ETAPA 3 | Televisión

El fantástico teatro de la televisión en México

Una semblanza personal escrita por la libretista, espectadora y protagonista de la historia de la televisión, tanto en México como en Colombia, sobre la evolución de los relatos que moldearon la educación sentimental de una generación desde los años cincuenta hasta el presente.
Amores y amantes. Una teoría sensiblera del color, 1999-2023. Serie de impresiones digitales intervenidas con pintura acrílica (12 en total, cada una de 41 x 51 cm) de María Isabel Rueda>/b>
Amores y amantes. Una teoría sensiblera del color, 1999-2023. Serie de impresiones digitales intervenidas con pintura acrílica (12 en total, cada una de 41 x 51 cm) de María Isabel Rueda

El fantástico teatro de la televisión en México

Una semblanza personal escrita por la libretista, espectadora y protagonista de la historia de la televisión, tanto en México como en Colombia, sobre la evolución de los relatos que moldearon la educación sentimental de una generación desde los años cincuenta hasta el presente.

Es domingo y la hora del crepúsculo. Y yo siento emoción y tristeza. El domingo se acaba, y mañana a la escuela y, al mismo tiempo, la hora del programa estrella de televisión se acerca.

El programa se llama Teatro fantástico, qué mejor título para la aventura que empezaba ya por entonces. La conmoción viene de un personaje de nombre provocador, Cachirulo, un muchacho lleno de vitalidad y con peluca roja, gran corbatón de moño rojo y camisa de rayas rojas, ¿qué más puedo pedir a los seis años? Y es que todo parecía hermoso, no solo su cabello: los cuentos blancos y fábulas morales, las obritas de teatro —con personajes como las tías Altamira y Altagracia, o la Bruja Escaldufa y Fanfarrón—, y las escenografías de cartón, pintadas.

El mejor momento era cuando el héroe cruzaba el bosque en busca de la chica pura y etérea, y daba numerosas vueltas alrededor del mismo y único árbol de cartón y papel del estudio, haciéndonos creer, por obra y gracia de dos ángulos de cámara, que había recorrido kilómetros, leguas enteras, que había cruzado cielo, mar y tierra para llegar a ella.

El Teatro fantástico, que inició sus transmisiones en 1955 en la televisión mexicana, duró quince años como el predilecto de «los niños, los papás de los niños y los papás de los papás de los niños», como el mismo Cachirulo espetaba al final del programa, entre palabras atropelladas, ininteligibles y anuncios del Chocolatote Express, que nos exhortaba a beber en casa y a llevarlo, en barra, a la escuela, al paseo, a misa o a donde fuera, el tema era que lo comiéramos a toda hora.

Para entonces ya estaba yo enamorada de la televisión, aunque desde su arranque fuera aquella desalentadora combinación de magia y comercio. Pero no importaba que hubiera que comprar el chocolatote si, a cambio, podía yo viajar con Cachirulo y seguirlo en sus historias. El crush se había dado, irremediable, con lo que pronto llamarían «la caja idiota», ahora «la caja de sastre», porque va a la medida con la programación que yo misma escojo a la hora que quiero y en la dosis que mi compulsión aguante: maratón de Netflix, Amazon Prime, Apple, Blim, Mubi, Max, Universal megasuperextraplús, quien tú quieras.

El mueble de baquelita

Lo trajeron dos señores y lo acomodaron en la esquina de la recámara, junto al buró de la cama de aquel departamento en el mero centro de la ciudad: era de baquelita negra, grande y muy suave al tacto. No imaginé entonces lo que ese mueble iba a significar para mí. Tenía una pantalla verde olivo, dos botones grandes de encendido y cambio de canales, a uno y otro lado, y cuatro botones pequeños justo debajo de la pantalla para los ajustes finos. Papá se acercó, dio vuelta al botón de la derecha y empezó la historia.

La pantalla se fue iluminando poco a poco, la cruzaban unas rayas transversales, y después de una lluvia de puntos y ruidos apareció la imagen: héroes, hadas, ogros, niños que cantan y bailan en concursos y ganan premios, adultos que entonan melodías de amor para chicas inmóviles que ahí, quietecitas, sin mover una ceja, se dejaban ver y admirar, porque supuestamente para eso eran las mujeres, solo para verlas sin que hablaran, ¿qué necesidad?; también abundaban en la televisión transmisiones de deportes o coreografías desplegadas en estudios reducidos (no importa que nos tropecemos), y especialmente anuncios. Un regalo, pues, y solo quedaba sentarse, y mirar, y mirar.

La televisión comercial despega

Aquellos programas los transmitía Telesistema Mexicano (después Televicentro y hoy Televisa), compañía que agrupó en 1955 a tres empresarios: O’Farril, Azcárraga y Camarena.

Rómulo O’Farril era dueño del Canal 4 de México (XHTV-Televisión), que transmitía la señal comercial desde agosto de 1950; Emilio Azcárraga Vidaurreta (fundador de la estación de radio XEW) había iniciado transmisiones en marzo de 1951 con el Canal 2 de Televimex. Y el Canal 5 de Guillermo González Camarena empezó sus emisiones en mayo de 1952.

Camarena era un ingeniero mecánico electricista del Politécnico Nacional, que construyó su primera cámara de televisión en 1934, transmitió en blanco y negro entrevistas durante todos los sábados de 1946 a 1948, a través de su estación experimental de televisión, XE1GC, y desarrolló el primer sistema de transmisión a color para la televisión, patentado en 1940, en México y Estados Unidos, al tiempo que el escocés John Logie Baird lanzaba el suyo. Después surgirían y se usarían sistemas más elaborados.

La televisión comercial que se consolidó con aquellas tres empresas en 1955 como Telesistema Mexicano, bajo la dirección de Azcárraga, contaba con veintiún estudios, tres con público para seiscientas personas y dieciocho más pequeños, en avenida Chapultepec, y con equipo General Electric y RCA. La dicha derivada de aquella unión, para mí, era poder mirar todo tipo de programas.

Entre ellos había uno muy especial que pasaba a medianoche, el último del día, El programa de un solo hombre, que duró diecisiete años al aire, en el que Humberto G. Tamayo, con sombrero y solito frente a cámara, soltaba frases ingeniosas o «tamayogramas» sin parar: «Dice la Biblia, con palabras de oro, busca un amigo y encontrarás un tesoro; más yo receloso digo: busca el tesoro, ya vendrá el amigo».

Tamayo, que había trabajado para la radio, era publicista y, ahora, pionero de la tele, anunciaba: «¡Bárbara, bárbara!, bárbara es la leche de la Hacienda Santa Bárbara, leche que hace tres horas… era pasto». Y despedía su programa con una retadora frase: «Ahí les dejo mi reputación para que la hagan pedazos». Para mí era un enigma ese señor que hablaba como tarabilla y brincaba de uno a otro tema sin pudor alguno, al que hoy recuerdo como una experiencia única, antecedente de los «standuperos» por TV.

La primera tribuna

El mueble de baquelita modelo Admiral 1950 llegó a nuestro departamentito en el centro de la Ciudad de México hasta 1957 y nos hizo felices durante meses.

Pero un día la tele no encendió, solo emitía un sonido, como un chiflido persistente, y por más golpecitos que le dábamos —lo que era común cuando presentaba rayas, convencidos nosotros de que, a fuerza de porrazos, entendía— no prendió. El técnico quitó con cuidado los tornillos de la tapa trasera del mueble de baquelita y la ingeniería quedó a la vista: varias hileras de bulbos de cristal de distintos tamaños y formas, y cables enredados por doquier. También me fascinaron. El técnico cambió varios bulbos, pero no sirvió de nada y tuvo que llevarse el alma de la tele y dejar solamente el caparazón. Cuando el técnico salió solo quedó ahí el mueble vacío. La aventura se había acabado, reconocí con cierto terror, presagiando a la adicta a las series que sería en el futuro lejano.

Entonces pensé que eso no era totalmente cierto. La aventura podía continuar si yo la seguía, así que abrí de nuevo la parte trasera de la tele, me metí en el mueble de baquelita, me asomé y me dirigí al mundo desde el otro lado de la pantalla. Heme aquí haciendo uso de mi primera tribuna, transmitiendo para nadie o para mis papás y, en el mejor de los casos, para mi tía y la empleada doméstica, para que la televisión no parara. El show continuaba, el Teatro fantástico no se detenía y debo reconocer que la sensación me encantó. Ni idea de que muchos años después me iba a dedicar a escribir para distintos canales de la pantalla chica, entre ellos el Canal Once, XEIPN, del Politécnico Nacional, que dio inició a la televisión educativa y cultural en México, en 1959.

Mi papá, compositor y escritor, hacía por entonces los guiones de sus programas de televisión de los años sesenta para Televicentro, en los que hablaba de historia de la música, compositores y canciones, que interpretaba al piano. Ya había dejado de dirigir su orquesta, pero siempre siguió con la radio, la tele, investigando y escribiendo.

Aparte del programa de papá, había también noticieros, programas de alfabetización, de opinión, con intérpretes musicales, concursos, consejos médicos, de cocina, telenovelas, películas nacionales y extranjeras, y hasta la Discotheque Orfeón a Go-gó, con grupos de rock mexicanos, como Los Hermanos Carreón y los Rocking Devils, en la que unas chicas lindas bailaban tras las rejas de unas gigantescas jaulas, alegorías más, alegorías menos, aunque usted no lo crea.

Pero el mundo podía cambiar, pensé en 1967 cuando vi, junto con cerca de cuatrocientos millones de personas de más de treinta países, a los Beatles cantando All You Need Is Love. Ahí estaba, arrobada por los melenudos de Liverpool, a mis dieciséis años, con la primera transmisión de televisión vía satélite en vivo: el programa Our World, en el que participaron catorce países, México entre ellos, y sus artistas. La experiencia de la televisión se volvía global, como presagiara McLuhan. Y entonces vino el color, como en el sueño de Camarena, que dio vida a las transmisiones de los Juegos Olímpicos de México, en 1968, gracias a un satélite de la NASA.

Poco más tarde, por el año 1973, apareció un programa cómico excepcional de la televisión mexicana, El Chavo del 8, un chico huérfano que por distraído o por travieso perjudicaba a los habitantes de la vecindad en la que vivía. «Sin querer queriendo», El Chavo se convirtió en todo un fenómeno de popularidad y se transmitió en España, Latinoamérica y Estados Unidos, y al parecer llegó a tener en 1975 más de trescientos cincuenta millones de televidentes a la semana. Cuando yo viajaba y la gente sabía que era mexicana, me decían frases de El Chavo que ni conocía, convencidos de que yo las usaba diariamente.

El Chavo se transmitió durante poco menos de veinte años, hasta 1992, pero se siguió retransmitiendo en distintos lugares del mundo e incluso se han producido una serie de animación y un videojuego inspirados en el personaje creado por Roberto Gómez Bolaños. El Chavo es uno de los productos más exitosos de Televisa y uno de los programas de entretenimiento más famosos de la televisión en español.

Mientras El Chapulín Colorado proclamaba «síganme los buenos», en nuestra televisión se desplegaba otro género más que representó fama y fortuna para muchos y lágrimas y risas para otros: la telenovela.

La telenovela

La primera telenovela que vi fue Gutierritos, una historia de Estela Calderón, que no trataba sobre la vida de una mujer sino acerca de las penurias de un hombre humillado por su esposa y del que todos se burlaban. El personaje, Ángel Gutiérrez, fue interpretado por Rafael Banquells y la telenovela, producida en 1958 por Valentín Pimstein, era la segunda que se hacía en México (la primera fue Senda prohibida, de Fernanda Villeli, producida ese mismo año por Jesús Gómez Obregón).

Todo México se angustiaba por Gutierritos y quería saber de qué nueva trastada era objeto, quizá por eso la venta de televisores aumentó considerablemente en el país y muchos mexicanos empezaron a ser tildados de «Gutierritos» por sus compañeros de trabajo.

Ya por los años sesenta, mi media hermana Marissa, que se había criado en una talentosa familia de teatro de revista, escribía telenovelas. Su primera radionovela fue El pan de los pobres, a la que siguieron muchas otras. Más adelante, ya en televisión, elaboró ciento veinte libretos que representaron tres años de transmisiones del Teatro Familiar de la Azteca, con Lorenzo de Rodas y Carmen Molina.

Y en 1959, dos años después de que el mueble de baquelita llegó a mi casa, Marissa se lanzó a teclear en su máquina Remington su primera telenovela, El conflicto, seguida por La leona, que escribió para el productor Ernesto Alonso, «el Señor Telenovela», protagonizada por Amparo Rivelles.

Marissa escribió cuarenta y cuatro telenovelas originales y quince en colaboración con otras escritoras y escritores, entre ellas Paloma, Encadenados y Pasión y poder, que se transmitió en 1988.

Para entonces yo había terminado la carrera de Comunicación y la de Guion Cinematográfico, y mi amor por la televisión había disminuido considerablemente. Ahora me apasionaban el cine y el teatro. Y las telenovelas no me gustaban, pero decidí ver Pasión y poder. ¿Cómo no, si la escribía mi hermana querida?

Me atrapó de inmediato. Una noche vi un capítulo en casa de Marissa y cada vez que hablaba el actor Enrique Rocha, el gran antagonista, un celoso obsesivo y delirante, yo me reía: Marissa había logrado captar los rasgos más característicos de su patología. Mi hermana, sorprendida, me preguntó: «¿De qué te ríes? ¡Es un canalla!». «Es perfecto», le contesté.

Mi hermana, aparte de amorosa, era lo que se dice un hacha. Lo mismo se podía decir de otras y otros escritores mexicanos y extranjeros que se anotaron grandes éxitos e hicieron crecer las telenovelas mexicanas, que viajaron por todo el mundo, como Caridad Bravo Adams, Fernanda Villeli, Cuauhtémoc Blanco, Carlos Romero, Carlos Olmos, Gabriela Ortigoza, Verónica Suárez, Carlos Téllez, Eric Vonn, Yolanda Vargas Dulché y María Zarattini. Algo similar pasaba paralelamente en otros países de Latinoamérica, donde el género encontró grandes expresiones, como Venezuela, Argentina, Colombia, Cuba y Brasil.

Poco después del éxito de Pasión y poder, Marissa me propuso que escribiera una telenovela. Y aunque yo no quería, Marissa insistió y me llevó a Televisa.

Televisa

¡Tremendos estudios aquellos! Cuando los vi me di cuenta de por qué mi hermana quería que yo entrara a esa gran industria. La televisora de avenida Chapultepec, a la que íbamos con mi mamá a recoger a mi papá, en los años sesenta, y por cuya puerta salía don Emilio saludando a los empleados, se había convertido en una gigantesca productora con espectaculares instalaciones en San Ángel, dirigida ahora por el hijo, Emilio Azcárraga Milmo, «el Tigre».

Empujada literalmente por mi hermana recibí un encargo: adaptar la obra para radio, de la cubana Olga Ruilópez, Yo compro a esa mujer, para lo que había que leer en una semana todo lo escrito por ella y presentar la propuesta de adaptación a la televisión y a nuestro país. Debo confesar que el título me puso mal. Era algo totalmente machista para una joven, supuestamente feminista, que había estudiado la especialidad en guion cinematográfico y odiaba los estereotipos. «¿No habrá otra historia que adaptar?», pregunté. Marissa me dijo: «Yo te ayudo a leer los capítulos».

El caso es que la adapté a la época en que se estaba gestando la Revolución mexicana, pensé que la protagonista podía ser una joven amante de la fotografía e inventé un personaje que se volvía su amiga inseparable, una gitana polizona que se colaba a la primera clase de un barco durante una fiesta de disfraces. Les gustó mucho. Escribí la telenovela y cuando faltaban diez capítulos para terminarla me mandaron a entrevistarme con Ernesto Alonso, pues quería producirla.

Yo lo admiraba, no por sus telenovelas (que no había visto), sino por la película Ensayo de un crimen, de Luis Buñuel, en la que actúa como Archibaldo, un hombre de mente perturbada por fantasías criminales y deseos fetichistas, pero nunca pude decírselo.

Alonso, que era un personaje idolatrado, me preguntó por qué mi historia sucedía en Tampico, «que era tan feo», y dijo que era mejor que pasara en Campeche. Yo me desencajé. Por desgracia no conocía Campeche y había hecho una investigación muy documentada de lugares en Tampico en esa época y se lo dije, inquieta. Luego me preguntó por qué había agregado a una gitana y cómo creía que ella se iba a meter en una fiesta en primera clase en un barco sin que la descubrieran. Contesté que porque era una fiesta de disfraces y que, además, la gitana a partir de entonces se volvería gran amiga de la protagonista, con sus propias luchas y un toque de humor.

Nunca lo volví a ver. Creo que a él no se le respondía más que con un «sí, señor».

Terminé la novela, Alonso se la pasó completita a otra escritora, a quien le dieron el crédito, se produjo y fue un éxito: sucedía en Campeche, en los albores de la Revolución mexicana, y había una gitana que se colaba a primera clase en una fiesta de disfraces y se convertía en gran amiga de la protagonista. Los diálogos se conservaron en su mayor parte, en lo poco que vi. Así es también la tele.

Escribí después algunas telenovelas más para distintas productoras (Televisa incluida), no tan frecuentemente como mi hermana hubiera querido, y las «campechaneé» con la televisión cultural, algo de cine, algo de teatro, algo de radio, hasta que mi amiga Socorro González me invitó a trabajar en Colombia.

 

Mucho de lo que nos ofrece, aunque sea digital, es material desechable. De todos modos, si uno busca con lupa, puede encontrar los mejores contenidos, las mejores historias y las mujeres más reales de este siglo. La televisión, antes íntima y familiar, ahora es global, a la carta y abierta, como la pantalla plana en la que se puede ver. No más muebles de baquelita.

Marissa Garrido Arozamena: La señora telenovela, archivo de Consuelo Garrido

Otra en mí

A Socorro la conocí en el buró «Borrón y cuento nuevo» de García Márquez. Era un taller de guionistas que habíamos egresado del curso «Cómo se cuenta un cuento» que daba el Gabo en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños en Cuba. Socorro encontró la oportunidad de escribir un dramatizado para Tevecine, que iba a dirigir Jorge Alí Triana, y nos ofreció a Olga Cáceres y a mí escribirlo con ella. Lo llamamos Otra en mí, una historia semanal de dos gemelas, una de las cuales tenía poderes telequinéticos y ansias de control.

Y así llegué a la bella ciudad color terracota de Bogotá. Fue una sorpresa ver que las telenovelas mexicanas se transmitían solo por la mañana en Colombia y conocer las producciones del país. En especial porque estaban al aire dos de ellas, extraordinarias: Café con aroma de mujer, con la única Gaviota del mundo para mí, Margarita Rosa de Francisco, y En cuerpo ajeno, con Amparo Grisales. Cuánta imaginación, naturalidad, libertad y apertura de criterio encontré en una y en otra. Y mujeres libres, no inmóviles ni en jaulas.

Vino entonces una etapa de escribir para televisión fuera de México, como hizo mi hermana Marissa, primero para TV Cine, después para RTI y luego para Telemundo, entre escritores, actores, directores y productores de todos lados, escribiendo obras de diferentes procedencias. La televisión seguía expandiéndose.

Me enamoré de nuevo de ella e hice algunos buenos amigos entre la gente con la que he escrito series y telenovelas. Las telenovelas son todo un oficio laborioso, difícil y fascinante, un tour de force no tan bien valorado como pagado. Algunas de las claves de ese increíble género me las compartió mi hermana, a quien puedo ver ahora mismo sonreír divertida, dondequiera  que esté. Y las productoras extranjeras de series, que proliferan día con día, siguen empleado varias de esas técnicas con mucho éxito.

Las películas, las series y los programas los veo hoy en México por canales abiertos, cable, plataformas, internet o hasta en el teléfono celular, lo mismo que todo el mundo, pero mucho de lo que se nos ofrece, aunque sea digital, es material desechable. De todos modos, si uno busca con lupa, puede encontrar los mejores contenidos, las mejores historias y las mujeres más reales de este siglo.

La televisión, antes íntima y familiar, ahora es global, a la carta y abierta, como la pantalla plana en la que se puede ver. No más muebles de baquelita. Y, sin embargo, creo que para mí conserva su cualidad íntima, por la que siempre puedo volver sobre mis pasos a la sensación primera: ¿no fue esto lo que pasó durante la pandemia?

Encerrada en mi casa y después en mi cuarto, como todos, leí y escribí, pero también me quedé frente a la televisión y la encendí y vi maratones, uno tras otro, hechizada por las historias que me contaban, como hechizada estuve en 1957 con el mueble de baquelita que me permitía acercarme a esas sombras, idénticas a mí, que hacían cosas a las que yo no me atrevía, en un tiempo que no era el mío y que iban de una peripecia a otra por caminos que no conocía y que, tal vez, nunca tomaría.

Hablo siempre de la ficción sin darle su lugar al inmenso documental, vivo y poderoso. Pido perdón por eso. Y es que el Teatro fantástico (Theatron Phantastikos, lugar donde se mira lo que solo existe en el ensueño), esa oportunidad de salir de la realidad, de explorar en la magia de lo imaginario, dejó su huella.

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