En El hombre que mató a Liberty Valance, de Dorothy M. Johnson, hay un pie de página que me hizo un guiño al instante. El asterisco aparece tras una frase aparentemente inocua: «Ransome Foster llevaba siete meses en el Territorio* cuando chocó con Liberty Balance». Y la nota, del traductor José Menéndez-Manjón, aclara: «Se llama territorio al lugar que aún no está organizado políticamente y permanece bajo la tutela del gobierno federal hasta que se organiza su autogobierno y acaba por ser admitido como un Estado en la Unión». En esa línea modesta se condensa nada menos que la historia de la construcción de los Estados Unidos como Nación.
Johnson hace parte de la tradición literaria del wéstern, ese género que no solo contó la historia de la frontera, sino que la inventó. Donde hubo violencia económica, saqueo de tierras y despojo indígena, el wéstern puso épica y una supuesta redención. El territorio —ese limbo entre lo salvaje y lo civilizado— debía ser conquistado no solo con leyes y comercio, sino también con una violencia aleccionadora, una suerte de enseñanza a balazos que justificaba lo que vendría: el orden, la familia, la religión puritana, el capitalismo.
Entonces nació el vaquero como figura trágica: un hombre solo, sin origen ni destino, encargado de allanar el camino para que otros prosperaran. Su papel era ensuciarse las manos en nombre de un futuro que jamás disfrutaría. Cuando la ley se asentaba, él debía marcharse. Sin recompensa, sin historia.
Ese pequeño asterisco capturó mi atención por razones evidentes. En Colombia, la palabra «territorio» se ha convertido en un comodín. Designa, casi siempre, todo lo que no es Bogotá. A veces se usa con condescendencia, como ese lugar remoto que debemos «salvar»; otras, con un tono romántico, como si allí residiera el país verdadero, frente a la burbuja capitalina. Pero, en todos los casos, el territorio aparece como algo por conquistar: mediante el progreso, una cierta idea de democracia, una noción —todavía colonial— de civilización. La paz, se dice, llegará cuando se extingan las bandas de forajidos, ya sea por las armas o por la rendición.
Cuando recorro regiones como Tierralta (Córdoba), el Magdalena Medio o las selvas del Caquetá, esa paradoja se vuelve tangible: ciclos repetidos de guerra y paz, grupos armados que entregan las armas y comunidades que esperan —una vez más— la llegada del Estado, como si este fuera una pieza de repuesto que debe encajar en una maquinaria averiada. Pero esa promesa institucional nunca termina de cumplirse. Entonces otros grupos —emergentes, reciclados, adaptados— ocupan su lugar. Con sus propias nociones de ley, orden y mercado. Con armas, sí, pero también con reglas de convivencia que pactan, en muchos casos, con los pobladores.
Una característica notable de los grupos armados actuales es, precisamente, esa: su capacidad de adaptación, su arraigo local, su enraizamiento en las geografías, las economías y las necesidades de cada región. De otro modo no se explica que parte de la población se acostumbre a ellos, los tolere, o incluso los prefiera a unas instituciones que apenas aparecen como turistas de paso.
Para explicar este «estado de guerra permanente», la lúcida y ya fallecida socióloga María Teresa Uribe hablaba de «soberanías en vilo», o de soberanías fragmentadas, como rasgo estructural de la construcción del Estado colombiano. Un Estado que ha integrado sus territorios no mediante el diálogo o el pacto, sino a través de la violencia.
Se suponía que eso cambiaría con el Acuerdo de Paz de 2016. En el fondo, ese pacto era un intento fundacional del Estado en los territorios: una forma de incorporarlos a la Nación ya no con las armas, sino con los derechos. El acuerdo prometía lo que en el wéstern simbolizaba el ferrocarril: la llegada del orden, la conexión con la república, el ingreso a la modernidad. Pero no ocurrió de esa manera.
Nueve años después de su firma, la fragmentación de la soberanía no solo persiste: se ha profundizado. Hoy enfrentamos un riesgo real de balcanización. Una frontera oriental dominada por una guerrilla binacional —el ELN— que ejerce un poder armado, brutal y hasta ahora imparable. Un Caribe donde el Clan del Golfo ha revitalizado las estructuras políticas y económicas heredadas del paramilitarismo, esas que han sobrevivido con comodidad a la acción de la justicia. Y un occidente y sur del país donde las disidencias de las FARC han retomado las formas de los grupos guerrilleros, con nuevas dosis de crueldad y autoritarismo. A diferencia de sus predecesores, estos no tienen ambiciones nacionales: se entienden como fuerzas regionales, con aspiraciones de control, pero también de gobierno.
La explicación recurrente para esta persistencia es que el Estado no llegó a llenar el vacío dejado por las AUC primero y por las FARC después. Pero quizás ese vacío no existe, o nunca existió. Tal vez la idea misma de que «el Estado llega» sea una ficción. El Estado no aterriza: se construye. Es un proceso de largo aliento que se gesta en cada territorio según sus propias dinámicas sociales, políticas y culturales. Incluso —y esto cuesta admitirlo— con esos grupos que prosperan en las ausencias de la burocracia central.
En ese sentido, la hipótesis medular de la Paz Total impulsada por el actual gobierno era acertada: reconocía la complejidad del poder real en los territorios, sin llamarse a engaños. Pero esta comprensión no se ha traducido en una estrategia eficaz.
Urge entonces un giro en el relato de la «ausencia estatal». No basta con repetir que el Estado no ha llegado. Es necesario mirar de frente lo que sí existe: las economías locales, las lógicas políticas, las formas de poder, la cultura, las instituciones —formales e informales— y su vínculo con el reciclaje de los grupos armados. Preguntarse cuál es la paz posible en cada región y cómo se traza una hoja de ruta para alcanzarla.
Volviendo al wéstern, hay que decir que el género también ha mutado. En las plataformas de video abundan las series que desmontan el romanticismo inicial del género. Algunas producciones son descarnadas: muestran lo que el mito ocultaba. Que el territorio fue un botín. Que el progreso, tantas veces, llegó en forma de masacre, se impuso a bala.
En Wyatt Earp y la guerra de los Cowboys, una serie reciente de Netflix, se cuenta una guerra sucia por el control del suelo y las rutas del tren. El proyecto ferroviario, financiado por J.P. Morgan, se impone a sangre y fuego. En ese capitalismo salvaje, los nuevos representantes de la ley y el orden —los que llegaron con el tren— refinaron todas las formas de saqueo y racismo. La violencia no desapareció. Solo adoptó las formas institucionales.
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