Sentada en la sala de espera de urgencias, una mujer se pregunta qué comió para haberse provocado el dolor que la obliga a doblar el cuerpo. Su última comida fue arroz blanco con aguacate, un mango de azúcar y una taza de té.
Imagina haberse llevado a la boca un puñado de espinas, masticar manotadas de tierra. Imagina haberse comido media docena de insectos irritantes. La examinan, la inyectan con un analgésico intramuscular, la ponen en lista para una ecografía abdominal.
—En una escala de uno a diez…
—Seis punto cinco. Siete si me levanto o camino —interrumpe.
La mujer quisiera tener siete años y llorar sin pudor en la sala de espera de urgencias. Quisiera no tener que responder a las formas de la adultez y hacerse donita como los animales, arroparse con la chaqueta y dormir sin preocuparse por abrazar la cartera, el celular, la billetera. Que alguien la despierte cuando la llamen para la ecografía abdominal.
No se comió un puñado de espinas, no masticó tierra, no se tragó media docena de insectos irritantes; hace dos días, antes de que apareciera el dolor abdominal, la hinchazón que le impide cerrarse el pantalón, oyó a su pareja decirle, con el tono que usa para los chistes: «cuando estás cerca, el aire se llena de dióxido de carbono y se me agobia la respiración».
No se sorprende, la mujer siempre ha tenido un cuerpo que reacciona a lo que no la ha tocado. Desarrolla alergias a lo invisible y se cura con símbolos. Recuerda cuando una bicicleta se estrelló contra ella en la calle. La rueda delantera pegó contra su pantorrilla, la ciclista voló por encima del manubrio y aterrizó en un parche de pasto en el andén. A la mujer, en cambio, solo le quedó el patrón de la llanta impreso en la pierna. Es como si el cuerpo respondiera a un plano material distinto, con otras reglas de la física. Un lugar donde el golpe de una bicicleta es imaginación y un gesto causa los daños materiales de tragarse 100 ml de Sanpic. Sentada con las piernas contra el pecho pensó en el respiracionismo, esa práctica que enseña a tomar los nutrientes del aire, a procesarlos a través de la inhalación. Tal vez algo de antirrespiracionista tenía su pareja cuando le pedía que se echara un poquito más para allá, un poquito más lejos, más, un poquito más, eso, a un metro está bien, se acumula el dióxido de carbono a nuestro alrededor.
Hace más de veinte años, la mamá de la mujer se fue de viaje durante dos o tres meses y la dejó en casa de la abuela. Cuando volvió, la niña empezó a sentir repulsión por la comida. El pollo sudado, su lisura, los poros donde le habían nacido las plumas, los pedacitos de tomate y cebolla pegados a la piel. El olor del pescado. Los granos de arroz atrapados entre la encía y la mejilla interna. La leche. El hueso hueco de la carne donde se acumula el guiso y esa sustancia gris grumosa que a algunos les gusta sorber. Todo lo comestible le provocaba un espasmo y la hacía vomitar.
Como la niña no mejoraba con caldos o descanso, y no conservaba en el estómago ni una fruta ni un té, la llevaron al hospital. Le pusieron suero, amenazaron con alimentarla a través de una sonda que entraría por la nariz, le ordenaron una dieta sin sal ni condimentos. La comida le supo a trapo.
En la sala de espera de urgencias la mujer trata de recordar cómo combatió la niña el aburrimiento de la hospitalización. Se acuerda de una publicación simplificada para niños del Quijote y de una edición de bolsillo de Un capitán de quince años. Más que procedimientos médicos, la mujer recuerda la angustia de la tripulación comandada por el adolescente Dick Sand al pensar que estaban en Bolivia cuando realmente habían atracado en costas africanas. Recuerda leer sobre, casi sentir, el clima húmedo y pegajoso y las moscas tsé-tsé, transmisoras de la enfermedad del sueño.
La niña pasaba mucho tiempo pensando en los síntomas de la enfermedad endémica de África: los cambios de estado de ánimo, la ira repentina y el sueño constante. Se sentaba en la silla de su cuarto de hospital, junto a la ventana, y esperaba a que una mosca se posara al otro lado del vidrio. Le analizaba la forma de las alas y la extensión de la probóscide, una palabra que aprendió en esa hospitalización y le gusta todavía. Se puede decir lengua, pero es mejor decir probóscide, se dice la mujer.
Ninguna mosca que descansó en el alféizar de la habitación 2020 pertenecía a la especie transmisora. Todas eran moscas caseras, inofensivas y colombianas. Esa constatación la tranquilizó. La enfermedad del libro estaba confinada a la ficción y no tenía ningún poder sobre la niña. La amenaza que se incubaba en los vientres de las moscas y se transmi- tía a través de la probóscide solo podía afectar a la tripulación del capitán Dick Sand. No a ella, ni a ninguno de los pacientes del segundo piso del hospital, a ninguna persona en el continente americano.
Empezaron a circular entre los médicos teorías que aterrorizaron a la madre de la niña. Tenía el estómago en forma de reloj de arena y el alimento, al llegar al órgano contraído, se devolvía en contra de la gravedad. La solución era una gastrostomía, una incisión en el abdomen a la que le conectarían una manguerita para llevar el alimento, un líquido espeso, empacado en latas y del color de la malteada de vainilla pero sin ningún sabor, porque el estómago no tiene receptores para lo dulce. La niña podría comer, pero vomitaría. Los nutrientes entrarían por la incisión abdominal y si quería calmar un antojo, si tenía ganas de hacer crujir algo entre los molares, podía usar la boca. La niña crecería con un sistema escindido, los nutrientes por una herida abierta en la panza; la comida inútil y sabrosa, sobre la lengua.
Sentada en la sala de urgencias, la mujer se pregunta si el vómito crónico fue una manera de manipular a su madre, de amenazarla advirtiéndole: si te vuelves a ir, me muero. Si me dejas, soy capaz de hacerme morir de subnutrición por vómito. O quizás era una forma de decirle: soy un bebé aún, me alimento en tu cercanía, hay un cordón de panza a panza que me sustenta, no te atrevas a cortarlo. La madre de la niña había estirado de más el cordón invisible y lo había reventado, y sería tarea de los médicos arreglar el daño con una sonda y una incisión, restañar el vínculo roto con un tubo de silicona quirúrgica.
La mujer imagina diagnósticos para la enfermedad pasada: necrosis vincular, infarto del sistema emocional gástrico, síndrome de desnutrición por miedo. Quisiera replicar el juego con el dolor que la dobla y ponerles nombre a las causas del malestar. No puede. Recordar la enfermedad infantil se siente como contar una travesura; nombrar lo que le pasa está por fuera del lenguaje que tiene a su alcance. Mutismo abdominal, la paciente es incapaz de describir las causas del dolor.
La mujer piensa que así como no hay sinónimos, solo palabras que nacieron en proximidad, el diagnóstico intenta ser un reflejo de una realidad física, pero como la sinonimia, solo es un lente desajustado, una mirada que se acerca pero no termina de acertar.
No hubo gastrostomía ni incisiones de ningún tipo, la enfermedad de la niña, como otras que vendrían después, desapareció con un tratamiento que no parecía estar relacionado con síntomas visibles. Fue la primera vez que la niña experimentó lo que de adulta llamaría medicina simbólica.
Una mañana apareció un camillero y se la llevó en ayunas. Le pusieron una bata de examen y la acostaron en una superficie metálica. La enfermera le dio un vaso de papel lleno hasta el borde de un líquido rosado y viscoso, la primera cosa dulce que la niña había probado en semanas. Aunque la sustancia sabía a una mezcla de emulsión de Scott y juagadura de crema dental, a la niña le supo a chocolatina con arroz inflado, a algodón de azúcar, a crispetas con caramelo. Recordó la vida afuera del hospital. Extrañó los helechos arbóreos, el brillo del pavimento en las noches de llovizna, las papas Margarita de limón, las piernas frías en las madrugadas de esperar el bus escolar, la satisfacción de tajar un lápiz nuevo por primera vez. El mango biche con pimienta y sal, el tomate con sal, el aguacate con limón y sal.
La plataforma se inclinó a 45 y luego a 90 grados y con los rayos X el operario tomó una imagen estomacal. La niña imaginó que la plataforma podía inclinarse de más y lanzarla contra el piso en bata de examen. Fue un pensamiento que se diluyó al instante de su aparición: estaba concentrada en rasparse la lengua con los incisivos para conseguir la mayor cantidad de dulce posible. Se tocó la mejilla interna con la lengua y descubrió un punto que al presionarse lanzaba un chorro de saliva. Se imaginó culebra y con la boca abierta expulsó el veneno mientras el operario le pedía que se quedara quieta.
Una estudiante de Medicina se interesó por la niña. Pasaba al final de sus rondas por la habitación 2020 y se dejaba contar del capitán Dick Sand y del perro Dingo, sacrificado en la ficción para que la tripulación regresara completa. A cambio, la estudiante le contaba del Bosque San Carlos, un parque cerca de la casa donde vivía al sur de Bogotá. El Bosque había sido creado a principios del siglo XX para mantener aislados a los enfermos de tuberculosis, era una jaula medicinal de pino y eucalipto que limpiaba el aire contaminado y establecía una frontera fluida entre sanos y enfermos. Durante unos minutos al día, todos los días, hablaban de los síntomas de las enfermedades distantes: la poliomielitis, la tuberculosis, el ébola, el envenenamiento por metales pesados que aquejó a pintores de otras épocas. Si le hubieran preguntado, la niña habría dicho que quería estudiar Medicina, o mejor, Historia de la Medicina, porque gozaba de la misma forma con las aventuras de Dick Sand y las historias de las cosas terribles que nunca le podrían pasar. Nombrar lo imposible era una forma de protegerse.
Una tarde, antes de las rondas, la estudiante contrabandeó un perro caliente, una porción de papas a la francesa, un vasito plástico con queso derretido y una lata de Sprite. La estudiante cerró la puerta, abrió la ventana para disimular el olor a grasa y anotó la comprobación de lo que ya intuía: por primera vez en un mes y medio la niña no había sentido náuseas al comer.
El antiespasmódico intramuscular ha hecho efecto y la mujer siente que puede levantarse de la silla. Junto a la entrada, al lado del aparato que entrega el turno para el triaje, hay una máquina dispensadora de chucherías. Le llaman la atención un paquete de achiras y una cajita de leche endulzada sabor a fresa. Recuerda que el médico que le ordenó la inyección habló de colon irritable y de llevar una dieta sensata. Sana o sensata, no recuerda bien, ha olvidado la distancia entre una palabra y otra. La mujer piensa, mientras mete las monedas en la ranura de la máquina, que no entiende del todo la relación entre la sensatez y la leche con sabor a fresa. Probóscide, dieta sensata, colon irritable, repite mentalmente como si estuviera leyendo el menú de un restaurante que ofrece comida para llevar. Escoge un kumis y un dulce de la peor clase, chocolate blanco que no es más que almidón de maíz y exceso de azúcares.
Abre el chocolate y piensa en faquires que ayunan por años, en gente que traga vidrio molido, en los que caminan sobre las brasas o se acuestan en camas de puntillas. Personas que han hecho de sí un espectáculo para demostrar a los simples que lo invisible es más poderoso, que la mente se impone a la materia. El cuerpo de la mujer, en cambio, está hecho de otra cosa. Cuerpo sobre espíritu, jugos gástricos sobre pensamiento.
Una voz llama a la ecografía y la mujer camina hacia la sala de procedimientos. Imagina que ella y su cuerpo son distintos, dos entidades unidas por un cordón como el que estiraron ella y su mamá en ese primer episodio gástrico. La mujer imagina que se inclina ante el cuerpo como lo haría un faquir ante sus brasas. Imagina otra más, una tercera que mira la escena. La mujer camina hacia su ecografía.
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