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Mora Castilla es quizá el único gran mecateadero tradicional que sobrevive en Popayán. El único sitio, quiero decir, donde todavía se hacen bien los entremeses, bocaditos y platillos de la gastronomía clásica patoja: desde las empanadas y los tamales de pipián hasta el salpicón de Baudilia, pasando por los helados de paila, los desamargados, la carantanta o el champús.
Allí estaba yo hace unos meses cuando fui testigo de una escena que me sirve como punto de arranque para estos apuntes: una guía le explicaba a un grupo de turistas españoles el origen del pipián y decía que se trataba de una receta «ancestral», totalmente autóctona. La impresión de exotismo, esa inmersión en las tinieblas milenarias que la señora de la agencia turística quería provocar con su relato, quedó corroborada cuando los viajeros españoles procedieron a examinar y oler las hojas de bijao en que se envuelven los tamales. Algunos no pudieron evitar una mueca de ligero desprecio. «Comida de indios», se les podía leer en el entrecejo. Y entonces me puse a hacer el repaso mental de los ingredientes básicos del pipián: papas criollas, achiote, maní tostado, cebolla, tomate, comino, clavo y canela. Tradicionalmente, estos pequeños tamales vienen con un trozo de tocino y una rebanadita de huevo cocido, pero por desgracia, siguiendo la insufrible moda del veganismo, muchos sitios han prescindido de estas proteínas de origen animal que aportan diferencias de textura, aroma y sustancia. Hace milenios, cuando los indígenas inventaron los tamales, aquí en América no existían ni los cerdos, ni los huevos de gallina, ni mucho menos el comino, la canela y el clavo, ingredientes todos traídos por los españoles. Es más, basta comparar nuestro pipián caucano con los otros pipianes o pepianes que se hacen en México o Centroamérica para darse cuenta de que la historia es mucho más interesante que la famosa «ancestralidad» de la que hablaba la guía de turismo. En todos estos platos la base que mezcla especias y frutos secos (un clásico de las cocinas de influencia árabe y judía de la península ibérica) se combina felizmente con ingredientes y técnicas amerindias. La influencia sefardí o mozárabe en la gastronomía de América Latina está ampliamente documentada, pero es muy habitual que los relatos turísticos ignoren o, en el peor de los casos, traten de disimular estas historias difíciles o turbulentas para promover el cuento reaccionario de lo autóctono, que gusta por igual a los promotores del multiculturalismo y a los nacionalistas recalcitrantes.
¿No es cuanto menos irónico que esos turistas españoles, en pleno unboxing del tamal caucano, imbuidos en ese viaje a la otredad que les proponía la guía, fueran incapaces siquiera de sospechar que ese platillo que tenían delante forma parte de la historia común del Mediterráneo y América? En medio de aquel inesperado choque de ignorancias, ni los españoles ni los caucanos estaban en condiciones de apreciar la historia que el tamal les estaba contando, la historia de personas de procedencias muy distintas que coinciden alrededor de un fogón, extraños que se funden en la búsqueda de un sabor, o sea, de un saber. Todo sintetizado con sencillez en ese tamal envuelto en aromáticas hojas de bijao y bañado en una salsa picante de maní.
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Las redes sociales están llenas de batallas absurdas en torno al origen de ciertos platos latinoamericanos. Una de las más sonadas es la polémica alrededor del ceviche. Echando mano de documentos dudosos, los falsos eruditos de la peruanidad aseguran que el pueblo Moche de la costa norte ya consumía pescados marinados en salsa de maracuyá (ese medio ácido, dicen, fue reemplazado más tarde por los limones traídos de España). Por su parte, los integristas ecuatorianos esgrimen argumentos etimológicos y etnográficos rebuscadísimos y reclaman que el ceviche es una invención de los pueblos indígenas de la costa de Manabí. Los nacionalistas mexicanos, valga la redundancia, también tercian de vez en cuando en esta agria polémica que, si bien no aclara nada en términos históricos, permite apreciar la mezquindad y la estupidez propia de cada nación. Lo único que se sabe con certeza es que en Filipinas, antigua colonia española, ya se preparaba desde hacía siglos el kinilaw, una receta de pescado marinado en una variedad de limón local, cebolla, jengibre y hierbas aromáticas; posteriormente, a dicha preparación se le añadirían los chiles introducidos desde América. No olvidemos que la administración de las colonias del imperio español en Filipinas se efectuaba, no desde la península, sino con el aparato burocrático y naval instituido en suelo mexicano y que existía un tráfico muy fluido de productos agrícolas y diversas manufacturas que iban y venían desde los puertos de Guayaquil, Panamá, Callao y Acapulco hasta los lejanos archipiélagos orientales en China, Java o Indochina. Para otros estudiosos el ceviche no sería más que una variante de los escabeches (palabra árabe de origen persa, por cierto, assukkabá, que en el árabe de la península sonaría algo así como asecabech, que habría derivado en el vocablo ceviche), un conjunto de platos fríos que se preparan por toda la cuenca del Mediterráneo utilizando salmueras hechas con vinagres y especias. ¿Entonces en qué quedamos? ¿El ceviche es peruano, mexicano, ecuatoriano, filipino, árabe? ¿Todas las anteriores? ¿Ninguna?
La vana ansiedad por determinar en qué municipio, vereda, olla comunitaria heideggeriana, se inventó cualquier plato de nuestras gastronomías puede achacarse a la exacerbación de las bajas pasiones nacionalistas; pero tiene que ver, sobre todo, con el olvido de una forma de cosmopolitismo que alguna vez floreció en las ciudades y los puertos de lo que hoy es América Latina. La estrecha noción que se tiene de lo cosmopolita en nuestro continente solo nos evoca algunas pálidas imágenes: Buenos Aires o São Paulo a comienzos del siglo XX, en menor medida La Habana, Caracas o Ciudad de México, como lugares de recepción de inmigrantes europeos. Pero solemos olvidar que en el siglo XVII la Villa Imperial de Potosí recibía inmigrantes y viajeros, mercancías y productos provenientes de Europa, Asia, África y el resto del continente americano. En el ensayo The First Global City, Kris Lane describe de esta manera Potosí: «En la plaza de mercado central, mujeres indígenas y africanas ofrecían chicha de maíz, sopa caliente o yerba mate. Las tiendas exhibían las más finas telas de seda y lino, porcelana china, cristal de Venecia, cuero de Rusia, lacas japonesas, pinturas flamencas y libros de gran éxito en una docena de lenguas. Las piezas religiosas de marfil africano talladas por artesanos chinos en Manila eran especialmente codiciadas por las damas más acaudaladas y piadosas de la ciudad». Todas las calles estaban adoquinadas, habían fastuosos palacios y, en ciertas zonas, las aceras tenían incrustaciones de plata, por no hablar del intenso comercio de piedras preciosas, rubíes y diamantes de India, esmeraldas colombianas y perlas del Caribe. Y, por supuesto, en Potosí no faltaban las delicias importadas de medio mundo: almendras, alcaparras, aceitunas, azafrán o los vinos de Castilla. La pimienta negra llegaba de Sumatra y el suroeste de India, la canela de Sri Lanka, los clavos de Maluku y la nuez moscada de las islas Banda. De Jamaica llegaba la pimienta dioica. El incesante flujo de la plata extraída del cerro Rico, que se alza al pie de la ciudad, convirtió a Potosí en la primera gran ciudad global del planeta y al Real de a Ocho en la primera moneda de uso internacional, extendiéndose a casi toda Europa y América, así como al Extremo Oriente. Incluso sirvió de modelo para la creación del dólar americano o el yuan chino. Para que nos hagamos una idea de la magnitud, ni siquiera la Buenos Aires de1910 serviría de comparación; Potosí era más bien una especie de Dubái situada a cuatro mil metros sobre el nivel del mar, permanentemente alimentada de mercancías y visitantes que llegaban a lomo de llama y mula después de haber cruzado todos los mares.
Mucho, muchísimo antes de que se usara la palabra globalización, en medio de ese extraño y fallido experimento que fue el Imperio español, el territorio americano y, por tanto, la cultura de quienes vivían aquí ya había sufrido una profunda exposición a toda clase de influencias.
No es exagerado decir que durante los casi dos siglos que duró la bonanza imperial, especialmente en grandes ciudades como Lima, Quito o México, pero también en centros de relativa importancia religiosa y comercial como Popayán, Guatemala o Oaxaca, los vecinos americanos de todas las castas y condiciones estaban conectados con el mundo entero. Y eso inevitablemente quedó reflejado en lo que todavía hoy comemos aquí: moldeó nuestro gusto, nuestra curiosidad. Sin duda, la plata potosina se esfumó en el eterno despilfarro de la Corona española, en una bancarrota espectacular. Lo que no se esfumó y, al contrario, provocó una verdadera revolución agrícola fueron las huertas americanas que, en medio de aquella bonanza global, cambiaron la alimentación del mundo entero. Ya nos hemos olvidado de que alguna vez fuimos parte de ese cosmopolitismo, pero estoy convencido de que nuestro paladar y nuestra lengua siguen recordándolo.
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¿A qué sabe el ají de tomate de árbol que se prepara en Ecuador y el suroccidente de Colombia? Yo no sé a ustedes, pero a mí ese sabor me hace pensar simultáneamente en una huerta andina y en las aguas cálidas del Pacífico ecuatorial. Es un sabor tanto de la montaña como del litoral. Un contrasentido, pensará alguno que vive atrapado en las paupérrimas categorías regionales. Según el aparato de dominación costumbrista al que nos someten desde niños, lo andino es andino y el mar es el mar, la selva es la selva. Cada territorio, cada acento, cada tipo funciona por separado. No hay vasos comunicantes, ni posibilidad de imaginar contaminaciones o zonas grises. Pero si uno prueba con juicio una cucharada de aquel ají de tomate de árbol, si uno cierra los ojos y, como decía Jairo Varela, busca por dentro, va a descubrir sin mucha dificultad que ese sabor, entre cítrico, picoso y dulceahumado, le sienta de maravilla a la costra crujiente de una posta de corvina frita, pero también a una conserva de chochos o a una canasta de ullucos fritos.
Algo parecido viví hace un par de semanas en Domingo, el restaurante que la chef Catalina Vélez tiene en el barrio de San Antonio, en Cali. Allí, Vélez ha sabido crear un menú que parece un libro de cuentos, cuentos todavía por escribirse, claro, cuentos potenciales, microutopías, donde se conecta todo el suroccidente colombiano, esa región quebrada y sin nombre que alguna vez se conoció como el Gran Cauca. La chef Vélez traza hilos profundos de sentido y sabor entre el tucupí amazónico y el langostino guapireño, entre la costra de pandebono y el yacón fermentado, de la montaña al litoral, del piedemonte selvático a los valles interandinos templados. No un solo terroir, entendido como una esencia gastronómica y cultural aislada, sino un mercado de acopio que recoge productos de todos los pisos térmicos que conforman la región. Así es como han funcionado los mercados latinoamericanos desde tiempos prehispánicos, unos llegan desde El Tambo con los chontaduros, otros suben desde Quilichao cargados de tamarindo y algarrobo, aquellos traen la trucha de Totoró o los quesos del pueblo Misak. La difícil geografía americana puede llegar a separarnos, pero también nos obliga a juntarnos de maneras inesperadas. Así hemos escrito nuestra historia, con cosas traídas de arriba y de abajo, cosas que, al mezclarlas, descubrimos que parecen creadas con el solo objetivo de encontrarse. Porque una identidad no debería definirse por aquello que tiene de exclusivo, de único o de excepcional. Una identidad no es más que el espacio de reunión entre elementos que, por hábito o por imposición, se nos muestran como imposibles de juntar. Una identidad (y ese es el secreto del verdadero cosmopolitismo) solo sirve en la medida en que es capaz de vincular y hacer bailar elementos antagónicos. La lengua lo sabe. Solo hay que buscar por dentro.
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