«¿Qué te parece más esencial: los accidentes con los que nacemos, o los principios que defendemos?», se pregunta la filósofa Susan Neiman al final de su libro Izquierda no es woke (Debate, 2024). Tradicionalmente la derecha se había concentrado en lo primero, y la izquierda había enfatizado lo segundo. Pero esa tradición se ha invertido».
Neiman (Atlanta, 1955) había publicado libros sobre Immanuel Kant, el mal en el pensamiento moderno, la relación de Alemania con el nazismo e incluso sobre la adultez. Su último libro ataca la lógica woke, cómo prioriza los símbolos sobre un cambio social tangible y, sobre todo, cómo realmente es reaccionario: no es de izquierda.
En principio, admite Neiman, ella debería de acuerdo con lo woke. Nadie que se considere de izquierda puede oponerse a la compasión por las personas marginadas de la sociedad. El problema para Neiman, sin embargo, surge cuando se define a estas personas por su marginalidad para crear un bosque de trauma. Esa disonancia entre el impulso inicial noble y su desenlace reaccionario también lo encuentra en el abismo entre el examen crítico de la historia y el fallo que condena a toda la historia como criminal. Escribe: «Lo que es confuso del movimiento woke es que expresa emociones tradicionalmente de izquierda: empatía por los marginados, indignación ante el dolor de los oprimidos, determinación de corregir los errores históricos. Esas emociones, sin embargo, son descarriladas por una serie de premisas teóricas».
El libro flaquea si uno quiere entender qué es lo woke. Pero Neiman se extiende analizando a los autores que sostienen estas ideas. Michel Foucault, Carl Schmitt, Judith Butler, Gayatri Spivak: autores fundamentales de las facultades de humanidades y ciencias sociales contemporáneas. Tanto en el libro como en nuestra entrevista, y más tarde cuando nos encontramos en la noche de Cartagena, Neiman los critica de frente y sin ambages: Foucault no tiene moral; Schmitt es un nazi con ideas infantiles; los asuntos en los que se concentra Butler no tienen importancia; Spivak escribe feo. Todo esto lo dice sin rodeos.
Los autores a los que vuelve Neiman para retomar los principios fundamentales de la izquierda no son contemporáneos, tampoco del siglo XX. Un mejor título del libro, más fiel a su desarrollo y sus ideas, sería algo como Una defensa de la Ilustración. Eso es lo que hace y es la mejor parte del libro. Propone una relectura de Kant que, sí, fue un hombre blanco, europeo y machista del siglo XVIII, pero también atacó —sin rodeos y con la misma contundencia que ella utiliza hoy— el colonialismo y la esclavitud: los llamó malvados, una categoría que Neiman encuentra esencial. También reivindica a Rosseau y Diderot: esa es la base universalista a la que la izquierda debe volver para retomar su rumbo. Según la crítica de Neiman, hay tres principios esenciales de los que la izquierda se ha alejado: el compromiso con la universalidad, una distinción dura entre justicia y poder, y la posibilidad de progreso ».
Este no es un retorno ingenuo a la Ilustración, pero Neiman no cree que los vicios de un proyecto histórico cancelen los fundamentos filosóficos sobre los que se fundó. Esta postura matizada, insiste, es lo que le hace falta a lo woke. Esa es la clave. «¿Porque se ha abusado del universalismo para esconder intereses particulares, entonces vas a renegar del universalismo? ¿Porque los reclamos de justicia a veces han sido reclamos disimulados de poder, vas a abandonar la búsqueda de justicia? ¿Porque los pasos hacia el progreso a veces han tenido consecuencias desastroas, entonces vas a dejar de aspirar al progreso? Las decepciones son reales y, a veces, devastadoras. Pero en lugar de enfrentarlas, la teoría suele leerlas como parte de la misma estructura del universo, que crea una sinfonía de sospecha que compone la música de fondo de la cultura occidental».
Hay una parte fundamental del debate que Neiman no cuenta, y debería. En su versión contemporánea el término woke se popularizó en «Black Twitter» —la comunidad negra de Estados Unidos que conversaba en esta red social— al mismo tiempo que crecía el movimiento Black Lives Matter. Woke era un elogio dedicado a quienes reconocían esas injusticias estructurales. La semántica virtual es fluida y no tuvo que pasar mucho tiempo para que lo woke fuera un hombre de paja que el Partido Republicano atacó como sinónimo de todo lo que estaba mal con las élites liberales de ambas costas durante el ochenio de Obama.
Lo primero que hace Neiman en Izquierda no es woke es definirse como socialista, como advirtiéndole a la derecha que sus reflexiones no son municiones para su batalla cultural, sino una reafirmación de sus convicciones de izquierda. El libro tiene un fin práctico y la distinción entre izquierda y woke es urgente, dice Neiman, para las batallas que tiene que dar la izquierda en todo el mundo.
Vive en Berlín desde hace décadas. Su primer libro es Fuego lento: notas judías desde Berlín (1992), y el penúltimo es Aprendiendo de los alemanes: la raza y la memoria del mal. Y las descalificaciones más mordaces que ha recibido han llegado desde Alemania. «Qué ironía», me dice. «Soy judía, pero los nietos de los nazis me llaman antisemita por criticar a Israel», lo que considera otra distorsión que resulta del tribalismo woke. Y porque conoce la historia de Alemania cierra de Izquierda no es woke con una advertencia que dibuja el horizonte de acción al que invita a la izquierda.
«Se suele recordar que los nazis llegaron al poder a través de elecciones democráticas, pero ellos nunca fueron una fuerza mayoritaria hasta que estuvieron en el poder. Si los partidos de izquierda hubieran estado dispuestos a crear un frente unido, como pensadores desde Einstein hasta Trotsky insistieron, el mundo podría haberse salvado de su peor guerra. Las diferencias que separaban a los partidos eran reales; incluso se había regado sangre. Pero aunque el partido comunista de Stalin no lo pudiera ver, esas diferencias palidecían al lado de la diferencia entre un movimiento universal de izquierda y una visión tribal del fascismo. No nos podemos permitir un error similar».
¿Cómo te empezó a llamar la atención lo woke?
Hacia 2021 estaba teniendo muchas conversaciones con amigos que habían pasado todas sus vidas en la izquierda. No me refiero únicamente a que votaran por la izquierda, o que se denominaran de izquierda: de verdad eran activistas. Y estos amigos me lo decían en privado: «No sé, quizás ya no soy de izquierda». Y de repente le dije a uno de ellos: «No, no, no. Tú siempre has sido de izquierda, ellos no son la izquierda». Y me di cuenta de que había una confusión que necesitaba o quería resolver.
Cuando presenté este libro por primera vez en Estados Unidos, hace un par de años, dije que venía de todas las conversaciones que todos estábamos teniendo en privado. Y todos se rieron y asintieron. Debo decir que me sorprende que este fenómeno sea tan internacional. Puedo entender por qué ha suscitado interés en ciertos países de América Latina, pero nunca pensé que fuera a ser publicado en Tailandia, Líbano o países donde no sabía que también tuvieran un problema con lo woke. Y aparentemente lo tienen. Pero más que eso, el problema es el de definir la izquierda. Ese fue mi objetivo verdadero con este libro. No hablar de la historia ni de las tácticas, sino de las ideas filosóficas fundamentales que le corresponden a la izquierda.
Tú rechazas la idea de que las víctimas tengan autoridad moral por el hecho de ser víctimas: ¿por qué?
Mi próximo libro se llama Heroism for an age of victimhood [Heroísmo para una era de victimismo], así que voy a desarrollar más esa idea. Pero sí, lo woke toma un impulso muy básico de la izquierda, un impulso que comparto y que siempre he compartido, pues crecí con él. Hay un dicho alemán que dice: «El corazón late a la izquierda», ¿verdad? Es decir, en caso de duda, quieres estar del lado de quienes han sido oprimidos y marginados. Pero convertir eso en la única fuente de autoridad es un gran error, aunque supongo que es fácil de cometer. Sin embargo, es algo que debemos corregir, porque ser víctima no es la fuente de ninguna legitimidad. Y, como bien sabemos, las personas o incluso las naciones que han sido victimizadas no son necesariamente mejores por ello.
¿Por qué no?
Porque la opresión no es la fuente de la virtud. Si tienes suerte, puedes sobrevivir a la opresión con tu integridad intacta. Pero la gente que ha pasado por campos de concentración o ha sido torturada en prisión es honesta, y te dirá: «perdí algo». O «salí dañado. Ya no soy tan fuerte como antes». No hay nada en la deshumanización que te enseñe cómo ser un mejor ser humano.
Cuando exploras el caso de Alemania, señalas que de su reconocimiento de la culpa histórica ante el holocausto y Auschwitz el país pasó a únicamente verse como victimario y a los judíos únicamente como víctimas. ¿De qué manera impacta este ángulo en cómo los alemanes piensan en Israel?
Sí, he estado muy involucrada en ese tema políticamente en Alemania, tratando de convencer a la gente de que su culpa histórica no los obliga a apoyar incondicionalmente todo lo que hace un gobierno israelí de derecha y protofascista. Pero creo que quienes se sienten tentados por la posición woke de «la víctima siempre tiene razón» solo necesitan mirar al gobierno de Benjamin Netanyahu. Pocas personas han sufrido las atrocidades, la opresión y el genocidio que han sufrido los judíos, pero tratar de usar eso para justificar cualquier cosa es ofensivo tanto para quienes sufrieron como para el resto del mundo. Si quieres ver a dónde lleva ese tipo de pensamiento, no necesitas mirar más allá de Jerusalén.
Desde cierta perspectiva, ¿podríamos decir que lo woke también es funcional al capitalismo al crear nichos basados en la identidad, perfectos para segmentar el mercado?
Esa es una muy buena pregunta. De hecho, acabo de reseñar un libro nuevo —la reseña aún no se ha publicado— del escritor David Rieff, que se titula Desire and fate [Deseo y destino]. Él argumenta que lo woke no solo es absolutamente compatible con el capitalismo, sino que lo woke le sirve al capitalismo. Es como la venta de indulgencias de la Iglesia. Tienes este sistema increíblemente corrupto y opresivo, pero mientras se mantenga dentro de ciertos estándares woke, las ruedas de la máquina seguirán lubricadas. Así genera un sentido de que hay cierto sistema moral, justificado. Y de hecho Rieff argumenta que lo woke es lo que mantiene al capitalismo funcionando.
¿Cómo llegamos a obsesionarnos tanto con la identidad y dejamos de lado las condiciones materiales? ¿Fue después de la caída de la Unión Soviética?
Absolutamente, sí. Con el fin de la Unión Soviética se puso en duda no solo cualquier forma de socialismo —nos enseñaron que cualquier forma de socialismo conduce directamente al Gulag— sino también cualquier forma de universalismo, excepto el deseo universal de consumir. Así que creo que los que estaban en la izquierda se quedaron en shock y dejaron de reflexionar sobre esos temas. Antes del colapso soviético, cualquiera que estuviera en la izquierda tenía que estudiar la historia de la Unión Soviética y posicionarse: ¿Eras trotskista, maoísta, algo más? De todas formas había distintas vertientes del socialismo y distintas formas de hacerle frente al terror estalinista, y estábamos intentando descubrir cómo hacerlo. Pero desde los noventa, parece que para las personas que no se entregaron por completo al consumo, las drogas y otras formas de resignación la única salida posible era enfocarse en agravios particulares de ciertos grupos: personas de color, mujeres, o la población gay. Eso por un lado. Por el otro, como digo en el libro, hubo una serie de ideologías, desde Foucault y sus seguidores hasta la psicología evolutiva, que fueron muy importantes en convencernos de que no hay valores universales más allá del deseo universal de consumir.
En el libro, vuelves a Kant, Rousseau y otros pensadores de la Ilustración para rescatar ideas sobre universalidad, justicia y progreso. ¿Fue una relectura desde un nuevo ángulo o siempre los leíste desde esa perspectiva?
Yo nací en Georgia, el sur segregado de Estados Unidos. Y mi madre siempre estuvo muy involucrada en la lucha por los derechos civiles. Esa fue la herencia que recibí de niña: mis creencias. Yo no me conecté de inmediato con Kant, pero cuando miras hacia atras en tu vida, en algún momento empiezas a decir, vale, hay una continuidad. En 2006 fui becaria del Institute for Advanced Study en Princeton y, de la nada, me vi confrontada con todos estos antropólogos y teóricos culturales que decían que la Ilustración era eurocentrista, colonialista, racista y así. Y yo pensé, primero, que era una estupidez, ignorancia pura, e iba a desaparecer muy pronto. No fue una gran predicción de mi parte. Porque estas personas ganaron: determinaron la conversación cultural de los últimos quince o veinte años. Hasta el punto en que recientemente tuve que decir algo al respecto. Eso fue lo que hice.
En el libro cito a [Frantz] Fanon. Y después de publicarlo, volví a leerlo y me empecé a dar cuenta de que no es un teórico poscolonial ni un nacionalista negro ni nada de eso: es un existencialista y un universalista. ¿Sabes? Fanon ha sido colonizado por el poscolonialismo. Y me he dado cuenta de que el anticolonialismo no es lo mismo que el poscolonialismo. Eso es muy importante.
¿Qué tanto de lo que se llama woke no es en sí mismo una proyección de la derecha?
Judith Butler dice que no existe lo woke, que ese es el nombre con el que se denomina a cualquiera al que le importe la justicia social. Mira, muchas personas me advirtieron que no escribiera este libro. Mi editor francés no quería publicarlo porque tenía miedo de que la derecha se apoderara de él. Y yo le dije, mira, que Trump esté usando la misma expresión no quiere decir que la izquierda no pueda ser crítica consigo misma. Si no lo hace, las críticas van a ser mucho peores, y van a llegar desde otros lugares. Para entender esto solo tienes que fijarte en el lenguaje ignorante de Trump. Y ni siquiera es solo él, pero él habla de los woke marxistas de izquierda. Mira, si hay algo que los woke no son, es marxistas. Y mi punto es que ni siquiera son de izquierdas.
No hay fórmula para distinguir qué es una proyección y qué pasa realmente. En Estados Unidos ahora estamos intentando entender y decidir qué hacer ante los ataques violentos de Trump, el Partido Republicano y todos los techbros a los que todo el mundo se rindió. Y una de las cosas que hizo Mark Zuckerberg fue quitar los tampones de los baños de Meta. Noticia de última hora esta mañana: Zuckerberg quitó los tampones de los baños de meta. Dios mío, háblame de asuntos simbólicos que no tienen ningún impacto real. No me importa. Estuve en Chile esta primavera y me sorprendió que estaban teniendo debates sobre baños y género. Me parece ridículo. La gente cierra las puertas de los baños cuando los usa, y ya está. Somos adultos, afrontemos el tema, claro. Pero convertirlo en un gran tema político cuando hay guerras sucediendo y Trump despliega una amenaza imperialista sobre muchos países, me parece demente.
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