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Gabo entrevista a Álvaro Mutis: «¿Qué es entonces la poesía?»

Esa fue la pregunta de García Márquez en 1954, por ese entonces colaborador de El Espectador, al poeta colombiano, con quien entabló una especial amistad. En esa oportunidad reflexionaron del vacío de valores culturales auténticos de Colombia. Texto recuperado del segundo número de la revista GACETA de 1976.
Gabo y Álvaro Mutis.
En marzo de 1954, García Márquez con el seudónimo de Septimus colaboraba en El Espectador. Allí apareció el reportaje con Álvaro Mutis, que ahora reproducimos.

Gabo entrevista a Álvaro Mutis: «¿Qué es entonces la poesía?»

Esa fue la pregunta de García Márquez en 1954, por ese entonces colaborador de El Espectador, al poeta colombiano, con quien entabló una especial amistad. En esa oportunidad reflexionaron del vacío de valores culturales auténticos de Colombia. Texto recuperado del segundo número de la revista GACETA de 1976.

Esta semana empieza a circular un libro que no está escrito ni en prosa ni en verso, que no se parece, por su originalidad, a ninguno de los libros en prosa, en verso escritos por colombianos. Está lleno de una poesía cruda, en ocasiones desolada, y tiene un título aterrador: Los elementos del desastre. Su autor, Álvaro Mutis, actual jefe de relaciones públicas de la Esso Colombiana, no está clasificado en ningún grupo o tendencia literaria y no, seguramente, porque no lo haya querido, sino porque ha estado siempre ocupado en cosas demasiado serias: en el departamento de relaciones públicas de Lansa, en la gerencia de una emisora y en un ciento de cosas más, igualmente prácticas, de manera que la mayoría de sus amigos a quienes Álvaro Mutis les parece un hombre fabulosamente simpático, no pueden explicarse a qué horas escribe sus libros. 

Pero tal vez la principal razón por la cual Álvaro Mutis no es un escritor clasificable, es por la diferencia de sus puntos de vista con los puntos de vista de los demás. Sobre los colombianos de su misma edad, por ejemplo, Mutis opina que culturalmente andan equivocados de rumbo. Los colombianos de la misma edad —entre los 25 y los 30— de Mutis, están en desacuerdo. Dicen: 

—Estamos haciendo algo.  

Y Mutis, a quien le gusta llamar las cosas por su nombre, dice: 

—Falso. Si estuviéramos haciendo lo que históricamente nos corresponde, ya estaríamos investigando con seriedad si Bolívar era realmente buen general, si Santander era en verdad «El hombre de las leyes» y si es cierto que Caro sabía castellano. Todos esos conceptos pueden ser acertados, pero puede también que alguno de ellos sea falso, y nosotros en lugar de revisarlos nos los hemos tragado crudos. 

—Pero nosotros también podemos equivocarnos en la revisión. 

—No importa. Lo que interesa no es establecer nuevos conceptos definitivos, sino que tengamos una posición definida. Y esa posición debe ser la de revisar seriamente los mitos nacionales. 

—Los críticos no se atreven. 

—Es una tontería de los críticos —dice Mutis—. ¿Qué les puede pasar? Los mitos muertos no hacen daño y los vivos están ya muy viejos y muy domesticados para que los críticos les tengan miedo. Valencia, por ejemplo… 

Cuando Mutis habla de Valencia es precisamente cuando la controversia empieza. Se le replica que los escritores jóvenes, desde cuando Eduardo Carranza escribió su famosa Bardolatria, han adoptado la fácil posición de atropellar el mito valencista para promover polémicas y capitalizar la atención. Mutis explica su posición: 

—No es que quiera volver a hacer la cabeza de turco que fue Valencia para los poetas de Piedra y Cielo. Claro que estoy de acuerdo con lo dicho en Bardolatria y voy más allá: toda, absolutamente toda la obra del maestro Valencia tiene valores poéticos muy limitados. 

—Pero era el hombre más culto que ha tenido el país —se replica. 

—Cualquier undergraduate de Oxford, cualquier muchacho en el último año del Liceo Louis-Le-Grand, de París; cualquier estudiante salmantino de los primeros años, posee abundantemente los conocimientos que poseía Valencia: principios de griego y latín y una facilidad normal para traducir de esos idiomas: dominio de por lo menos dos lenguas vivas y sólidos conocimientos de historia y filosofía. Valencia ni siquiera alcanzaba a cumplir totalmente esas necesidades. Una mente lógica puede pensar que con esos conocimientos estaba en condiciones de epatar a sus asoleados electores de Popayán, pero lo alarmante es que el asombro se salió del marco provinciano, se generalizó en el país, y convirtió a Valencia en la primera figura humanística de Colombia en los últimos 50 años. Eso es haber perdido el sentido de las proporciones. 

—Pero, aunque eso sea cierto, no ocasiona ningún perjuicio a los verdaderos poetas. 

—Sí lo ocasiona, y muy grande, porque el punto de referencia —Valencia— es falso. No hay que preocuparse, desde luego, de que la persona de Valencia no corresponda a la amplia estatua que el país le ha vaciado encima. El tiempo tiene suficiente tiempo para limar esos errores de perspectiva. Lo grave para nuestra generación es la tremenda perversión de valores que ha originado el endiosamiento valencista. A causa de él, se ha quedado sin puesto en nuestra literatura Porfirio Barba Jacob, éste sí verdadero poeta, poeta porque sí. Cuando nuestra generación y la anterior han tratado de colocar a Porfirio Barba Jacob (véase prólogo de Daniel Arango en Obras de Barba, ediciones de Cultura Popular) en el lugar que le corresponde en el panorama de nuestras letras, se encuentran todos los nichos ocupados por convidados de piedra. 

—Pero no se puede negar que los discursos de Valencia eran buenos. 

—Sí, muy buenos. Pero por un discurso como cualquiera de los de Valencia, a un undergraduate del Magdalen College lo pondrían en la calle, por cursi y de mal gusto. 

Otro punto de vista de Mutis: «Con motivo de la última guerra y sus vergonzosos antecedentes, ha surgido en el mundo la preocupación de crearles a los poetas, novelistas y pintores el compromiso de darles a sus obras una función social. Esta exigencia llegó a límites histéricos entre los comunistas, que naturalmente están obligados a exigir a la obra de sus copartidarios esa función social». 

«Como todas las benditas modas, ésta también llegó, no sin el habitual retraso, a nuestro país. Entonces se acosó a los jóvenes colombianos con las mismas exigencias que se hicieron a escritores y poetas de España en 1936 y a franceses, alemanes e ingleses, en 1940». 

—¿Qué debe ser entonces la poesía? —se le pregunta. 

—Yo creo que esta regla sirve tanto para la poesía como para las otras artes: la única función que debe tener una obra de arte es crear valores estéticos permanentes. Y quiero aclarar esto: si de casualidad o de carambola estos valores estéticos coinciden con una visión determinada de la situación del mundo o del país, eso no significa que la coincidencia implique un mensaje ni que las masas deben exigírsela al intelectual, para la solución de los problemas de las masas. El canto de amor a Stalingrado no vale por su agresiva beligerancia política, sino porque creó valores estéticos permanentes. 

—Tampoco se perjudican los verdaderos poetas porque se les exija un mensaje. 

—Pero se perjudica la literatura, porque de esa exigencia se aprovechan todas las sabandijas literarias —los retóricos— que embadurnan su hojarasca con un tinte político para que suban sus acciones en el partido, y nada más. 

Es difícil ponerse de acuerdo con Álvaro Mutis en relación con los problemas de la cultura en Colombia. Sus opiniones, formadas en el estudio de los otros países de América, especialmente de México, país que Mutis visitó recientemente, tienen muy pocos partidarios. Cuando regresó de México, por ejemplo, Mutis vino diciendo: «A diferencia de lo que ocurre en Colombia, en donde cada generación recibe los mitos enteros y se los traga sin masticarlos, en México se está constantemente examinando, revalorando el tejido vivo de la cultura nacional, para evitar el contrabandeo de falsos valores o que el país empiece a vivir del mustio, tieso y adornado pergamino de la retórica». 

—Pero eso es en México. 

—Y también en el Brasil, donde hay 10 grandes revistas de avanzada nada más que en Río de Janeiro. En Colombia la universidad es un edificio donde se les dictan clases a los estudiantes; en los otros países la universidad es un organismo vivo, un centro en permanente actividad en torno al cual se agita, se debate, se revisa y se engrandece el ambiente cultural de toda la nación. 

En cada país de Latinoamérica se está llevando a cabo una ardua labor de formación de auténticos valores culturales. En poesía, pintura, música, los signos definitorios del continente se están haciendo presentes en cada país, con los matices particulares que necesariamente impone a las artes el carácter nacional de cada uno de aquellos países. 

—¿En Colombia no se ha hecho nunca nada en ese sentido? 

—Debemos reconocer que la última generación que se preocupó por colocar a Colombia en una situación culturalmente ventajosa frente a las demás naciones de América —en este especial sentido de autodefinición de lo americano y lo nuestro— fue la generación del Centenario. Ahí se detiene nuestro progreso en la tarea de hacernos cada vez más nosotros mismos. Las generaciones siguientes nos hemos dedicado a exaltar ciegamente valores que no lo son porque no nos definen ni como colombianos ni como americanos. 

Muy excepcionalmente habla Álvaro Mutis en este tono. Su conversación habitual es alegre, despreocupada, muy propia de su buena salud. Habla de cine, de la gente, y se divierte de manera extraordinaria recordando chistes tontos y declamando con intención versos cursis. Pero cuando se le concreta, manifiesta muy seriamente una entrañable preocupación por la suerte del país, cuyos problemas culturales ha estudiado siempre con independencia y lucidez. Su punto de vista en ese sentido: «Colombia tiene las más vastas posibilidades para ser ejemplo vivo y resumen exacto de lo americano. Vastas costas, cordilleras, llanos, selvas, todo eso sirviendo de marco a cien años de apasionadas guerras civiles, de sangrienta búsqueda de una nacionalidad, de un perfil, de una voz de América. En los primeros años de este siglo se detuvo extrañamente la tarea de perpetuar la memoria de esa esencia especial nuestra y comienza nuestro cacareo en todas las lenguas y todas las modas de Europa. Ese proceso ha culminado con la lánguida sucesión de aún no definidas generaciones que ya no somos tales, sino grandes grupos de bobitos, que oímos nuestras propias voces y las ajenas en una torpe algarabía que nos impide oír los llamados de nuestra América».

*En este enlace puedes leer la edición completa del número 2 de GACETA de 1976. 

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