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Jorge Silva: el inadvertido cineasta de la clase obrera 

10 de junio de 2025 - 1:00 pm
El autor —junto con su esposa Marta Rodríguez— de la recién restaurada Amor, mujeres y flores (1988) se destaca en la historia del cine colombiano por sus bellos retratos sagaces de los márgenes bogotanos durante la segunda mitad del siglo XX. 
Jorge Silva. Cortesía de Fundación Cine Documental.
Jorge Silva. Cortesía de Fundación Cine Documental.

Jorge Silva: el inadvertido cineasta de la clase obrera 

10 de junio de 2025
El autor —junto con su esposa Marta Rodríguez— de la recién restaurada Amor, mujeres y flores (1988) se destaca en la historia del cine colombiano por sus bellos retratos sagaces de los márgenes bogotanos durante la segunda mitad del siglo XX. 

«No hay que trabajar temas,
hay que contar historias.

Hay que torcerle el pescuezo al subdesarrollo,
y a la falta de cojones».

En esas líneas que él mismo escribió se define la esencia de Jorge Silva (1941-1987). El cineasta y fotógrafo que documentó una parte clave de la contracultura colombiana de los sesenta y la resistencia de los pueblos indígenas en los setenta y ha estado por años en la sombra. Ahora, con la restauración de su último documental Amor, Mujeres y Flores (1988), su historia renace y nos acerca a su legado, que no solo se resume en una mirada sagaz, sino también en la capacidad para retratar a los olvidados y registrar cuidadosamente sus historias. Firmó al menos una decena de filmes, varios de ellos, de la mano de su gran amor y colega de vida: Marta Rodríguez. En otros, trabajó con grandes figuras del cine nacional como Carlos Mayolo. A Silva le recuerdan por la habilidad innata para encontrar poesía donde otros solo veían miseria. Esa fue su fortaleza, su origen y su herida. 

Nacido en Girardot, muy cerca del río Magdalena, Jorge Silva llegó a muy temprana edad a Bogotá. Anita Silva, su madre decidió que migrar a la capital les traería mejores oportunidades. Llegaron en tren al centro de Bogotá, al barrio la Candelaria, donde ella trabajó como empleada doméstica por años. Silva pasó sus primeros años acompañándola en esa labor bajo otro nombre: Luis. Así decidieron rebautizarle los patrones de su madre, su hijo también se llamaba Jorge y, a su juicio, era indigno que compartieran nombre. 

A los seis años se comió unas sobras de alimento para las palomas. El castigo —de los mismos que habían cambiado su nombre— fue quemarle la mano. El niño debía irse, le advirtieron a Anita. En la mano derecha, la misma con la que logró capturar escenas inolvidables, a Silva le quedó una cicatriz visible para el resto de su vida. Fue el primero de muchos episodios de clasismo crudo que enfrentó.

Hasta el final de su adolescencia, Silva pasó por una y otra institución de acogida. Solo veía a su madre un par de veces por mes, y esas salidas mensuales definirían su futuro. El plan solía ser el mismo: comprar un helado —un lujo—e ir al cine. En esa época, la única forma de los pobres de acercarse a este arte era hacerse detrás de la pantalla Como si fuera el protagonista de Cinema Paradiso de Tornatore, Silva creció creyendo en la magia de los veinticuatro cuadros por segundo. Después, cuando cumplió la mayoría de edad salió de los refugios a rebuscarse la vida. A un joven Jorge Silva lo vieron dormir en un rincón de lo que actualmente es la Media Torta. No está claro durante cuánto tiempo lo hizo. Por varios años se empleó como albañil. 

Campesinos, de Jorge Silva y Marta Rodríguez.
Campesinos (1975), de Jorge Silva y Marta Rodríguez.
Jorge Silva. Cortesía de Fundación Cine Documental.
Cortesía de Fundación Cine Documental.

El fotógrafo autodidacta

Su labor como obrero la concilió con sus grandes maestros: los libros. Su hijo Lucas recuerda que Silva era un asiduo visitante de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Pedía numerosos ejemplares y los devoraba en las horas libres. Sus compañeros obreros lo apodaron «sopa de letras». El joven que había cursado hasta tercero de primaria encontró en la lectura el aprendizaje que anhelaba. Con los libros de Henri Cartier-Bresson y Robert Capa aprendió de encuadres y planos, sus primeros acercamientos a la técnica fotográfica. 

Tanto era su afán por aprender que, cuando los textos se le quedaron cortos, buscó a un fotógrafo reconocido en la época, Hernando Oliveros. Se ofreció a asistirle con el compromiso de que le enseñara sobre exposición, manejo de la luz, revelado. Todo lo que pudiera. Oliveros le prestó una cámara y así comenzaron veinte años durante los que, con un lente fijo de 50mm, Silva capturó el auge de la cultura hippie en Bogotá, la explotación infantil, y la violencia contra los pueblos indígenas. Su personalidad metódica fue vital para proteger lo que hoy es memoria histórica. Más de diez mil negativos de fotografías son resguardados por la Fundación Cine Documental, en cabeza de su hijo y su viuda. «A Jorge le interesaba la gente», reflexiona Marta Rodríguez. «El paisaje poquito, muy poquito», reflexiona Rodriguez.

Foto tomada por Jorge Silva. Cortesía de Fundación Cine Documental.
Foto tomada por Jorge Silva. Cortesía de Fundación Cine Documental.
Fotograma de Chircales, de Jorge Silva y Marta Rodríguez.
Fotograma de Chircales (1972), de Jorge Silva y Marta Rodríguez.

El cineasta militante

En una de las tapas del baúl en el que Anita —una mujer rural y empobrecida que había sido madre como resultado de la violencia sexual— cargaba sus pocas pertenencias, había un recorte de revista con el rostro de Mary Astor, la gran figura del renacimiento de Hollywood tras la Gran Depresión. En aquel momento la industria empezaba su auge, y para los obreros como ella, las películas eran un privilegio. Como quedó registrado en un diario de Silva, Anita le contaba a detalle su gran hazaña: la primera vez que logró ver la icónica Lo que el viento se llevó. Desde detrás de la pantalla, claro.

De manera orgánica, Silva desarrolló un ojo audaz, y una tremenda observación. Se convirtió en un asiduo asistente de los cine clubes que nacían en el apogeo cultural que vivía la Bogotá de los años sesenta. A sus veintidós años, junto a su amigo Enrique Forero, se animó a rodar su primer documental con una cámara prestada por su profesor Oliveros. Los días de papel (1964) se grabó en 16 mm y da luces sobre el que se convertiría en el eje central de su obra: el cine político.  Su ópera prima cuenta la historia de dos niños, uno pobre con una cometa rota y otro rico con una cometa nueva y de lujo. A través de una narrativa poética, llena de símbolos y metáforas, Silva encontró la forma de mostrar cómo viven los excluidos, los oprimidos, la clase obrera de la que él venía.  

Esa misma idea lo unió con quien sería el amor de su vida, la maestra documentalista Marta Rodríguez. Se conocieron en el cineclub de la Alianza Francesa y ella vio en él el perfecto director de fotografía para Chircales (1972), la producción que los puso en el radar del nuevo cine latinoamericano. «Cuando vi Los días de papel, me gustó mucho el encuadre que le daba la cámara, la concepción. Le dije: «oiga, yo voy a hacer una película en los chircales y quiero que usted haga la fotografía», rememora Rodríguez. 

De ella, Jorge aprendió técnica de cámara. Y ella aprendió de él su habilidad para conectar con la gente. Ambos dieron a luz Chircales y se volvieron inseparables, los proyectos no pararon. Gracias al éxito de esa producción, Carlos Mayolo buscó a Silva para Monserrate (1971). Eduardo Carvajal, otro de los integrantes del Grupo de Cali, cuenta que Mayolo admiraba a Silva y por eso los llevó a él y a Luis Ospina a conocerlo: «Su forma de trabajar me impresionó por la seriedad y seguridad con la cámara. Aprendí de él en esos pocos días la forma de buscar y explorar en la calle lo que necesitaba». 

En paralelo con la producción de Chircales, Silva y Rodríguez viajaron a los llanos orientales para registrar la resistencia indígena de la comunidad Sikuani. En ese proyecto, Silva dio sus primeras pinceladas de ficción, un interés que quedó inconcluso. De acuerdo con su hijo, planeaba incursionar en los largometrajes de ficción. Tenía un ambicioso proyecto personal de rodar una cinta sobre la época de la Violencia, un periodo que conoció de primera mano: su madre y él sobrevivieron al 9 de abril de 1948 en Bogotá. Hombro a hombro con el historiador Arturo Alape armaron un guión que no llegaron a grabar. Otra de las pasiones frustradas de Silva fue la escritura. El gusto por la lectura se transformó en uno por escribir, canalizado en varios diarios sobre su vida y en una novela inconclusa.

Fotograma de Amor, mujeres y flores, de Jorge Silva y Marta Rodríguez.
Fotograma de Amor, mujeres y flores (1988), de Jorge Silva y Marta Rodríguez.

El padre y esposo paciente

¿Qué es el comunismo?
—Para todos, todo

Así le respondió Silva a su adolescente hijo Lucas en una de tantas conversaciones que tenían mientras lo acompañaba a tomar fotografías por Bogotá o a grabar documentales en la ruralidad colombiana. «Crecí entre latas de película, viéndoles editar. Me apasionó mucho», recuerda Lucas. Él ronda hoy la edad que tenía su padre cuando murió, también se dedica al documental y conserva los libros favoritos que le heredó. Las primeras lecciones de política las aprendió de sus padres, quienes procuraron sembrar en él su mismo anhelo por una sociedad equitativa. 

Fue eso. A Marta Rodríguez y Jorge Silva, más que el cine, los unió el sueño de justicia social.  Ambos, pese a que nacieron en contextos disímiles, encontraron en el cine una plataforma para hacer eco de los reclamos de los indígenas, de las mujeres, de los niños. Juntos lograron siete cintas: Planas, testimonio de un etnocidio (1971), Chircales (1972), Campesinos (1975), La voz de los sobrevivientes (1980), Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1982), Nacer de nuevo (1987), y Amor, mujeres y flores (1988).

Silva murió en medio de la edición de esta última. 

Fotograma de <i>Amor, mujeres y flores</i>, de Jorge Silva y Marta Rodríguez.
Fotograma de Amor, mujeres y flores (1988), de Jorge Silva y Marta Rodríguez.

 

Marta Rodríguez tiene 92 años y es considerada una de las grandes maestras del cine documental colombiano.  Dice que, a diferencia de los relatos románticos usuales, el amor con Silva nació con el tiempo, con la intimidad del día a día. Aun así, nunca fue fácil.El origen obrero de Silva jugaba en contra. La madre de Rodríguez lo apodó «Don nadie»; no soportaba que él fuese pobre y se opuso a la relación por años. A Rodríguez jamás le importó, su historia le despertaba admiración. Se complementaban. él de pelo ensortijado, piel morena y bigote era más introvertido, meticuloso y algo tímido. Ella, mayor que él, era extrovertida y sin miedo a alzar la voz. Con su par de hijos iban a protestas, a caminar por el centro capitalino. Coincidían en sus ideologías políticas y en sus gustos culturales. Amaban el cine de Jean Rouch y la literatura de Gabriel García Marquez. 

La partida de Silva no fue intempestiva, aunque sí sorpresiva. Murió a los 47 años, el 28 de enero de 1987, producto de una úlcera en el intestino delgado. Rodríguez no descarta que el estrés por la persecución a la que les sometieron empresas floricultoras durante el rodaje de Amor, mujeres y flores influyera en su enfermedad. Ella se convirtió en madre soltera de dos hijos adolescentes y en una mujer que hacía cine en una industria machista. Para la familia Silva Rodríguez fue una pérdida insuperable. Su hija se cuestiona si quizá hubiesen podido hacer más, si se sometió a una presión innecesaria.

Así era Jorge Silva, comprometido hasta el final con sus pasiones. Este inadvertido fotógrafo dejó un enorme archivo visual que nos acerca a la Bogotá de los sesenta que otros temían retratar: marxista, obrera, rebelde, contracultural. A la ruralidad que otros desconocían: indígena, guerrera, esclavizada. Silva y Rodríguez fueron pioneros en alejarse del discurso de la neutralidad y hacer del cine político una declaración. Él abrió camino en una industria entonces aburguesada, y demostró que la clase obrera tenía quien la supiera narrar. 

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