La polémica que habitualmente rodea al rock nacional concierne a su pertenencia o no a la música popular argentina. Desde variados ámbitos, pero en especial desde aquellos ligados al tango y al folclor, se invalida su identificación como música popular argentina contemporánea. Así, por ejemplo, no solo los viejos tangueros cuestionan que el rock tenga algo que ver con la música de estas costas, sino que aun las declaraciones de un renovador como Piazolla apuntan hacia la misma dirección. Conocido es el episodio ocurrido en 1985, cuando una manifestación de intérpretes folclóricos protestó por el auspicio que la Municipalidad de Buenos Aires brindó al Festival de Rock and Pop, celebrado en el estadio de Vélez
Si este es el debate que se entabla fuera del rock, dentro del mismo la discusión es distinta: si bien el movimiento de rock nacional no discute en ningún momento su carácter de nacional, sí polemiza continuamente sobre su condición de rock, y esto no solo desde un punto de vista estrictamente musical, sino (y es lo más importante) desde lo ideológico.
A lo largo de las páginas que siguen se intentará demostrar cómo la particular estética del género —íntimamente ligada a un determinado tipo de relación social— determina que el movimiento de rock nacional, sin ser estrictamente rock en lo musical, aunque sí lo es en lo ideológico, no puede adscribir a otra cosa que a la música popular argentina contemporánea.
El rock como música de fusión
Hablando en términos estrictamente musicales, el rock nacional es música de fusión. Y en esto no se diferencia del tango (música de origen hispanocubano que encumbra como instrumento típico al bandoneón, de origen alemán, y que a partir de la década del cincuenta se relaciona estrechamente —por lo menos en sus expresiones de vanguardia— con el jazz y la música clásica), ni del folclor (que en realidad es «proyección folclórica», por lo menos en sus cultores más difundidos —los conjuntos vocales—, ya que tales formaciones y sus arreglos típicos son inhallables en la música nativa —donde solo existen dúos— y sí, en cambio, en los conjuntos vocales de jazz americano de los cincuenta, y en la tradición de la música coral).
Lo que obviamente diferencia al rock del tango y del folclor es el contenido de la mezcla. A través de su historia, el movimiento del rock nacional se ha relacionado (de manera variable según las épocas y los cultores) con el rocanrol de la década del cincuenta, el blues, el pop, el rock sinfónico, el punk, el jazz, el jazz-rock, la new wave, el reggae, el ska, el rockabilly, la música clásica, el folk norteamericano, el heavy metal, la canción de protesta, la bossa nova, el tango y el folclor.
Pese a albergar semejante variedad de estilos desde la emisión, desde la recepción se decodifica a todo esto como rock nacional. No sin conflictos, por supuesto. Estamos en presencia de un claro ejemplo de transformación por parte de los receptores de lo que surge desde los emisores. ¿A qué se debe esto?
La definición de un tema (sea el estilo musical que represente) como perteneciente al rock nacional no se hace en función de la música ni de la letra, sino de la adscripción del intérprete (veraz o fantaseada) a un compromiso con las claves ideológicas (ciertamente de límites no claros) ligadas al movimiento de rock nacional.
Un par de ejemplos servirán para delinear mejor este fenómeno. ¿Qué diferencia a una baguala anónima interpretada por León Gieco de la misma baguala cantada por Anastasio Quiroga? ¿Qué distingo se puede hacer entre un tango interpretado por Baglietto, con el acompañamiento en bandoneón de Rubén Juárez, del mismo tango grabado por Cedrón? ¿Qué distingue la interpretación de «Pavana para una infanta difunta» por Pedro Aznar de la misma pieza ejecutada por F. Gulda? ¿Hay alguna diferencia entre los boleros cantados por Litto Nebbia y los grabados por Manzanero? Musicalmente, con seguridad encontraremos infinidad de elementos distinguibles entre una y otra interpretación. No obstante, para el movimiento de rock existe una sola diferencia: el primero de los músicos nombrados, por su trayectoria, es claramente definido como integrante del movimiento de rock nacional, y arrastra con dicho rótulo la música que hace, la cual pasa a ser parte del fenómeno de fusión del movimiento, mientras que aquellos intérpretes nombrados en segundo término son ubicados por la recepción rockera en los mismos lugares en que ellos mismos se ubican desde la emisión: el folclor, el tango, la música clásica, el bolero.
En esta misma dirección es que deben interpretarse hechos tales como que el grupo Sumo (una de las principales bandas surgidas del circuito underground durante la dictadura) interprete música en inglés y sea considerado rock nacional (aunque su cantante y compositor, Luca Prodán, sea un angloitaliano arribado al país hacia 1980); o que Daniel Grinbank, uno de los principales empresarios del género, declare: «Tiene mucho más espíritu de rock un tema folclórico por León Gieco que un rock cantado por Sandra Mihanovich».
De esta manera, la variada emisión musical es resignificada como rock por la audiencia de jóvenes en función de los valores que el movimiento comparte (o cree compartir) con los músicos. Durante la larga etapa en que el rock se mantuvo fuera de los mecanismos de la difusión musical masiva (aquella que tiene su origen en el disco y no en una relación directa intérprete-público en un ámbito compartido), es decir con anterioridad al año 1982, el lugar de convalidación tanto de la ideología compartida como de la propuesta musical de fusión concebida por el músico fue el recital.
La estrecha relación entre artista y público fue el punto nodal de todo el fenómeno que se conoce bajo el nombre de rock nacional. Y el recital fue el lugar físico de su plasmación. En dicho ámbito tanto puede triunfar la propuesta novedosa de grupos debutantes como fracasar la de intérpretes consagrados, en una suerte de plebiscito cotidiano que exige la reafirmación del compromiso del músico con la realidad de su público en cada encuentro.
En esos ámbitos el rock nacional fue tejiendo su imbricada relación con el tango y el folclor.
«Una vez, en el 77, me llevaron preso por averiguación de antecedentes, porque sí. Bueno, entré en un calabozo y en la pared, escrito con no sé qué, estaba la letra de un tema mio, “Cementerio Club”. Era la paradoja más siniestra que el destino me había jugado. Lloré. Sobre todo por el pibe que no conozco y que la escribió» (Luis A. Spinetta, 1985).
Tango y rock
Es un error ubicar la relación entre tango y rock hacia 1976 y ligarla exclusivamente a las experiencias de Alas e Invisible, ya que tanto a nivel de letras como en lo musical, tal relación se remonta a los albores del movimiento y persiste en la actualidad.
Conviene recordar aquí algunos eventos: Mederos toca el bandoneón en el primer disco de Almendra, en 1969 (conjunto claramente influido, según sus integrantes, por la operita María de Buenos Aires de Piazzolla); lo vuelve a hacer, esta vez junto a Mosalini, en el disco El jardín de los presentes de Invisible (1976); este último bandoneonista también participa en Fuera del cielo (1975) de Litto Nebbia, intérprete que ya había llamado a Mederos a participar en su disco Melopea (1974), y que en 1986 graba «El día que me quieras» en uno de sus discos; Alas presenta en 1976 en el teatro Coliseo su propuesta de tango-rock con los aportes de Mederos, Mosalini y Benelli, y el aplauso enfervorizado de Piazzolla desde la platea; Baglietto graba «Sentado al borde de una silla desfondada», de Gelman, en 1985, con Juárez en el bandoneón; el mismo año que Fito Páez compone «Giros», donde el sintetizador reemplaza al bandoneón; o bien que, a nivel letras, el primer larga duración del propio Baglietto es muy tanguero («Mirta de regreso», por ejemplo); sin olvidar la versión de «Gricel» de Mores y Contursi que graban Spinetta-Páez en 1986; o el tanguero «Mi querido amigo Pipo» compuesto por Moris hacia principios de los setenta, intérprete que, junto a versiones de rocanrol directo, incorpora, para su espectáculo de 1985, tangos como «Tomo y obligo», «Volver» o «Desencuentro».
No obstante lo apuntado, la relación con el tango también adquiere ribetes conflictivos, ya que desde este tipo de música partieron (y aún parten) las críticas más feroces hacia el rock. Entonces, el rock se defiende, y ubica en el tango a gran parte de la «resistencia al cambio» y a la «careta».
Con esto quiero hacer notar que el rock se siente muy a gusto con el tango como música, y reivindica buena parte de sus letras:
«—Pero no olvidemos que esto no nace con nosotros. Escuchás una letra de Homero Manzi y es como si te pasara por encima un rulemán SKF.
—Pero hoy no podrías escribir como Manzi.
—Pero estamos recogiendo cosas de ese tipo, loco. Es otro lenguaje, otro código, pero lo que pasa, y lo que estamos queriendo decir, y la actitud de los «quías» era la misma» (Reportaje a Luis Alberto Spinetta y Fito Páez, 1986).
Aunque no comulga con el peluquín de Soldán: «A simple vista puedes ver / como borrachos en la esquina de algún tango / a los jóvenes de ayer. / Empilchan bien, usan tupé / se besan todo el tiempo y lloran el pasado / como vieja en matineé. / Míralos, míralos, están tramando algo. / Pícaros, pícaros, quizás pretenden el poder. / Cuídalos, cuídalos, son nuestros nuevos, son como inofensivos. / Dígalo, dígalo, son nuestros nuevos Dorian Gray. En un remise / en Sadaic / con sus bronceados de domingos familiares / y sus caras de kermese. / Grandes valores del ayer / serán los jóvenes de siempre / los eternos / los que salen en TV» (Charly García, 1979, «A los jóvenes de ayer»).
«El rock es algo más que música y letra. Era una forma de vida y aún sigue siéndolo: se trata de estar ecualizado con lo que pasa en el mundo, perturbar el orden establecido e impulsar a la gente a hacer algo» (Charly García, 1986).
Folclor y rock
También aquí la relación entre ambas formas musicales es estrecha, llegando a la paradoja de que uno de los nombres mayores del movimiento del rock, León Gieco, directamente ha dejado de presentarse en los circuitos habituales del género para pasar a hacerlo en el de los festivales folclóricos como Cosquín y otros.
Aquí tambien los ejemplos son innumerables: hay que recordar que una de las primeras canciones de Spinetta es una zamba, «Barro tal vez», compuesta en 1965 pero grabada recién en 1982; que Arco iris graba dos discos eminentemente folclóricos hacia comienzo de los setenta: Sudamérica, o el regreso de la aurora (1971) e IntiRaymi (1972); que Litto Nebbia viene experimentando con el folclor y con intérpretes del género de 1972, y ha compuesto varias canciones folclóricas o de fusión: «Vamos negro» (1972), «Nueva zamba para mi tierra» (1982); que las raíces negras del folclor, especialmente el candombe, son tratadas en los diversos discos que Rubén Rada graba a comienzos de los ochenta: La banda, La rada, En familia; como así también en los discos de Raíces, (1978), Roque Narvaja, Chimango (1975); Pedro Aznar, «Contemplación» (1984); que varios fueron los conjuntos que en diversas épocas cultivaron esta vertiente de fusión: Miguel y Eugenio, Aucán, La Fuente; que Baglietto ha interpretado varios temas de esta línea; que algunas de las mejores canciones de Fito Páez son aires folclóricos: «Yo vengo a ofrecer mi corazón» (1985) es una chacarera; «DLG» (1985), una baguala; «Parte del aire» (1986), una litoraleña; y finalmente, toda la producción de Gieco es netamente folclórica; baste recordar que el famoso «Solo le pido a Dios» es, simplemente, un huayno.
Aquí conviene recordar que en esta tan particular lógica de los rockeros de entender al rock como actitud y no como forma musical, la fusión con el folclor se hace también desde una actitud crítica hacia sus cultores tradicionales:
«Rock es lo que sintió Debussy al culminar sus primeras composiciones, la furia de Thelonius Monk, el nervio que pone el Cuchi Leguizamón al sentarse al piano. Attenti: hablo de una actitud, no de una forma. Que alguien componga, como el que firma, una chacarera no es necesariamente la reencarnación musical de Carlitos Marx. Lo que cuenta es la voluntad de desinstalarse, de estar siempre al mango, de no plegarse de modo complaciente al orden establecido. El día que el rock deje de joder, cagó» (reportaje a Fito Páez, 1986).
«En la chacarera de Fito, «Yo vengo a ofrecer mi corazón», ¿sabés lo que es para la gente que le digas: «Cambiar por cambiar nomás», ahí, en el medio de ese ritmo que le hace acordar a Los Chalchaleros, justo en esa parte del tema chaca-tun-chaca, donde el folclor hace su cucha sarnosa, y se subleva contra todo y dice “cambiar por cambiar nomás”?» (reportaje a Luis A. Spinetta, 1986).
Un listado similar de intérpretes, discos y temas se podría hacer para cada una de las mezclas que ha hecho (y sigue haciendo) el rock nacional. Para una profundización en el asunto remitimos a la bibliografía especializada. Lo que es importante destacar aquí es que las funciones no son lineales, sino que, en la mayoría de los casos, juegan con varios tipos de música a la vez, complejizando enormemente el mensaje musical que sin embargo sigue sonando, para el público rockero, como rock nacional.
Si esto es lo que ocurre, someramente, a nivel de las músicas que fusiona el rock, a nivel de las letras acontece otro tanto, dado que las temáticas abordadas son innumerables. El amor, la soledad, la adolescencia, la relación con los padres (y con los mayores en general), los conflictos con la autoridad (el gobierno, la policía, el ejército, la iglesia), las utopías, la crónica de época, la descripción de lugares y personajes; casi no hay tema que se relacione con las vivencias de los jóvenes en una gran ciudad que no haya sido cantada por el rock nacional.
No obstante, el hecho de que el rock, desde su nacimiento en el país hacia 1965, vivió quince de sus veintiún años de existencia bajo regímenes militares con clara predisposición hacia la represión juvenil determinó que muchas de sus canciones hicieran referencia a esta situación y, paulatinamente, el enemigo inicial (el establishment) terminó casi confundido con el cotidiano (los militares). De ahí que, para cierto inconsciente colectivo del movimiento, rock nacional directamente signifique canción de crónica o de mensaje generacional, a veces colindante con algunas expresiones de la canción de protesta: Piero, Pedro y Pablo, etcétera. En todo caso, lo que tal inconsciente colectivo reclama es que las letras del rock representen sus vivencias cotidianas, entre ellas, aquellas que sufre con el poder.
A título de ejemplo de este tipo de canciones, vayan algunas letras de Charly García: «Confesiones de invierno» (1973): «Conseguí licor y me emborraché / en el baño de un bar. / Fui a dar a la calle de un puntapié / y me sentí muy mal. / Y si bien yo nunca había bebido / en la cárcel tuve que acabar, / la fianza la pagó un amigo, / las heridas son del oficial»; «Botas locas» (1974): «Es un juego simple el de ser soldado, / ellos siempre insultan, yo siempre callado. / Los intolerantes no entendieron nada, / ellos decían “guerra”, yo decía “no, gracias”. / Amar a la patria ellos te exigieron, / si ellos son la patria yo soy extranjero»; «El fantasma de Canterville» (1975): «Me han ofendido mucho / y nadie dio una explicación. / ¡Ay! Si pudiera matarlos / lo haría sin ningún temor. / Pero siempre fui un tonto / que creyó en la legalidad. / Ahora que estoy afuera / ya sé lo que es la libertad»; «No te dejes desanimar» (1976): «Nunca dejes de abrirte / no dejes de reírte / no te cubras de soledad. / Y si el miedo te herrumbra / si tu luna no alumbra / si tu cuerpo ya no da más, / no te dejes desanimar, / no te dejes matar, / quedan tantas mañanas por andar»; «Canción de Alicia en el país» (1979): «Estamos en la tierra de nadie / pero es mía. / Los inocentes son los culpables / dice su señoría, / el rey de espadas. / No cuentes qué hay detrás de aquel espejo, / no tendrás poder / ni abogados / ni testigos».
Pero la variedad de estilos y fusiones que propone desde la emisión el rock nacional y que es decodificado unitariamente como rock por los jóvenes también tiene otro indicador importante: la carrera de los intérpretes. Veamos esto un poco más de cerca.
Luis Alberto Spinetta comienza componiendo baladas urbanas con claros aromas tangueros y folclóricos. Hacia comienzos de los setenta produce un vuelco hacia la música ligada al rocanrol con Pescado Rabioso. Cuando en 1973 arma Invisible vuelve a acercarse a la balada urbana, al folclor y al tango. A partir de 1977 compone e interpreta decididamente en la onda del jazz-rock, con Banda Spinetta y SpinettaJade. En 1982, con el disco Bajo Belgrano retoma la temática de la canción urbana, e incluso incursiona en la canción de crónica, dedicándole un tema («Maribel») a las Madres de Plaza de Mayo. En 1986 su disco Privé se parece más a los denominados «modernos» o «pops» (Virus, Soda Stéreo) que a su propio autor. Hacia finales de ese año, sin embargo, en su trabajo conjunto con Fito Páez La, la, la vuelve a la canción, además de cantar un tango hecho y derecho (bah, no tan derecho), «Gricel». Para 1987 tiene pensado editar el disco Tester de violencia, cuya temática aparece claramente influida por el pensamiento de Foucault.
Luis Alberto Spinetta está considerado como uno de los principales miembros del movimiento de rock nacional, y ninguno de los jóvenes que lo siguen se permitiría dudar de que Spinetta siempre hizo rock.
Otro tanto ocurre, en mayor o menor medida, con el resto de los nombres importantes del movimiento. Charly García y su trayectoria de balada urbana acústica, luego eléctrica, rock sinfónico, canción de crónica, fusión con música clásica, su incursión en la vertiente «moderna». Litto Nebbia y su pop inicial con Los Gatos, su incursión con Domingo Cura en el folclor, la etapa netamente jazzera con González y Astarita, su experimentación con el tango, con la música brasileña, vuelta al folclor con Saluzzi, otra etapa cancionística a su regreso de México («Solo se trata de vivir»), algunos temas ligados al bolero, su actual reincursión por el folclor de fusión con Baraj y González.
En resumen, el hecho de ser procesada bajo un mismo rubro «rock nacional» una vasta lista de temáticas y estilos musicales no podría ser comprendido si no entendiéramos esta peculiar manera que tiene el movimiento de anteponer una actitud frente a una forma musical. Es por todo esto que decidimos que, en realidad, en el rock nacional, musicalmente hablando, el rock es lo de menos.
«Desde la llegada de los radicales tienen éxito los grupos con una temática de falsa festividad, conchetitos de Martínez o de San Isidro que tocan porque tienen plata, como Los Helicópteros o Soda Stéreo, gente que no salió a la calle y que no tiene nada que ver con el verdadero rocanrol que viene bien de abajo» (Luca Prodán, líder de Sumo, 1986).
Rock e ideología rockera
El movimiento de rock en la Argentina surge a mediados de aquella década de Woodstock, el mayo francés, los Beatles, la guerrilla. Como ocurría a nivel mundial, la música solo era el emergente de una actitud de vida caracterizada por el cuestionamiento profundo a la sociedad: el rock pone en tela de juicio una manera de concebir el mundo propio de los adultos, la concepción realista.
Para la juventud que tiende a orientarse por comportamientos fundamentalistas anclados en valores, el realismo de los adultos, su comportamiento pragmático, es sinónimo de hipocresía. Y eso ocurre así porque gran parte de los valores sustentados por los jóvenes provienen de la socialización de la que son objeto por parte de sus mayores, entonces su denuncia está dirigida contra la incoherencia entre los valores afirmados por la sociedad adulta y su práctica social.
Pero además de aquellos valores que recibieron durante su proceso de socialización, los jóvenes de cada generación crean y sostienen nuevos valores, ya que en el marco de las complejas sociedades modernas, la juventud cumple muchas veces la función de propugnar nuevos valores experimentales, que la sociedad aún no puede adoptar.
Es por todo esto que la actitud contestataria del rock se establece frente a un sistema social caracterizado como hipócrita, represivo, violento, materialista, rutinario, alienado, superfluo y autoritario.
Si en los Estados Unidos las consignas que levantaba el movimiento (libertad sin ataduras, paz, amor, respeto por la naturaleza) están estrechamente ligadas a un estallido de cuestionamientos al orden sociopolítico (Vietnam, campañas en pro de la igualdad racial), en nuestro país, bajo el gobierno militar de Onganía, estas consignas (aunque de contenidos esencialmente semejantes) se resignifican.
Con todo, el naciente movimiento de rock nacional era entonces solo una de las posibles alternativas al sistema, que se caracterizaba por una búsqueda individual y generacional en el seno de una sociedad que (a diferencia de lo que ocurriría diez años después) continuaba valorando altamente a la política y a los actores colectivos. Es en estos momentos iniciales cuando comienzan a perfilarse las características futuras del movimiento: la música ocupa el lugar de portavoz privilegiado de la nueva propuesta; comienza a delinearse tanto el enemigo (el sistema) como el campo en el que se desarrollará el conflicto (la cultura); y se establece el circuito de la comunicación que lo caracterizará de ahí en más: los recitales.
También es en esos momentos iniciales cuando comienzan las primeras discusiones internas sobre lo que ideológicamente era o no era rock. La primera polémica (y con ella la apropiación por uno de los polemizantes y su negación al contrincante del citado rótulo) se da entre Manal y Almendra, reivindicando los primeros para sí el ser los verdaderos representantes de la ideología rockera.
«El trío se afirma como un conjunto de muy especiales características, separándolo de la tendencia más difundida del rock nacional, de los ojos de papel, azúcar y niños dormidos. La realidad es filosa, equívoca y no tiene buen gusto. Manal la expresa. Y se coloca en la vereda de enfrente de Almendra. Manal es el lamento desesperado de quienes no pueden más y sin embargo gritan que se puede volar» (Guillermo Saccomanno, periodista de Humor, 1980).
«Un día, en el estudio TNT, mientras Almendra grababa, estaba Javier Martinez (líder de Manal) balbuceando sus armonías urbanas, con la negra Blanca, Pappo, Alejandro Medina… todos en la mano que tumba. Esos tipos nos boicotearon desde el momento que nos conocieron. Se reían de la música que hacíamos. Eso alteró mucho el proceso creativo de acá. Toda la ondita de tipos que si no tocabas blues eras un paquete. Yo sufrí humillaciones de toda la gente del rock pesado, y yo me tomaba todo a pecho, me llagaba. Me auto planteaba “Muchacha ojos de papel”, decía: “yo qué ingenuo”» (Luis Alberto Spinetta, 1977).
En este caso (como luego se repetirá en el encontronazo entre acústicos y eléctricos), lo ideológico parecía coincidir con lo musical (los «rockeros» eran verdaderos rockeros), ya que los cuestionadores eran aquellos que cultivaban las formas más tradicionales del género, el blues y el rock pesado, y los cuestionados, los que se internaban en la balada, el folclor, el tango y la música de fusión. En lo referido a las letras ocurría algo similar, puesto que la tradicional temática contestataria del género también era asumida por Manal («No hay que tener un auto / ni relojes de medio millón. / Cuatro empleos bien pagados. / Ser un astro de televisión, / no, pibe, no, / para que alguien te pueda amar»), paralelamente a toda una serie de letras que retratan la vida ciudadana («Vía muerta, calle con asfalto siempre destrozado. / Tren de carga, el humo y el hollín están por todos lados / Luz que muere, la fábrica parece un duende de hormigón / y la grúa su lágrima de carga inclina sobre el dock»): mientras que Almendra se interna en la temática más intimista («Muchacha ojos de papel, a dónde vas, quédate hasta el alba. / Muchacha, pequeños pies, no corras más, quédate hasta el alba. / Sueña un sueño despacito entre mis manos / hasta que por la ventana suba el sol»).
También en esta primera polémica se prefija un elemento que acompañará las siguientes: la adscripción de clase, asignada por los autodefinidos rockeros a sus contrincantes (y por lo tanto aquella que ellos mismos se adjudican). Así era bastante común escuchar por aquellos años que la música de Almendra era para «pibitos de clase media» (los posteriormente llamados «chetos»), mientras que los seguidores de Manal y compañía eran los chicos de los «suburbios» (también apodados «firestones» o, más vulgarmente, «negros»). Una observación del público asistente a recitales más o menos confirmaba esta divisoria, la cual se profundizaría con el correr de los años.
Así el rock reivindicaba para sí el ser la música popular de la juventud de los sectores populares urbanos, y le negaba tal representatividad no solo al tango o al folclor, sino también a las nuevas propuestas que temática o musicalmente se apartaban del núcleo inicial.
El resultado de la polémica (el triunfo de Manal con la paulatina rockerización de los integrantes de Almendra) muestra a las claras la fuerza de lo ideológico en estos momentos primigenios del movimiento. Es tan así que prácticamente anula por varios años el mejor caudal poético-musical de un creador como Spinetta, quien solo volverá a componer temas de la calidad de su primera época en la última etapa de Invisible, en su disco El jardín de los presentes (1976).
«Emilio, Rodolfo y Edelmiro (los demás componentes de Almendra) tuvieron una gran lucidez, y no entraron. Solo yo lo hice. Ahí empecé a mear fuera del tarro. Mi música se empezó a fortalecer en un extraño idioma que ni yo mismo sabía qué era, y sobrevinieron los peores momentos de mi vida. Mi grado máximo de perversión en cuanto al rocanrol y el blues puede ser “Me gusta ese tajo”. Escucho aberraciones como “Sombra de la noche negra” y me dan ganas de matarme» (Luis A. Spinetta, 1977).
El segundo gran debate se da entre eléctricos y acústicos. Los contrincantes, por un lado (nuevamente) los viejos rockeros, y por el otro los nuevos partícipes del movimiento, que traen consigo otras temáticas: un acercamiento al tema religioso (Raúl Porchetto); la revalorización del estilo dylaniano junto al folclor (León Gieco); la incursión más explícita en la problemática propiamente adolescente (Sui Géneris).
Obviamente los primeros reivindican para sí el rótulo del rock, el sustento de la ideología, y la representación de los jóvenes de sectores populares, y plantean que los acústicos, y en especial su representante más exitoso, Sui Géneris, solo hacen música «para pendejitos de clase media».
«En realidad, Jorge Álvarez (productor de La Pesada y de Sui Géneris) nunca le prestó atención a Sui Géneris. No le gustaba nuestra música, nos veía simplemente como un producto comercial. Él elogiaba a La Pesada y decía que era seria y nosotros éramos blanditos» (Charly García, 1983).
«Y esto arranca de cuando Pappo hizo unas declaraciones en las que decía que el rock era él y que Sui Géneris había cagado el rock» (Charly García, 1983).
No obstante, esta polémica no adquiere extrema virulencia, puesto que durante los años que dura (1972-1974) el movimiento de rock queda subsumido, como un todo, dentro de una polémica mayor que se entabla en el seno de la juventud argentina: joven «comprometido» versus joven «escapista».
Para amplios sectores de la juventud de la década del setenta, la política comienza a ser la forma privilegiada de participación social. La revolución aparecía como posible, y la militancia era una forma digna de vivir la juventud, que merecía la renuncia a la despreocupación y al pasatismo que se les ofrecía a amplias capas de la juventud de clase media.
Para esta juventud socializada en la militancia, las propuestas del rock nacional aparecían cargadas de individualismo, carentes de contenido social y sus valores eran sumamente desleídos. Su caracterización de los rockeros era desdeñosa y peyorativa. Para ellos, los rockeros eran parte del sistema, estaban cooptados por el establishment. Esto coincide con la decadencia a nivel internacional de la cultura hippie, y su cooptación por la sociedad de consumo que comienza a vender sus símbolos (el signo de la paz, el flower power estampado en remeras, la marihuana).
Se van perfilando, entonces, dentro de la juventud, dos posturas extremas y enfrentadas. Dos formas de ver la vida, ambas igualmente intensas pero de signo diferente: la militancia y la introspección, el cambio interno. Jóvenes de uno y otro bando se juegan hasta las últimas instancias en sus propuestas. Los militantes aceptan el riesgo de perder la vida luchando por su ideal. Los rockeros profundizan su búsqueda interior muchas veces recurriendo a los alucinógenos, la marihuana, las anfetaminas, en un camino al final del cual creen ver la revelación de nuevas formas de vida.
En este contexto, la polémica interna del movimiento del rock se ve atravesada no solo por aquella otra gran discusión juvenil, sino también por los primeros signos de lo que luego sería toda una cultura de época: la imagen del «joven sospechoso».
Como resultado de todo esto, se produce en el rock nacional una suerte de empate en la resolución de la polémica. Así, Sui Géneris convalida la temática de sus canciones como pertenecientes por derecho propio al núcleo ideológico del rock, pero a su vez va cambiando poco a poco su estilo musical, acercándolo, de alguna manera, a la propuesta de los eléctricos.
Con este panorama (cuyo mejor ejemplo podría ser el último larga duración de Sui Géneris, Pequeñas anécdotas sobre las instituciones, en una onda muy eléctrica, con canciones de corte contestatario ya desde su título: «Las increíbles aventuras del señor Tijeras», «Pequeñas delicias de la vida conyugal» —fue censurado a último momento «Botas locas»—) el rock nacional se va acercando a 1976.
Con el golpe militar de 1976 se termina de instalar el miedo como atributo social: por miedo la sociedad civil se repliega sobre sí misma en el marco de una situación de vacío de referentes. El movimiento juvenil no es ajeno a este acontecer, ya que la cultura del miedo lo tiene como protagonista privilegiado, a partir de la figura del «joven sospechoso» (conviene recordar que el sesenta y siete por ciento de los desaparecidos eran jóvenes entre dieciocho y treinta años).
Y mientras el movimiento estudiantil y las juventudes políticas poco a poco van desapareciendo como marco de referencia y sustento de identidades colectivas, el movimiento del rock nacional se afianza como ámbito de constitución de un «nosotros» que excede ampliamente los límites de sus seguidores habituales. Si en los períodos anteriores la definición de los jóvenes rockeros como «mero público» es bastante cuestionable, a partir de 1975-1976 deja definitivamente de tener sentido. De esta manera, ir a recitales y escuchar discos con grupos de amigos se convierten en actividades privilegiadas para un movimiento que, sin mucha conciencia de ello, intenta salvaguardar la identidad de todo un grupo etario que es cuestionado por el Proceso.
«Una vez, en el 77, me llevaron preso por averiguación de antecedentes, porque sí. Bueno, entré en un calabozo y en la pared, escrito con no sé qué, estaba la letra de un tema mio, “Cementerio Club”. Era la paradoja más siniestra que el destino me había jugado. Lloré. Sobre todo por el pibe que no conozco y que la escribió» (Luis A. Spinetta, 1985).
En dichos recitales el movimiento se festeja a sí mismo, y corrobora la presencia del actor colectivo cuestionado. Son verdaderos rituales a partir de los cuales se constituye una colectividad.
No es casual, entonces, que todo este período esté caracterizado por la ausencia de las grandes polémicas de otrora entre rockeros y no rockeros, a pesar de que la oferta musical desde la emisión se multiplica (por cierto, un terreno muy fértil para el cuestionamiento estilístico-ideológico).
Los años que van del 75 y cinco al 77 ven nacer o desarrollarse propuestas musicales tan diversas como Alas y su tango-rock; Litto Nebbia y su trío casi jazzístico en 1973-1975 o, luego, en 1976, su incursión por la música brasileña y en 1977 su reacercamiento al folclor con Dino Saluzzi; La Máquina de Hacer Pájaros de Charly García, con su propuesta de rock elaborado y letras de crónica; el Invisible de la despedida. con sus hermosas baladas urbanas y su fusión con el tango; Spinetta y sus experiencias con la fusión jazzera; Crucis y Espíritu y su casi copia de los grandes grupos ingleses de rock sinfónico; Polifemo y su incursión por el viejo y tradicional rock pesado; la experiencia autogestionaria de MIA, la vuelta de Pappo con Aeroblus; León Gieco y Los Jaivas en la fusión folclórica; Raúl Porchetto y sus baladas; Soluna con sus canciones folk y un muy trabajado ensamble de voces; Bubu y su extraña propuesta músico teatral; Pastoral y Nito Mestre y el estilo post Sui Géneris.
No obstante, toda esta música es emitida y decodificada por músicos y jóvenes (con mucho menor polémica que en el pasado) como rock nacional, permitiendo, incluso, la programación de encuentros en el Luna Park que mezclaban propuestas muy disímiles entre sí, algo que hoy resulta imposible pensar. Y es que el movimiento y la ideología, en función de las urgentes necesidades de conformación de identidad, aparece como mucho más importante que la música. Ya no tiene mucho sentido luchar por el rótulo «rock», porque la lucha se desplaza hacia aquellos que cuestionan la identidad de joven —rockero o no rockero— Por lo tanto, tampoco es casual que se amplíe tanto el espectro social de los asistentes a recitales. Así, si con Sui Géneris se habían acercado por primera vez a los recitales y al mundo del rock los estudiantes secundarios de clase media (en especial las chicas), ahora lo hacen los universitarios e, inclusive, los ex militantes.
Pasado el ostracismo del 78 y su mundial que pareció cubrirlo todo, inclusive al rock, el comienzo de la vuelta nos muestra, patentizado en el conjunto más popular de la época, Serú Girán, esta particular relación entre los estilos musicales, la ideología y la palabra «rock». En momentos en que el movimiento pasa de la etapa defensiva a otra de contenido más cuestionador de las políticas del Proceso, lo hace a través de un conjunto que, en la historia de sus integrantes, sintetiza casi todo el pasado rockero, incluyendo varios polos opuestos de distintas polémicas: Charly García, creador de Sui Géneris (balada folk, acústica, letras de temática adolescente y de crónica juvenil), luego líder de La Máquina de Hacer Pájaros (cultora de una fusión con rock sinfónico); Pedro Aznar, miembro de Alas (principal exponente del tango-rock), David Lebón, miembro de La Pesada del rocanrol, Pappo’s Blues, Pescado Rabioso y Polifemo (todos enrolados, con variantes, en el rock pesado, eléctrico) y Moro, integrante de Los Gatos (grupo fundador del movimiento, ligado a la música pop de los sesenta), Color Humano (rock post Almendra de Molinari), la banda de León Gieco (música folk al estilo Bob Dylan). Tampoco es casual que Serú Girán cuente entre sus adherentes con representantes de todas las vertientes rockeras.
El panorama rockero comienza a mostrar signos de cambio cuando la cultura del miedo va menguando en su virulencia. Además, la incipiente apertura política intentada por Viola va haciendo reaparecer otras instancias de construcción: el movimiento estudiantil, las juventudes políticas. Y, con ellas, el movimiento de rock nacional deja de cumplir aquella solitaria tarea de sostén de identidad que le cupo en los años más negros de la dictadura.
En estas condiciones, no es casual que resurjan las polémicas internas, los cuestionamientos ideológicos, las peleas estilísticas. En suma, que el movimiento de rock vuelva a ser aquello que siempre fue: un heterogéneo conglomerado de propuestas poético-musicales muchas veces en pugna entre sí por demostrar un mejor apego a las necesidades y vivencias de los jóvenes urbanos de su época.
La polémica que estalla hacia 1981-1982 es a tres voces: metálicos versus rockeros versus punks. En este caso los tres grupos reivindican para sí el sustento de la ideología del movimiento: niegan que sus ponentes hagan musicalmente «verdadero rock», dicen representar a los verdaderos perjudicados por el Proceso militar.
«La gente aquí estuvo muy apretada y la mayoría de los grupos fueron cómplices del apriete porque enseñaban a pedir paz, a pedirle a Dios, a que no bombardeen Barrio Norte (hace referencia a temas de Porchetto, Gieco y García). Esos tipos amansaron a la gente» (M. Peyronel, baterista de Riff, 1983).
«Durante el Proceso, las estrellas de rock se asociaron a la mafia de las productoras que transaron con la dictadura, se acomodaron para seguir tocando. El público, en cambio, recibió palos o terminó en los calabozos. Los únicos que salieron a provocar fueron Los Violadores» (Pablo Garugatti, mánager del grupo punk Los Violadores, 1986).
«El público y los artistas de rock estaban en una actitud muy contestataria, en una resistencia enorme a la penetración ideológica. No nos persiguieron porque sí y pese a ello el rock nunca paró, nunca fue complaciente con el sistema. Para mí el rock, con una cohesión muy grande, fue un foco de resistencia» (Charly García, 1986).
Con el avance de la apertura democrática el rock ve multiplicarse las polémicas en su seno. A las ya citadas se le fueron agregando, en diferentes periodos, otras voces disonantes que no se sienten ni metálicos ni punks ni rockeros. Así aparecieron los «divertidos» (Los Abuelos de la Nada, Los Twist, Las viudas e hijas de Roque Enroll), que proponen el camino de la ironía frente al establishment; los undergrounds (Patricio Rey y Los Redonditos de Ricotta, Sumo), que reivindican la producción independiente y los pequeños recitales frente a la maquinaria del rock comercializado; los modernos o pop, que reivindican la dimensión corporal y el baile como algo dejado de lado por el rock nacional (Virus, Soda Stéreo, Zas).
Por supuesto, aquí también aparecen intentos varios de apropiación de rótulos, ideologías y representados, en un renovado intento por separar la paja del trigo en el rock.
«¿Qué es hoy el rock? Para Solari, no es otra cosa que “la música oficial del sistema”. ¿Con qué se cambia la situación? Primero, con una vida rockera como actitud inicial y no un modelo burgués como aspiración» (reportaje a Patricio Rey y Los Redonditos de Ricotta, 1985).
«Los músicos lo que podemos hacer es aportar cosas a nivel de los cambios individuales. Por ejemplo, si alguien entiende a través de lo nuestro que aceptar el cuerpo es una manera muy inteligente de empezar a enfrentar la vida, tendremos una misión cumplida» (Virus, 1985).
«Desde la llegada de los radicales tienen éxito los grupos con una temática de falsa festividad, conchetitos de Martínez o de San Isidro que tocan porque tienen plata, como Los Helicópteros o Soda Stéreo, gente que no salió a la calle y que no tiene nada que ver con el verdadero rocanrol que viene bien de abajo» (Luca Prodán, líder de Sumo, 1986).
«El rock es algo más que música y letra. Era una forma de vida y aún sigue siéndolo: se trata de estar ecualizado con lo que pasa en el mundo, perturbar el orden establecido e impulsar a la gente a hacer algo» (Charly García, 1986).
«Nosotros somos tristes desocupados que usamos la música como medio para transmitir nuestras ideas. En temas como “Réquiem porteño” denunciamos a los “conchetos disfrazados” o a los “chicos durmiendo bajo las autopistas”. Nuestro planteo de lucha no tiene nada que ver con los planteos contestatarios de La Torre, hablando de las Madres de Plaza de Mayo. Los de acá preferimos escuchar a Discépolo, que habla de cafetines y de Pompeya, que a las grandes bandas de rock aburguesadas». (Reportaje al grupo subte La Pandilla del Punto Muerto, 1987).
La polémica es también acerca de qué papel debe cumplir el rock nacional en la transición democrática, y el hecho de que los grupos pop o modernos, aquellos aparentemente más alejados ideológicamente de los valores rockeros (Virus, Soda Stéreo), sean ahora los más populares, es visualizado por los viejos rockeros como crisis.
Y es una crisis que aparece como particularmente grave, dado que, a diferencia de lo que acontecía con las anteriores polémicas (que eran casi como de entre casa), esta se ve cruzada por primera vez en la historia del movimiento por los intereses económicos de las grandes compañías discográficas, que al haber modificado, a partir de 1982, el tradicional circuito de la dinámica rockera (recital-convalidación de la propuesta-edición del disco, por otro que tiene su origen en el disco y el pago por «pasada») dificulta la resolución natural (es decir, por los propios jóvenes y en función de sus necesidades) de la actual polémica.
Sin embargo, a la luz de lo que venimos diciendo en estas páginas, es posible visualizar tal crisis desde otro punto de vista. Una vez que el rock nacional fue perdiendo su papel de casi único sostenedor de identidad joven durante gran parte del Proceso, también va desapareciendo para los jóvenes, paulatinamente, aquella intensa necesidad de decodificar los distintos tipos de música emitidos, todos ellos como rock. Así, la crisis no es otra cosa que la adecuación de la recepción a lo que genera la emisión, es decir, un sinnúmero de propuestas poético-musicales que solo ideológicamente eran decodificadas unitariamente como rock nacional. Podríamos llegar a proponer una especie de postulado que estableciera algo así como: a menor cohesión del movimiento, mayor diversidad de recepción de músicas.
«Desde hace tiempo se ha ido perdiendo algunas claves: ir a comprar discos explorando, tener conciencia de tipo movimiento. En esta etapa la música pasa a ser más consumida que a ser comprendida, o entendida. Se pasa de un público exigente, interesante, o que de alguna manera comparte una idea con el artista, a un público sin posición, como de consumir sin cuestionamientos» (Charly García, 1986).
No obstante, la actual polémica comparte con las anteriores algo central: la discusión acerca de por dónde pasan los contenidos de lo juvenil contemporáneo en nuestro país. Las diferentes propuestas postulan ya el mantenimiento a rajatabla de la propuesta libertaria inicial, ya su adecuación (en diversas formas) a los nuevos tiempos y a las nuevas cohortes de adolescentes, pero siempre (por lo menos en los principales cultores del movimiento) reivindicando ese papel de «caminar continuamente por los límites del sistema», componiendo canciones que «con suerte, ayuden a cambiar un poquito el inconsciente colectivo, el coco de la gente» (Charly García, 1986), tal vez porque el movimiento en su conjunto asume como propias aquellas viejas palabras de Pete Townshend: «Si grita pidiendo verdad en lugar de auxilio, / si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer, / si se pone de pie para señalar algo que está mal, / pero no pide sangre para redimirlo, / entonces es rocanrol».
Es por todo esto que decimos que, en el camino de esta casi continua polémica interna alrededor de la palabra «rock», el movimiento no tiene otra opción que ir delineando su carácter de nacional, en el sentido de mejor interpretar y representar las vivencias de los jóvenes urbanos de nuestro país. De esta manera, las distintas fusiones con el tango y el folclor no surgen desde ningún deber ser sino desde la simple pero incontrastable realidad de que somos:
«Nosotros somos tango y folclor. Ya antes de imaginarnos nada tenemos en el cuerpo un enema gigante de todo eso. Vos te podés impregnar de lo que sea, pero toda transpiración va a salir siempre con el olor natural de uno» (Luis Alberto Spinetta, 1986).
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