Para las reporteras como yo, la locura del día a día empezaba en la madrugada pegados a los boletines de la radio, porque era la que nos marcaba la agenda a los que trabajábamos en televisión, la dueña de la inmediatez. Nos daba la largada para salir corriendo como locos a recoger las imágenes con los muertos frescos y a devanarnos los sesos para encontrarle la vuelta, el detalle nuevo y ojalá la chiva que justificara seguir en primera plana a las nueve y treinta de la noche, cuando se emitían los últimos telediarios.
Fue una época de estrenos: Pablo Escobar pasó de delincuente a estrenarse como terrorista. La televisión estrenó la figura del corresponsal en Medellín con todas las de la ley, pues a los noticieros les tocó contratar locales porque la plaza se calentó (hasta entonces, solo la radio y la prensa escrita tenían corresponsales debidamente contratados). Y los de televisión nos estrenamos como periodistas de orden público. Éramos muy jóvenes, recién salidos de la universidad y la mayoría sin mucha experiencia. El ritual de iniciación como periodistas fue a punta de bombas y chorros de sangre.
Aquello no tenía ni tiene precedentes. En clase uno había visto manuales para cubrir incendios, accidentes de tránsito, desastres naturales, pero esto superaba todo y nos superaba a todos. Reporteros, editores, jefes de redacción… «El único filtro que teníamos los que trabajábamos en la calle, para cualquiera de las notas periodísticas que hacíamos, era el de nuestros propios sentidos. Lo que ustedes filmaban y lo que nosotros escribíamos pasaba por el cedazo de las propias emociones», dijo Carlos Mario Correa, corresponsal clandestino de El Espectador en aquella época.
Todos, periodistas y demás mortales, sentíamos a menudo que no había esperanza, que no había a quién acudir para que nos defendiera, que no había a quién preguntarle nada, que estábamos a merced de la locura de un señor con un poder de otro mundo, que no había salida y era el fin. Estar detrás de la cámara y saberse testigo de excepción era una posición privilegiada. Paradójicamente, por lo menos a mí, me tranquilizaba saber que tenía un papel definido. Mi mamá fue quien me hizo caer en la cuenta. Me decía que yo por lo menos tenía claro que debía hacer una tarea: ir, ver, filmar y contar. En cambio, encerrada en su casa, a ella la consumía la incertidumbre mientras esperaba a que sonara el teléfono trayendo una mala noticia o un bombazo.
La tranquilizaba contándole historias del fuera de cuadro, cosas que no alcanzaban a salir en televisión o que no se podían publicar. «¿Se acuerda, mamá, la vez que Escobar nos tuvo retenidos a todos los corresponsales y periodistas de orden público de Medellín, menos a Carlos Mario, el de El Espectador? La vez que estuvimos cuatro días en el Darién, ¿se acuerda de que le conté que el guía en esa selva era un muchachito recién operado de apendicitis al que apenas le estaba saliendo la barba? ¿Y sí se acuerda, madre, de que me hice medio amiga de él? Pues ese muchacho me advierte por el bíper que no vaya a pasar por tal o cual sitio y le hago caso porque, ¿sabe qué, ma?, coincide con la explosión de un carro bomba en la zona que él me dice. Estoy bendecida, madre. Ese muchacho me cuida».
A mi mamá le costó creerme porque fueron varias las veces que le mentí para escaparme con camarógrafo y asistente a una cita en la que Pablo Escobar nos daría una entrevista exclusiva para la televisión. Nunca ocurrió. Volvía a la casa con cara de acontecimiento y ella —tan brujita— se daba cuenta. «Quién sabe dónde andabas, Silvia María, yo te conozco. Echá el cuento».
Precisamente, de las cosas que más la mortificaron fue ese enigmático viaje que tampoco salió en televisión, pero que pudo ser «histórico». Los hombres de Escobar nos llevaron engañados y resultó siendo un fiasco. Nos contactaron uno a uno, con solicitud de confidencialidad y garantía de que nadie más sabía. «Le queremos dar la chiva a usted que es de la televisión, porque lo que va a mostrar no se ha visto nunca». No nos dijeron qué era la cosa. «Es una noticia muy, pero muy grande. Eso sí se lo garantizo, Silvia María». El noticiero me autorizó el viaje como les ocurrió a los otros veintiún colegas, entre camarógrafos, asistentes y fotógrafos. Los mismos que pusimos cara de «usted qué hace aquí» cuando fuimos llegando al lugar de la cita, convencidos de que cada quien era el único porque esa había sido la promesa. En cuestión de un cuarto de hora ya éramos veinticinco, sumados los sujetos que llegaron en las narcocamionetas. Estábamos todos menos Carlos Mario.
El ambiente era propicio para el viaje. Escobar ya estaba solo. Sus socios no apoyaban la guerra que para esa fecha dejaba cientos de muertos, tenía prácticamente abandonado el negocio y estaba dando muestras de buena voluntad. Paró de matar, de poner bombas y liberaba secuestrados. Negociar su entrega a cambio de no ser extraditado a los Estados Unidos parecía su única opción.
Aquella aventura periodística se llama «Relato de una noticia histórica que nunca fue». Ocurrió en febrero de 1990. Coincidió con la cumbre antinarcóticos en Cartagena, entre cuyos invitados estaba George H. W. Bush, presidente de Estados Unidos. Los ojos del país y la agenda informativa estaban fijos en este evento.
Para la posteridad quedaron los titulares calificando la cumbre como un hito. El resultado oficial fue la Declaración de Cartagena, un documento en el cual quedó consignado el compromiso para «fortalecer la democracia y los derechos humanos en la región, promover el desarrollo económico y social, combatir el narcotráfico, proteger el medioambiente y fortalecer el sistema interamericano». Algo así fue lo que contaron los noticieros de televisión, los periódicos y la radio.
Mientras la cumbre transcurría, los del anodino Grupo de los 22 —el G22— nos adentrábamos en la selva del Darién en un azaroso viaje a lo desconocido. Nos enteramos a dónde íbamos en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín. La instrucción de los emisarios de Escobar era abrir los sobres que nos entregaron a cada uno para verificar el destino en el respectivo tiquete que había dentro. Un grupo viajó a Turbo y otro a Apartadó. Nos volvimos a juntar todos después de mediodía. Pasamos la tarde y la noche encerrados bajo llave en un hotel de Turbo donde no había otros huéspedes. Estábamos totalmente incomunicados y vigilados por unos tipos con cara de puño. Uno de ellos custodiaba el único teléfono fijo que había. En la madrugada nos embarcamos en el golfo de Urabá rumbo a Riosucio y fue entonces cuando supimos que el objetivo era registrar la entrega del complejo de laboratorios para la producción de cocaína más grande en la historia del narcotráfico en Colombia.
Durante cuatro días deambulamos por entre laboratorios pequeños junto a personajes enigmáticos que salían de entre el mangle y las lagunas, acechados por la fauna, exótica para nosotros que no conocíamos la selva. Todo aquello nos producía un gran asombro. Vimos garitas de vigilancia con radares y antenas de radio en casetas trepadas en las copas de árboles altísimos, pasamos las noches en cambuches de mala muerte, pasamos hambre, y sentimos el miedo de que le pasara algo al guía y nos quedáramos perdidos para siempre en esa selva. Sobre todo, permanecía la incertidumbre de no saber dónde estábamos ni hasta cuándo… ¡Dios! ¡Nadie nos daba respuestas! Adrenalina en estado puro, como en las películas, pero al final no hubo noticia. No entregaron nada.
En clase uno había visto manuales para cubrir incendios, accidentes de tránsito, desastres naturales, pero esto superaba todo y nos superaba a todos. Reporteros, editores, jefes de redacción…
Las emociones a flor de piel nos engañaron y nos hicieron creer que éramos héroes al regreso de una gran gesta, jovencitos deslumbrados por haber conocido la selva y sus rigores al lado de bandidos a los que no pudimos sacarles ni una palabra en nuestro afán de recoger historias. Ni eso logramos. La única posible en ese momento era una larga espera, como en tantas jornadas, y una noticia que no reventó. La diferencia es que esta vez el escenario, la atmósfera, el universo y los personajes mudos totalmente eran fascinantes. Aun así, en honor a la verdad, eso no alcanzaba ni para un titular de televisión, por visual que haya sido la cosa. Fuimos los perfectos invisibles, protagonistas del fuera de cuadro. Como lo fue Carlos Mario Correa, y no durante cuatro días sino durante cuatro años. Cuatro largos años.
Nuestro infructuoso trabajo de campo en el Darién terminó el mismo día que acabó la cumbre. Años después, el 2 de marzo de 2019, Infobae publicó un informe con el recuento de los intentos fallidos de Escobar Gaviria por entregarse. El pie de foto de la nota me encendió de nuevo la obsesión por aquel viaje: «George H. W. Bush fue el que frenó la tregua que pretendía hacer Pablo Escobar con el Gobierno». Sé que es absolutamente antiperiodístico lo que voy a decir, pero apuesto a que la frustrada entrega del complejo de laboratorios tuvo todo que ver con la visita de Bush a Cartagena durante la cumbre y la agenda extraoficial que seguramente cumplió con el presidente Virgilio Barco.
Al regreso encontré a la gente de mi casa con los nervios de punta y a mi mamá al borde de un colapso. Nunca había estado cuatro días sin reportarme, pero cuando le conté la aventura, ella, suspicaz y fanática del análisis de la actualidad, me soltó una teoría que no me parece nada descabellada. «Póngale la firma, hija. El asunto fue de la siguiente manera: se los llevaron a ustedes y los dejaron cerquita del complejo de laboratorios esperanzados en que si Bush le decía a Barco que le jalaba a lo de abolir la extradición, el Pablo entregaba su entable y ustedes serían los mensajeros de esa noticia gorda que les prometieron, pero como el gringo dijo que no, los devolvieron con el rabo entre las patas. Y claro, todo eso lo hablaron en secreto aprovechando la cumbre».
Esa versión extraoficial de doña Sofía me sonó desde el primer momento en que la oí por el dramatismo que aporta a la trama de esa película que algún día haré. Sueño con Carlos Mario Correa en el papel principal. Me lo imagino como un narrador invisible, con una presencia potente y poderosa. La de la voz que «mira» discreta, pero con las vísceras afuera y la piel en carne viva, porque así es él, quien cambió la carnicería por el oficio de periodista desde que entró a estudiar en la Universidad de Antioquia. Desde siempre su sueño fue escribir en el Magazín Dominical de El Espectador. «Yo que me imaginaba mi nombre en letras de molde, firmando nada más y nada menos que en El Espectador, me tuve que abstener de hacerlo como cuatro años porque Pablo me quería matar». Aun así, lo cubrió todo.
Especialmente sus excompañeros de Caracol Radio, y todos los demás, le ayudábamos siempre. Le prestábamos ojos y oídos para que viera y oyera sobre los horrores de las bombas, los atentados y demás atrocidades. Otras veces él se aparecía de incógnito, disfrazado de curioso, para hacer su trabajo de campo y recogía información privilegiada de esa que la gente entrega desprevenida porque no le está hablando a ningún periodista. Los datos oficiales y detalles sobre circunstancias de modo, tiempo y lugar se los entregábamos nosotros. Eso era suficiente para que hiciera maravillas. Nunca se dejó chivar. Siempre, aun fuera de cuadro, escribía unos textos que no podía firmar.
Pablo Escobar había asesinado a don Guillermo Cano, director de El Espectador, el 17 de diciembre de 1986. Lo que vino después fue la persecución más despiadada a todo lo que oliera al periódico, que no volvió a circular en Antioquia durante mucho tiempo. Escobar ordenó la muerte de las personas que trabajaban en Medellín para el diario. Asesinó a Marta Luz López, Miguel Soler, Hernando Tavera, Daniel Chaparro y Jorge Enrique Torres. Ellos eran los encargados de la administración y la operación. Los únicos que se salvaron fueron Mario Atehortúa, el jefe de redacción, Carlos Mario y José Guillermo, otro redactor que ya se había ido para Bogotá a refugiarse.
Carlos Mario entró al periódico sin mucha información sobre los detalles de las amenazas. Todavía no habían matado a sus compañeros. Mario, su jefe, un hombre muy callado, ahora sí que lo estaba. Carlos se fue dando cuenta solito de la locura en la que se había metido. Aún no sabe por qué siguió cuatro años más arriesgando su pellejo y trabajando clandestinamente, escondiéndose como si el delincuente fuera él. ¿Por qué no saliste de allá volado, Carlos? ¿En qué pensabas? No sabe, no responde. Yo creo dos cosas: que le pudo la pasión por un oficio que lleva clavado hasta en las uñas y porque uno a los veintidós es inmortal.
En tiempos del bíper, el télex y las microondas, las amenazas de muerte le llegaban a Carlos Mario al teléfono fijo de su casa. Lo amenazaban con trovas, le ponían «Thriller», de Michel Jackson, a él que desde chiquito les ha tenido pavor a los muertos. Otras veces le mandaban sufragios o coronas fúnebres. «Presentes» que recibía su mamá, una mujer del campo más intuitiva que los pájaros. Entonces ella le suplicaba que dejara ese empleo y se volviera para la carnicería donde trabajaba desde los diecisiete. «Allá le ha ido bien, mijo, y lo quieren mucho y esto no es vida». También se lo dijeron las hermanas Mejía, las dueñas de la agencia que distribuía la prensa local y nacional en Caldas, su pueblo. «Devuélvase pa la carnicería mejor. No hay carnicero pobre y usted cuándo ha visto un periodista con plata». La respuesta de Carlos fue irse de la casa para que su familia no sufriera tanto.
Este muchacho seguía en el ruedo, abriendo y cerrando oficinas clandestinas, camuflado en edificios donde abundaran contadores públicos, abogados o arquitectos. Era como un fantasma que llegaba a Medellín después del mediodía porque salía de Caldas en el bus de las diez de la mañana después de haber oído radio toda la mañana. Llamaba al periódico para ofrecer el menú de noticias de la jornada y se atrincheraba para inventarse los días, uno por uno, hasta que que entregó Las llaves del periódico (2009), el libro que escribió junto a Marco Antonio Mejía en el que narra con detalle cómo era ser invisible en tiempos tan mediáticos, movido por unas ganas irrefrenables de ser periodista.
«Cuando Alonso Salazar estaba escribiendo La parábola de Pablo me contó que el mismo Escobar le había hablado de lo mortificado que se sentía por un periodista que trabajaba para El Espectador al que no había podido pescar». Lo supo en medio de una conversación de las muchas que tuvo con Salazar para su trabajo. Luego se enteró por otra fuente de que era el mismísimo «Chopo», el más sanguinario de los sicarios de Pablo Escobar, el elegido para matarlo. A Carlos le dio mucho miedo, pero siguió escribiendo sus noticias anónimas.
Cuando uno habla con él y percibe este ser tímido, modesto al extremo y con la ingenuidad de los hombres limpios, entiende que en su infinita bondad es de esas personas que cree que todo el mundo es como él. Ni la maldad de Pablo con sus horrores ni la vida a la cual lo condenó le dañaron el corazón. Es el mismo muchacho de hace treinta y tantos años, todo el tiempo en trabajo de campo porque donde pone el ojo encuentra una historia.
Era invisible, pero lo perseguían las noticias. Más de una vez llegaron hasta la puerta de sus escondites. Una de las cuatro oficinas que abrió para cerrar después quedaba en el centro, en un edificio donde además había residencias. Varias veces coincidió en el ascensor con un señor al que llegó a saludar, como cuenta él, levantándole la ceja amablemente. El tipo se bajaba del ascensor rumbo a los apartamentos y Carlos a su oficina. Así pasaron dos años.
Cierta vez salió tarde a almorzar. El edificio estaba invadido de hombres del Bloque de Búsqueda armados hasta los dientes, exaltados, enloquecidos. Sintió disparos. Se asomó a la calle por una ventana de vidrio, aterrorizado. Cuando lo vimos, no entendíamos cómo había logrado colarse en el operativo. Los reporteros de televisión estábamos desesperados tratando de conseguir alguna imagen para registrar en video la muerte de una de las más macabras leyendas del mal y la crueldad. Había muerto «Chopo», el mismo que llevaba rato buscando a Carlos Mario, el mismo al que le levantaba la ceja y le sonreía cortés en el ascensor.
En medio del correcorre, uno de los policías estrujó a Carlos Mario. «¿Qué hacés aquí? ¿Quién sos vos?» Asustado, le dijo que era periodista. El policía lo subió a empujones para que tomara la foto y le contara al mundo que el Bloque de Búsqueda había dado con el asesino que había puesto precio a sus cabezas, que habían destruido la máquina de muerte del cartel de Medellín. Estaba tan impactado que no pudo explicarle la diferencia entre un periodista y un reportero gráfico. Le quería decir: «No empuje, carajo, yo no tengo cámara». No le salió, pero cuando entró al cuarto donde estaba el cadáver se lo aclaró al coronel Aguilar como pudo, porque cuando Carlos Mario está asustado gaguea un poco.
Aguilar, enfurecido y frustrado, sacó a Carlos Mario de la escena a los gritos mientras le restregaba en la cara que se había perdido la oportunidad de una gran chiva, la de informar que le habían dado un golpe mortal al rey de los sicarios. Antes de salir, Carlos Mario miró al muerto. «Lo reconocí. Era el extraño del ascensor. Yo no podía creer que había estado escondido dos años al lado del que tenía la tarea de matarme». Esa fue una de las pocas veces que vi a Carlos Mario en vivo y en directo.
Treinta y pico de años después lo vuelvo a ver, ahora en su oficina de profesor de periodismo en Eafit, donde trabaja desde hace dos décadas. La sensación que me produce es que para él no ha pasado el tiempo. Es el mismo muchacho asustado, sumergido en el mundo de sus historias, cercado por pilas de libros, periódicos viejos y recortes de prensa clasificados en carpetas de cartón. «Qué emoción volverte a ver, Carlos Mario. Qué ha sido de tu vida. ¿Te casaste, tuviste prole?». Se queda mirándome con una sonrisita que no pude descifrar: «¿Sabés qué, Silvia María? No me ha quedado tiempo». Casi me muero de la risa. «Me acostumbré a andar solo y lo he disfrutado. Mi pasión es este oficio». Salí de esa oficina conmovida con semejante personaje, convencida de que quiero hacer esta película.
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