Antes incluso de convertirse en la carta de amor que el pedagogo e intelectual Agustín Nieto Caballero (1889-1975) —fundador del Gimnasio Moderno— le dedicó a su esposa Adelaida Cano, la casona emblemática hoy ubicada en el corazón de Chapinero ya llevaba el nombre de una mujer: Minerva. Como si el destino hubiese querido anticipar que en ese lugar se incubarían proyectos de educación y cultura, Minerva no era un simple lote: hacía parte de una extensa hacienda de los dominicos, dividida en siete terrenos, que se extendía entre la quebrada La Vieja y la antigua carretera central del norte.
En 1919, Nieto Caballero adquirió el segundo de esos predios, convencido de que allí, al pie de los «cerros caprichosos», levantaría el refugio de su familia y el germen de sus ideas pedagógicas. Lo documenta la biografía del arquitecto Pablo de la Cruz, realizada por el IDPC.
«A estas dos vidas unidas por el espíritu y por el sentimiento, para la dicha y para el dolor, solo les faltaba —en su anhelo de colmar su felicidad, construir, como dicen los románticos y como lo hacen las aves— su nido propio. El terreno para la soñada residencia fue escogido en pleno campo, al pie de los cerros caprichosos. He sentido una hondísima y muy íntima emoción al ver hoy cómo empieza a tomar forma real el futuro santuario de vuestros recuerdos».
Así lo escribió Agustín Nieto en su diario el 6 de noviembre de 1919. Fue allí donde trazó los primeros caminos de su proyecto más importante, el Gimnasio Moderno, y donde desarrolló las reformas educativas que lo consagraron como uno de los pedagogos más influyentes del país.
Villa Adelaida fue levantada por el mismo arquitecto que diseñaría el núcleo fundacional del Hospital San Juan de Dios, el Palacio de Justicia y la Estación del Ferrocarril del Sur. En ese entonces, aunque Pablo de la Cruz era un joven paisa recién llegado de la Universidad de Chile, la obra —que comenzó en enero de 1920 y terminó entre marzo y abril de 1921— fue motivo de elogios.
La casa tenía once habitaciones. Era una residencia campestre con huertas, establos, bibliotecas, salas de música y juegos, una sala de piano, un billar e incluso cuartos de cuarentena para proteger a los niños de las epidemias. Tras cruzar el jardín frontal, se ingresaba en diagonal, desde el sector suroccidental del predio: en contraluz por la mañana, el sol daba a la espalda e iluminaba los detalles del atardecer. En su diario, el 1 de diciembre de 1919, Nieto anotó: «La edificación de la casa avanza con rapidez. Los planos hechos por el doctor Pablo de la Cruz colman todos nuestros anhelos».
Adelaida Cano, esposa de Nieto, había nacido en Medellín el 25 de agosto de 1895. Era hija del periodista Fidel Cano Gutiérrez, fundador de El Espectador. En Villa Adelaida, supervisaba un pequeño quiosco de madera que servía como kínder del Gimnasio Moderno: un centro experimental y pionero de la educación nacional. «Ella era muy empoderada. Era el objeto de adoración de Agustín», señala Rodolfo Ulloa, arquitecto y restaurador principal del proyecto Villa Adelaida.
Pero la vida familiar de los Nieto Caballero en la Villa duró poco. A través de una carta que recibió en medio del Atlántico, Agustín se enteró que su templo adorado había sido vendido. «Leí unas cartas entre mi abuelo y Luis Eduardo, su hermano, y Luis le decía “lo perdimos todo”. Él contestó: “Tal vez sea lo mejor para educar a nuestros hijos”», cuenta Claudia Nieto, una de sus nietas. Golpeada por la crisis económica mundial en la década de los treinta, la familia perdió la casa.
«Dejaron el piano, una estatua de Venus de Milo y muchas cosas. Lo único que sacaron fue la ropa. El hermano se encargó de hacer la mudanza a un apartamento en Chapinero. Al principio vivían en una casa, después en una villa y luego se fueron a un apartamento en Chapinero. Fue un cambio del cielo a la tierra», explica Ulloa.
Otra desgracia también había llegado a través de las cartas. En uno de sus viajes se enteraron de la muerte de su hijo Alberto Nieto Cano. Claudia Nieto recuerda que esa pérdida marcó profundamente la vida de Adelaida: «Mi abuela fue un personaje muy especial. Inteligente, lectora. Pero a ella le cambió la vida porque se le murió un hijo, duró de luto hasta el final». Alberto falleció en 1936, a los dieciocho años, por una enfermedad. «Él iba a entrar a la Universidad del Rosario y le dio una cuestión en el oído, una fiebre muy fuerte. Esa es una latencia que aun puede estar presente en la casa», explica Ulloa.
«Mi abuelo nunca nos dijo nada, que qué tristeza, no. La pasión de su vida siempre fue el Gimnasio Moderno. Ellos no hablaban de eso. Ese capítulo lo dejaron quieto», recuerda Ana María Nieto, otra de sus nietas. «Tomaron una decisión: no se vuelve a hablar de la casa. Es una casa interesante. Asumir lo inevitable, lo irreparable: de eso no se habla. Es y ya. Obviamente, a Nieto pudo haberle llegado la parte inicial de los Camacho», explica Ulloa.
A pesar de que vivieron pocos años allí, se dice que la Villa es el espíritu de la familia Nieto Caballero. «La casa es la biografía arquitectónica de la familia. Uno puede sentir cómo la vivían, cómo la habitaban», explica el restaurador. Caminar por el vestíbulo y el antiguo salón de esparcimiento —donde alguna vez hubo billar, una sala de armas, una sala de piano y demás objetos de una época extinta– es como entrar a un portal del tiempo.
La casa fue vendida a la familia Camacho, la misma del Nemesio Camacho El Campín, que le imprimió un nuevo nombre: Villa Viola, en homenaje a la mujer que la habitó. La familia adquirió la propiedad en 1931 y la ocupó hasta 1960, año en que realizaron el traspaso. A partir de entonces, la casona pasó por manos de distintos propietarios, cada uno dejando su huella en esta emblemática vivienda bogotana.
La farándula y el entretenimiento
En los años setenta, la casona quedó en manos del español Manuel Abajó, quien la convirtió en un escenario de la vida nocturna bogotana. En 1973 abrió allí el Barón Club. Los vecinos rumoraban sobre masonería, incendios e incluso un supuesto prostíbulo. «Patrañas. Para los masones, el demonio es un ángel caído, no es el que nosotros conocemos. Lo que había eran fogatas durante las fiestas o por efectos del trago», aclara Ulloa. «Esta idea persiste entre algunos vecinos; desde sus orígenes la arquitectura muestra ciertos simbolismos masónicos: al frente hay dos columnas que puso Camacho, que era masón; la tercera columna es la casa. El tríptico, la triada, es un tema muy masónico. También las columnas de la puerta. La masonería no es tan evidente para quienes no saben leerla», concluye Rodolfo Ulloa.
En el Barón Club se mezclaban modelos, empresarios y políticos, y en el sótano la rumba estaba a cargo La Cueva, la discoteca de Jimmy Salcedo. En los ochenta, sumó otro ícono: el restaurante El Gran Vatel, punto de encuentro de la alta sociedad capitalina, que funcionó hasta los inicios de 1987 bajo la dirección del belga Marcel Goerres. «En ese momento ya se sentía una decadencia elegante. Era comida francesa accesible, para clase media y alta. Se celebraban matrimonios, bautizos, separaciones», recuerda Ulloa.
Una nota de El Tiempo de 1997 registra la muerte de Elisabeth Estella Held de Goerres, esposa de Marcel, oriunda de Alsacia y quien dirigió el restaurante en los últimos años. La pareja llegó a Colombia en 1948; inicialmente el restaurante estaba en la calle 18 con carrera Quinta, luego se trasladó a la calle 24 con carrera Quinta, a la residencia de Alfonso López Pumarejo. Tras la muerte de Marcel en 1970, Estella asumió el negocio junto al mesero Diógenes Barreiro y la empleada Cecilia Guzmán.
El Gran Vatel fue un lugar de encuentro para personalidades de la televisión y el entretenimiento colombiano. La actriz Consuelo Luzardo comenta: «Tengo recuerdo de El Gran Vatel cuando estaba en la casa de Alfonso López Pumarejo. Después se trasladó a Villa Adelaida. Fui un par de veces. Como buena bogotana del siglo pasado siempre he tenido mucho cariño y curiosidadsobre las grandes casonas bogotanas. Pero luego sentí que entraba en una etapa donde ya no era el gran restaurante que había conocido antes».
El actor Jairo Camargo también lo recuerda: «Yo tuve la fortuna de grabar en ese lugar cuando ahí funcionaba el restaurante El Gran Vatel. Fue un doble honor y un doble cumplimiento de sueños porque yo veía Villa Adelaida como un lugar misterioso, apartado de todos, con esas grandes paredes de afuera, que lo separaban medianamente de los transeúntes. Grabé partes de la telenovela Los impostores dirigida por Julio César Luna, con libreto de David Sánchez Juliao, para Caracol Televisión».
La historia personal de Ulloa, restaurador de la Villa, inició cuando era estudiante y visitaba estos lugares de farándula. «Abajo estaba el bar de Jimmy Salcedo, La Cueva. Era un lugar para la bohemia: creativos, publicistas, comunicadores, gente de la farándula. Era sensacional, como encontrarse en las cavernas una noche así».
Ulloa recuerda algo más sobre el destino del restaurante. «Cuando murió la mujer, El Gran Vatel quedó en manos de un personaje sobre el cual se han tejido muchas conjeturas», señala Rodolfo Ulloa. Se refiere al español Manuel Abajó. «Tú lo veías y era un tipo correcto, novio de una hija de Carlos Lleras. No era Al Capone, era alguien con pretensiones de ascender en la sociedad como un gran español». El esplendor de Villa Adelaida, sin embargo, se quebró con el destino de su dueño. En 1987, Abajó fue capturado en España con más de dos kilos de cocaína en un Peugeot, y un año después fue condenado por narcotráfico.
Durante los años en que la Villa fue propiedad de Abajó, sufrió diversos cambios: se añadieron elementos decorativos en bronce, se suprimió el garaje y se reemplazó la marquesina de la entrada principal y los vitrales originales. «Acá pasaron cosas fuertes. Todos los días había conciertos, tocaron Los Flippers y grupos famosos de los años ochenta», recuerda Rodolfo Ulloa.
Tras la condena de Abajó, la Villa, que ya venía siendo asociada a negocios oscuros y fiestas privadas que distaban de su carácter cultural y residencial, quedó asociada a la ruina y el olvido.
La recuperación
Entre 1992 y 2004, se presentaron varios anteproyectos para construir un hotel en Villa Adelaida. Ninguno tuvo éxito. En 2001 fue declarada Bien de Interés Cultural Distrital y, en 2004, Bien de Interés Cultural de carácter nacional, lo que dio inicio a la formulación de un Plan Especial de Protección.
Este fue frenado en 2006 debido a cuestionamientos públicos y al proceso judicial de extinción de dominio que afectó el inmueble. En 2007, la Unidad Nacional para la Extinción de Dominio embargó y secuestró varios inmuebles. La casa quedó bajo la administración de la Sociedad de Activos Especiales (SAE). Luego de largos años, inició un proceso de restauración.
Ulloa fue el elegido. Cuando llegó, los vitrales estaban destrozados y había escombros por todas partes. Hallaron hollín de un incendio provocado por habitantes de calle durante el abandono. «Hay gente que dice que se encienden luces acá, y sí pasa. Se mueven las cosas, se cierran las puertas… eso lo van a vivir los que están acá. Toda la vida he estado en edificaciones antiguas y en todas hay algo», comenta Ulloa.
Sin embargo, el equipo restaurador se enfrentó a curiosos y a quienes intentaban aprovecharse de la casa: «Las casas antiguas se llenan de muchos mitos, pero los que le hacen daño a la casa hay que cortarlos. Hubo gente que llegaba a la puerta cuando íbamos a hacer la restauración. Recuerdo una muchacha que tenía una revista para adultos, porque le parecía que la belleza semidesnuda y la ruina iban de la mano, la belleza y la fragilidad cerca de lo burdo. Llegaron en una camioneta que porque querían hacer un programa de TV, como si tuvieran autorización», recuerda Ulloa, hoy su máximo defensor. «Para mí es una de las obras más importantes que he hecho y con las que he tenido una relación más personal. Siempre trabajamos para que se convirtiera en un centro cultural», concluye.
Hoy este emblemático lugar de Bogotá se reconoce en las múltiples vidas y raíces que guarda bajo tierra. Así, Villa Adelaida vuelve a florecer a través de Kasa Raiz, un Centro Nacional de Diseño e Innovación Cultural, un espacio para la moda, la creatividad, la memoria y la innovación, un bien común para el disfrute de la ciudadanía.
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