madre. Margarita aparecía en sus relatos como parte de un tejido más amplio de silencios, murmullos y resistencias femeninas. Con ese Macondo en mente, he vuelto a Cien años de soledad para esbozar algunas claves que desafíen la memoria construida en torno a este hito de la colombianidad. Me interesa destacar, por un lado, la «soledad» que aqueja a las mujeres Buendía y a las macondianas y, por otro, las redes familiares y sociales de mujeres cuyo heroísmo, aunque invisible, ha sostenido al Macondo textual —y al real— más allá de la destrucción de sus descendientes vaticinada por el nobel colombiano.

Mucho se ha escrito sobre las repeticiones que conducen al declive de Macondo: el aislamiento, la amenaza del incesto, la violencia, rasgos que hacen a la estirpe de los Buendía vulnerable a los abusos del poder de propios y extraños. Queda, en cambio, mucho por indagar sobre el lado femenino del linaje, cuya encarnación idealizada, Úrsula Iguarán, muere tras su propio siglo y medio de soledad, durante la infancia de Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula, la pareja destinada a consumar el incesto y concebir al niño con cola. Bajo el liderazgo de la matriarca oficial, las Buendía y las mujeres que orbitan alrededor de la estirpe (Pilar Ternera, Santa Sofía de la Piedad, Petra Cotes) constituyen el eje que le permite reproducirse y subsistir durante ese largo siglo simbólico, pese a la temeridad y el egocentrismo de sus hombres. Son ellas la columna material y espiritual de Macondo, sostenido tanto por sus habilidades más ordinarias como por las expresiones «sobrenaturales» de su fuerza, fecundidad y conocimiento.

A esta fuerza femenina se debe la percepción dominante entre lectores y críticos, que han atribuido un «poder» excepcional a los personajes femeninos de García Márquez, sin reconocer que sus facultades son, en últimas, explotadas para garantizar la continuidad del orden social. Retomando su contexto original, el inusual liderazgo tanto económico como doméstico de las madres de Macondo responde a un rasgo distintivo de las sociedades caribeñas, donde, debido a la esclavización y las migraciones constantes, muchas mujeres han trabajado dentro y fuera del hogar, actuando a menudo como cabezas de familia. Estas culturas matrifocales, frecuentemente confundidas con «matriarcados», enmascaran la primera gran paradoja del poder femenino en el Macondo caribeño: la autoridad de las «matriarcas» ha sido instrumental para la preservación de los privilegios masculinos, incluso en ausencia de los padres.

Una segunda paradoja en el incisivo cuadro del poder que ofrece la obra de García Márquez concierne a la abundancia de mujeres impetuosas y desafiantes, definidas, no obstante, por su función en la vida de los hombres, pues a sus voces narrativas les cuesta concederles ambiciones propias más allá de esas funciones. De hecho, sus negativas a ajustarse a los papeles asignados a su género las conducen invariablemente a la desgracia. Educadas para priorizar los deseos de los hombres y someterse a su voluntad, las mujeres aprenden a gestionar influencia a través de sus relaciones íntimas, a condición de subordinar sus aspiraciones y amor propio a las necesidades de sus seres amados. Así, la rendición de su autonomía es el precio ineludible por el limitado margen de acción que incluso las figuras femeninas más «poderosas» de García Márquez pueden ejercer.

Esto no significa que las mujeres de Macondo y sus alrededores sean innatamente sumisas ni conformes. Volviendo a Cien años de soledad, las sutiles insurrecciones de las Buendía revelan las fisuras inherentes a las jerarquías de género en las culturas caribeñas y latinoamericanas. Advertidas por la inutilidad de los sacrificios de Úrsula contra los ímpetus destructivos de su esposo y sus hijos, sus descendientes son reacias a repetir el destino de esa «matriarca». En los dilemas interiores y los infortunados desenlaces de Rebeca, Amaranta, Remedios (la bella), Meme y Amaranta Úrsula, el Caribe garciamarquiano expone las batallas que la expectativa de rendir sus deseos al servicio del dominio masculino supone para generaciones de mujeres. Sin embargo, las promesas del amor romántico y la amenaza de la violencia se conjugan para neutralizar a las impetuosas descendientes de Úrsula y Pilar. Cuando la seducción o la retórica del amor no logran asegurar su rendición voluntaria, la violencia reafirma la soberanía sexual, afectiva y social masculina. Un espectro de castigos para las que intentan salirse del riel —desde la violación y el oprobio hasta la muerte, pasando por el confinamiento y las «mágicas» desapariciones— contribuye a naturalizar la posición subordinada de las mujeres, cuyo rol fundamental, dentro y fuera del matrimonio, es proveer el trabajo sexual, afectivo y doméstico que cimienta el dominio de los hombres.

De manera que mientras los hombres Buendía mutilan sus afectos en su afán por controlar, la «soledad» de las macondianas se debe a la conjunción entre la violencia de género y una educación sentimental que las condena a «entregarse» sin reclamar autonomía, ambiciones propias o la reciprocidad de sus renuncias. Aunque la capacidad de las mujeres para proveer el cuidado que permite a los seres humanos hacerse sujetos es la fuerza que sostiene el universo de García Márquez, sus relaciones íntimas cumplen el paradójico papel de asegurar la supremacía masculina.

Dentro de esos límites, sus personajes femeninos despliegan facultades extraordinarias que desbordan, sin derrumbar, las expectativas de sus roles tradicionales. Ellas no son las protagonistas visibles de la odisea macondiana porque sus servicios a la familia y la comunidad se dan por sentados y no se consideran contribuciones equivalentes a las de los hombres. Aun así, es su poder —invisible y explotado— el que sigue haciendo posible el Caribe de García Márquez. Fuera de la novela, además, las macondianas han continuado desafiando su destino.

Si bien al narrador de Cien años de soledad le faltó visión o voluntad para liberar a sus personajes femeninos, las historias de las mujeres que lo inspiraron han desbordado las expectativas del autor. Esto atisbé también conversando con las mujeres de la familia García Márquez. En la solidez con la que la tía Margot apoyó económicamente a sus sobrinos o en la lucidez de la nonagenaria Aída, la hermana monja (y maestra) del escritor que, a diferencia de Meme en la novela, retornó de su confinamiento para resguardar la memoria familiar y la de la mujer que hizo de sí misma al servicio de sus estudiantes, fui encontrando caminos inexplorados de Macondo. Los y las descendientes de esas tías son profesionales amorosas y mucho más libres que las Buendía. Lo somos también las herederas de mi abuela materna, que aunque quedó viuda mucho más joven que Úrsula, educó a sus hijas para ser maestras vendiendo galletas de limón, bolas de cacao y chichas de maíz.

Pensando en las García Márquez y en las ancestras de mi Macondo personal, comprendí que la vida había sido más generosa que la ficción —o que la memoria histórica y literaria— al pronosticar los resultados de la tensión estructural de Cien años de soledad: la lucha entre la capacidad de amar y la obsesión con el poder. Aun si las mujeres de esa gran metáfora de Colombia y Latinoamérica fueron destinadas a someter su sexualidad y afectividad al dominio ajeno y a perder la batalla contra la seducción del poder que atrapó a sus hombres, en la realidad esas mujeres siguen estando allí, a pesar y más allá de sus sacrificios. Así lo constata la templanza inconcebible de las madres que reclaman justicia por los hijos que, como Úrsula, tantas han perdido en el conflicto armado en Colombia, maestras de amor filial y propio, coraje y matriotismo. No son ellas a quienes la historia honra, pero son ellas quienes han hecho posible la sobrevivencia del Macondo real.

Quisiera poder decir que el progreso reciente de sus herederas las ha liberado de las trampas afectivas enfrentadas por las Amarantas y Remedios de nuestro Macondo cotidiano, pero mientras escribo estas líneas, las estadísticas documentan más mujeres brutalizadas y asesinadas por aquellos a quienes ellas aman o por quienes incluso alegan amarlas. La batalla entre el amor por el poder y el poder del amor continúa siendo una tragedia ubicua que se traduce en las más de cuatro mil mujeres asesinadas anualmente por feminicidio en lo que va de la década en Latinoamérica, el territorio más letal para las mujeres.

Por eso, estoy convencida de que hay que conmemorar el legado de García Márquez leyéndolo en clave feminista. Volver a ese gran espejo de palabras para despedir sin aplausos al Coronel Aureliano Buendía, el antihéroe de la novela, y escuchar las advertencias implícitas en el desenlace de esa clase dirigente que se degenera por egoísmo, codicia y soberbia, llevando a su pueblo por el camino de la destrucción. Regresar para desmitificar el sacrificio de Úrsula y aceptar la inutilidad de una devoción que no es suficiente para salvar a su progenie de sus impulsos autodestructivos ni puede liberar a sus descendientes, porque la «matriarca» no puede cuestionar su propia opresión. Retornar para cuestionar el uso de cuerpos racializados como el de Pilar y Petra, cuyo trabajo sexual y económico garantiza la solvencia de sus «amantes». Y para llorar, también, por Amaranta Úrsula, la última de las Buendía y la única que parece liberarse eróticamente, solo para acabar violada y abandonada mientras se desangra por el sobrino cuyo amor no alcanza para protegerla, ni a su hijo, a quien deja a la voluntad de las hormigas para cumplir con la última misión de los hombres de la familia: descifrar los manuscritos que profetizan su destrucción.

En suma, nos hace falta hurgar en la memoria de las mujeres en y más allá de los archivos históricos y literarios, y rememorar a las macondianas, para reconocer los logros y los desafíos aún pendientes en el proceso de emancipar a sus descendientes más allá de la ficción. No en vano García Márquez acabó con los Buendía. No es la epopeya de la guerra, azuzada por el afán de dominio de quienes han tomado nuestras grandes decisiones, la que necesita una segunda oportunidad sobre la tierra. Pero aún nos queda por crear el mundo en el que no reine la soberbia de los coroneles, sino la capacidad de amor de las macondianas.

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