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Canal del dique: moldear la tierra, dominar el agua

Una larga historia de caos ambiental y violencia ha convertido al canal del Dique en una encrucijada para los habitantes que viven en la zona y para los proyectos de desarrollo de la región.
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Cría de búfalos para explotación comercial introducidos en el ecosistema de la ciénaga de Paredes, Santander. / Natalia Ortiz Mantilla.

Canal del dique: moldear la tierra, dominar el agua

Una larga historia de caos ambiental y violencia ha convertido al canal del Dique en una encrucijada para los habitantes que viven en la zona y para los proyectos de desarrollo de la región.

El canal del Dique atraviesa ciento quince kilómetros de tierras inundables en los departamentos de Atlántico, Sucre y Bolívar, y conecta el río Magdalena con la bahía de Cartagena. Históricamente es un espacio atravesado por relaciones complejas entre la gente y el agua, el Estado y el capi-tal, la violencia, el racismo y los modos de vivir y resistir de las poblaciones rurales y la diáspora africana.

Por esas aguas viajan pescadores y pescadoras, sedimentos, peces, desechos, barcazas con hidrocarburos, plantas, escombros, dragas y cuerpos de víctimas de la violencia. Las cosas, los seres y la gente que transitan por allí llevan sus propias historias, sus rutas y sus destinos, que no siempre coinciden con lo que diversos actores del Estado y la industria han imaginado para el Dique. En el canal se imagina el futuro según las ilusiones del desarrollo, el progreso y la adaptación al cambio climático.

Progreso

La construcción del canal del Dique tardó seis meses. Entre marzo y agosto de 1650, el trabajo forzado de miles de indígenas, negros libres, esclavizados, peones de haciendas, prisioneros y piratas logró la vertiginosa desviación del 10 % del caudal de las aguas del río Magdalena hacia el occidente. Se conectó el río con la red de ciénagas y caños que llegan hasta la bahía de Cartagena, los mismos que durante esa época servían de rutas de escape para hombres y mujeres que huían de la esclavitud. La importancia estratégica de la construcción del Dique era evidente para las autoridades españolas: se trataba de superar la difícil comunicación entre el norte y el interior del virreinato y, de esta manera, consolidar un eje de expansión colonial norte-sur y garantizar la integración de la capital con el litoral, el mar Caribe y el mundo atlántico. El beneficio para las élites regionales, en cambio, fue objeto de disputa dada la notable caída de los precios de mercancías comercializadas en Cartagena.

La historia del Dique durante el periodo colonial fue de enormes pero inconstantes esfuerzos por combatir la fuerza de la naturaleza. Las malezas, los sedimentos y la caída dramática del caudal del Magdalena en tiempos secos hicieron que largos tramos del canal fueran ineficaces y detuvieran el comercio con el interior. Hubo fracturas intencionadas como los bloqueos con hierbas y árboles, organizados por dueños de mulas, arrieros y mercaderes interesados en mantener precios altos en Cartagena. A pesar de la implementación de ingeniosas soluciones tecnológicas como inclusas y malecones por parte de ingenieros de la Real Armada durante el siglo XVIII, e incluso con el apoyo de la élite mercantil cartagenera hacia finales de ese siglo, el sueño de la conexión comercial entró en un horizonte de dilaciones y proyectos inconclusos.

Los siglos XIX y XX trajeron promesas de modernidad e integración comercial con el Caribe y el mundo atlántico. Sobre el Dique se plasmaron las destrezas, los diseños y las infraestructuras de la ingeniería hidráulica norteamericana, la inversión estatal y los esquemas administrativos de concesiones privadas, que se encontraron con burocracias, sedimentos e incumplimientos empresariales. En la primera mitad del siglo XIX, el inminente declive del puerto de Cartagena frente al emergente puerto de Sabanilla, en el departamento del Atlántico, hizo que las autoridades cartageneras se esforzaran por encontrar soluciones para garantizar la navegabilidad del Dique y así traer progreso a la región. En la década de 1840, ingenieros norteamericanos diseñaron una nueva canalización con compuertas y una nueva boca sobre el río Magdalena, la cual se hizo a través de contratos con empresarios privados que intentaron —fallidamente— detener las hierbas y arenas arrastradas por el río. En 1867 se otorgó una concesión con derechos de exclusividad en la navegación a la Compañía de Vapores del Dique de Cartagena, la cual se encargaría de su canalización y limpieza. Frente a los constantes incumplimientos, la concesión fue revocada.

La inauguración del canal de Panamá en 1914 renovó el deseo de sumarse al horizonte de progreso caribeño y la fe en la ingeniería hidráulica norteamericana. Se contrató al Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos para desarrollar los estudios que dieron pie al contrato en 1923 entre el Gobierno colombiano y la firma norteamericana The Foundation Company. La empresa garantizaría la navegabilidad a lo largo del año y el paso de vapores de mayor tonelaje, pero ambos objetivos fueron logrados a medias. Durante las décadas restantes del siglo XX, el territorio acuoso del Dique fue objeto de innumerables intervenciones para dominar el agua y moldear la tierra: obras de rectificación, ampliación, profundización, corte de variantes, cierre de cauces antiguos, construcción de caños, relleno de zonas inundables, etc. Estas intervenciones ocasionaron, entre otras, la llegada de aguas dulces a la bahía de Cartagena en 1934 y los problemas de sedimentación en los estuarios. Las reducciones de curvas del canal y el consecuente aumento de la fuerza de su caudal fueron nefastas para los territorios adyacentes. La interrupción de los sistemas naturales de amorti-guación de las crecientes y el traslado —cada vez con más fuerza— de los sedimentos hacia las ciénagas, que garantizan los modos de vida locales y la disponibilidad de agua para los habitantes de la ciudad de Cartagena, han contribuido a la desconexión de los ciclos de la vida ecológica, social y eco-nómica de la zona. El resultado de este proceso ha dejado en una situación vulnerable a quienes habitan el Dique y ha hecho que su infraestructura sea inestable, además de catastrófica.

Boquetes

Se habla poco sobre noviembre de 2010, cuando se rompió el canal del Dique. Aquel año, el fenómeno de La Niña enfrentó otros procesos climáticos y esto incidió en el aumento de las precipitaciones en el país: entre más llovía, más aumentaba el nivel del río Magdalena y del canal. Para los habitantes al sur del departamento del Atlántico esto fue aterrador, pues presintieron que el Dique podía colapsar. No era la primera vez que esto sucedía. En 1984 se había abierto otro «boquete» en la misma zona, en un momento en el que desaparecía uno de los experimentos de reforma agraria y modernización agrícola más importantes de la época. Y, durante la década de 1970, otros boquetes obstaculizaron el desarrollo de la agricultura comercial, tal como el Gobierno de la época, con el apoyo del Banco Mundial, lo planeó.

En la historia de la zona, los boquetes han sido hitos que dividen periodos de visibilidad e invisibilidad de la región. Antes de 2010, el sur del Atlántico aparecía poco en el panorama nacional. De hecho, esta zona es una de las más pobres del departamento, donde además hay poca inversión a gran escala si se la compara con otras zonas aledañas. Sin embargo, a causa del boquete, en 2010 esta región se convirtió en uno de los laboratorios para la implementación de políticas de adaptación al cambio climático a nivel nacional. La ruptura del Dique generó una situación catastrófica para cientos de familias de la región, cuyas formas de vida estaban conectadas con el trabajo de la tierra y la cría de animales como las vacas lecheras. La inundación destruyó esa conexión agraria al despojar temporalmente a la gente de su tierra y al forzarla a deshacerse de los animales que lograron salvarse y que vendieron a precios irrisorios. Casi un año después, cuando el agua ya se había retirado de la tierra, cientos de personas volvieron a sus parcelas a reconstruir lo perdido, pero en esta ocasión la reconstrucción fue un proyecto de interés nacional.

La adaptación al cambio climático se tradujo en la canalización de recursos para reconstruir la economía agraria y las infraestructuras del bienestar como colegios y hospitales. El canal del Dique se convirtió en una zona estratégica para la adaptación, una idea que en ese entonces ya era popular en el mundo, pero que en las instituciones del Estado colombiano aún estaba en proceso. Para muchas personas del sur del Atlántico, el discurso del cambio climático no necesariamente les permitió entender lo que había sucedido, pues el origen de la tragedia fue la ruptura del canal del Dique, algo que no era extraño para ellos. Así que reflexionar sobre la inundación era la consecuencia de algo abstracto llamado cambio climático que requería primero esclarecer por qué el canal del Dique no estaba en buen estado. La respuesta a esa pregunta no obedecía necesariamente a un fenómeno global, sino a las acciones y omisiones a nivel local. Muchas personas sabían que el Dique iba a colapsar, pero quienes tomaban decisiones en ese momento no hicieron algo al respecto, según los testimonios en la zona.

Con el tiempo, la memoria de la tragedia se desvaneció del panorama nacional, pero dejó una huella que continúa viva y que, al parecer, generará un gran impacto: el megaproyecto del canal del Dique. Más de un siglo de intervenciones infraestructurales desembocaron en un año crucial, 2010, tanto por la magnitud del impacto de la ruptura como por el megaproyecto que surgió de este evento. Se trata en primera instancia de un sistema de esclusas que regularán el paso de agua y sedimento desde el río Magdalena hasta la bahía de Cartagena. Inicialmente, el proyecto, diseñado por el consorcio de una empresa colombiana de ingeniería y una de Países Bajos, fue una apuesta por la recuperación de los ecosistemas naturales de la zona, incluidas las ciénagas que habían desaparecido. Este enfoque era muy llamativo en un contexto de degradación ambiental y catástrofe, pero con el tiempo diversos sectores sociales en el Dique iniciaron un proceso de denuncia pública sobre los posibles efectos negativos que la obra tendría en las economías domésticas y en los paisajes productivos de cientos de familias rurales. Se teme que la filtración de agua salina desde la bahía de Cartagena afecte las formas de vida de campesinos y campesinas que trabajan la tierra, quienes han tenido que enfrentar los efectos de una sociedad desigual, que concentra la riqueza y sus beneficios en pocas manos, y de la violencia que se llevó a familiares y amigos, cuyos cuerpos, en muchas ocasiones, desaparecieron en las aguas turbias del canal del Dique.

La violencia en el canal del Dique no solo se materializó en crímenes puntuales sino en un profundo y prolongado silencio institucional que borró a este territorio, a su gente y a sus muertos de la historia pública sobre el conflicto armado en Colombia. Los análisis de la Comisión de la Verdad y de la Ruta Cimarrona dan cuenta
de la naturaleza racial de esta violencia que ha caracterizado el conflicto armado y evidencia el trato desigual de las vidas negras y sus experiencias.

Bernardino Ravelo teje una nueva ata- rraya para uso y sustento familiar en la Ciénaga de Paredes, Santander. Foto de Natalia Ortiz Mantilla.
Bernardino Ravelo teje una nueva atarraya para uso y sustento familiar en la Ciénaga de Paredes, Santander. Foto de Natalia Ortiz Mantilla.

Cuerpos

En 2020, el exjefe paramilitar Uber Banquez, alias «Juancho Dique», reconoció ante la Comisión de la Verdad su participación directa en múltiples masacres. Muchos de estos cuerpos fueron arrojados a las aguas del canal. Confesó que durante el dominio territorial del frente Canal del Dique, del bloque Montes de María de las AUC, la práctica de tirar cadáveres al agua fue sistemática y generalizada, como también lo fue el descuartizamiento de los cuerpos antes de ser arrojados a ella: sus restos no flotarían, pues caerían lentamente con el sedimento en el lecho del canal.

El Grupo de Análisis de la Información de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) estima que de 1991 a 2015 hubo entre 6.765 y 9.638 desa-pariciones forzadas en la zona del Dique y un total de 121 puntos donde se ocultaron cadáveres tanto en el cuerpo de agua como en fosas comunes de fincas ubicadas a lo largo de sus orillas. Según cifras de la Fiscalía, los crímenes de desaparición forzada y homicidios en la región, entre 1973 y 2023, ascienden a 23.479.

El control de la región del canal del Dique por parte de las AUC estaba directamente relacionado con las conexiones que ofrece el agua. El Dique fue una ruta de salida de drogas ilícitas hacia la bahía de Barbacoas en el Caribe y de ahí hacia el Darién y Centroamérica, y una ruta de entrada de armas que luego serían transportadas a los Montes de María y hacia el interior. Las rutas legales del petróleo se entrecruzaron con inter-cambios ilegales y consolidaron redes de contrabando de gasolina dominadas por los paramilitares. El conocimiento geográfico y de navegación de pobladores ancestrales fue utilizado para sostener las economías de la guerra. Paralelo a esto, la población local fue sometida a largos confinamientos debido al régimen estricto de control social por parte del frente, a las «caletas» que se construyeron y al transporte de muertos, drogas y armas por los que se inmovilizó a la gente para evitar testigos e interrupciones, una situación que obligó a miles de personas a desplazarse hacia Cartagena.

La Ruta del Cimarronaje, una red de más de doscientas organizaciones sociales de la región, ha liderado el proceso de acompañamiento, denuncia y visibilización de las causas y los derechos de las víctimas del canal, en colaboración con la Comisión de la Verdad, que realizó importantes esfuerzos por esclarecer y hacer públicas las atrocidades cometidas durante décadas contra sus pobladores. El informe de la Comisión sobre los impactos del conflicto armado en la región permitió innumerables encuentros y testimonios, así como también silencios de dolor e indignación. La violencia en el canal del Dique no solo se materializó en crímenes puntuales sino en un profundo y prolongado silencio institucional que borró a este territorio, a su gente y a sus muertos de la historia pública sobre el conflicto armado en Colombia. Los análisis de la Comisión y de la Ruta Cimarrona dan cuenta de la naturaleza racial de esta violencia sobre cuerpos y territorios, que ha sido característica del conflicto armado y evidencia el trato desigual de las vidas negras y sus experiencias.

Esto define las promesas de progreso que han acompañado el interés nacional en el Dique. Es por eso por lo que la Ruta del Cimarronaje solicita a la JEP medidas especiales para garantizar el respeto por las víctimas en el marco del actual proyecto de Restauración de Ecosistemas del Canal del Dique.

En una coyuntura de renovada visibilidad de la región y con la notoria concesión de 2.8 billones de pesos otorgada en noviembre de 2022 a la empresa española Sacyr, la JEP dictó medidas cautelares para garantizar la búsqueda, identificación y entrega digna de los restos de personas dadas por desaparecidas en esta zona. Además, ordenó a las gobernaciones diseñar e implementar una ruta de la memoria a lo largo del canal del Dique que reconozca el poblamiento histórico de la región y la memoria de su violencia. En mayo de 2024 fue aprobado el Protocolo Arqueológico Forense para el proyecto, así como los lineamientos nacionales para la protección de cuerpos de presuntas víctimas del conflicto armado en proyectos de infraestructura de transporte en el país y un plan de lucha contra la impunidad en el canal del Dique, un lugar en el que las ilusiones del desarrollo económico, en relación con la crisis ambiental a nivel global, se encuentran con otro tipo de sedimentos, curvas y vegetaciones: los cuerpos de miles de desaparecidos, las memorias de sus familiares y los aparatos de la justicia transicional.

Las infraestructuras del presente son en sí mismas procesos fragmentados con horizontes difusos que deben gestionar restos forenses y coexistir con las memorias materiales y simbólicas de la guerra.

Se supone que el Dique conecta, comunica, permite el flujo de bienes de importancia nacional, pero los esfuerzos para que esas conexiones funcionen de forma eficiente, sin el exceso de sedimentos, de otras formas de ver la vida o de cuerpos fuera de lugar, constituyen una historia de ten-siones, conflicto y violencia. En el Dique no solo hay conexiones; también hay desconexiones y fracturas. Se tejen con la transformación del paisaje y la manera de gobernar la naturaleza, la gente y el espacio por experiencias desiguales y diversas, muchas de ellas borradas de la memoria de la nación y la región.

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