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Pedro Páramo: ¿Cómo filmar un fantasma?

Netflix ha alcanzado a Rulfo. Una crítica de la novela que distorsionó el espacio entre vivos y muertos ahora que llega al cine. ¿Cómo traducir las cosas que dice un escritor para que sean mostradas?
Pedro paramo netflix
Pedro Páramo (2024). Dirigida por Rodrigo Prieto.

Pedro Páramo: ¿Cómo filmar un fantasma?

Netflix ha alcanzado a Rulfo. Una crítica de la novela que distorsionó el espacio entre vivos y muertos ahora que llega al cine. ¿Cómo traducir las cosas que dice un escritor para que sean mostradas?

La red de Netflix atrapó a Juan Rulfo. La industria es rampante y no respeta escrúpulos, mucho menos literarios: una novela no es tan rentable en las librerías como en las salas de cine. Desde mediados de los años cincuenta, cuando Pedro Páramo fue un cataclismo que en su brevedad tardó en deslumbrar a los lectores, perplejos por el tono mítico y seco de su narración, aún así el futuro estaría asediado en términos cinematográficos: Carlos Velo se aventuró a filmar la novela en los años sesenta, apoyado en el guión que escribió con Carlos Fuentes y Manuel Barbachano Ponce, prestándole su rostro a Páramo un actor californiano: John Gavin; en la década siguiente, José Bolaños, descendiente de gallegos y amante de Marilyn Monroe, también se atrevió con Páramo, que al menos fue interpretado por un actor mexicano: Manuel Ojeda.

El reto: Hitchcock lo dijo: «un cineasta no debe decir cosas, debe mostrarlas». ¿Cómo traducir entonces las cosas que dice un escritor para que sean mostradas? El término «adaptación» es equívoco. Tal vez sea más atinada la definición de «parodia» –sin el tono burlesco que implica–: en la pantalla se resta lo que es básico en la literatura, sus palabras, reduciendo a un golpe visual el arte de la descripción, la certeza de los adjetivos, la pirotecnia de la escritura resumida por el ojo implacable de la cámara.

Ahora el turno de Pedro Páramo es para el director de fotografía Rodrigo Prieto, acróbata de la luz que revela sus prodigios con el talento que ha demostrado en medio centenar de películas dirigidas por un neurótico del color como es Pedro Almodóvar, un maestro de la narración hecha imagen como es Martin Scorsese, una dramaturga extraviada en el cine como es Julie Taymor o alguien tan delicado como Ang Lee en Brokeback Mountain o Lust, Caution, entre otros –otros que son Alejandro González Iñárruti, Terrence Malick, Curtis Hanson, Jorge Alí Triana y una galería que certifica parte de lo que ha sido el cine en la bisagra del siglo XX al XXI–.

Su guionista, Mateo Gil, calcó la anécdota del hijo que busca a su padre en un pueblo de fantasmas y se arriesgó a los saltos cronológicos con los que el relato entreteje el misterio, resuelto con la brujería visual que hace de la muerte de Páramo, en las páginas y en la pantalla, «un montón de piedras».

Las escenas respetan en su transición los fragmentos con los que Rulfo ensambló su rompecabezas narrativo. Pasamos de un espacio y de una situación a otra con la fluidez de la cámara –perdiéndose los matices del monólogo interior del hijo cuando después de prometerle a su madre que buscará a Pedro Páramo le susurra al lector que no cumplirá su promesa: «Hasta ahora pronto que comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones»–.

En Pedro Páramo según Prieto y Gil la trama avanza, a pesar de la distancia entre una época y otra, como en Los tres mosqueteros, donde el suspenso sucede no por lo que están a punto de hacer los personajes sino por lo que dicen. «Se basa no tanto en la acción narrativa como en la confrontación dramática», según el traductor de Dumas al inglés Richard Pevear. Y lo que se dice se muestra en la pantalla así como lo que no se dice se muestra a través de los flashbacks del recuerdo visto por el ojo sofisticado de Prieto o recurriendo a los efectos especiales que acaso Rulfo jamás se imaginó en su novela, pues serían defectos especiales, cuando los muertos danzan trazando círculos en el cielo o una amante se transforma en un alud de barro, pero barro enamorado.

Pedro Páramo es un memorando a los lectores que acaso no crucen por la novela; les brinda una experiencia sostenida por decisiones de producción que contribuyen a manipular sus emociones –en Comala, donde todo es un susurro, la música de Gustavo Santaolalla no se detiene un segundo y enfatiza el dramatismo con el exceso sonoro–; la dirección de arte modeló el pueblo con la oscuridad de los relatos de terror que inquietan en contraste con los días luminosos en los que alguna vez brilló la vida, aunque fuera ultrajada por Páramo; sorprenden las tarjetas postales que resuelven en un segundo la filigrana de las descripciones: Tenoch Huerta como Juan Preciado se detiene en lo alto de una colina y ve en un parpadeo lo que Rulfo escribió: «Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche» –aunque todo es un desierto al inicio de la película–.

Quizás una forma de la neurastenia sea comparar el cine y la literatura sin admitir sus límites y exigiendo la ilusión de algo tan esquivo como la fidelidad. En todo caso, es un derecho legítimo para el lector descubrir el artificio como se ilustra una novela en el cine. Olvidándonos de Rulfo –algo imposible y retórico–, la versión de Prieto tiene la elegancia de su mirada y está llena de ecos que resuenan en la pantalla, aderezados por un sentido del espectáculo innecesario para Rulfo, trágico como un griego en este pueblo que, nos dice Juan Preciado, está cerca de Sayula, en algún lugar de Jalisco.

Recordemos a Fernando Trueba advirtiendo cómo ver una película por primera vez en un televisor, anula la plenitud de la historia magnificada en la sala. Acercarse a Rulfo por primera vez en la pantalla invade la fantasía del lector con el carácter contundente de las imágenes. Esperemos entonces que Rulfo tenga más lectores hasta rebasar al público de sus versiones filmadas.

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