Un ofertón de sorbete de guanábana se impone: «Pruebe el sorbete de guanábana, sorbete de guanábana realmente exquisito, sorbete de guanábana muy sabroso, bien frío y bien refrescante. Económico: traiga solo unas moneditas que aquí prácticamente no necesita plata». El sol pega fuerte sobre la plaza de la Mariposa, en el centro de Bogotá. Es mediodía. La plaza entera parece diseñada para que nada quede bajo ninguna sombra. Las alas de la mariposa son apetecidas para las gentes de piso. En el lugar de las sombras, en el borde de la escultura, dos mujeres se sientan a conversar: «¿Me presta pa un Delight?», pregunta una de ellas mientras balancea las piernas. La otra la mira con una sonrisa retadora y le dice: «No. ¿No ve que no he hecho ni lo de la pieza? Y la mañana estuvo así, como floripondia». «Ja —responde la primera, con una risa seca—, esta marica con la que sale, dizque floripondia, ¡qué mierda es eso!». La otra le suelta una carcajada, y con tono resignado responde: «Así como que flor viene, flor va, y no salieron con nada ninguno».
Ambas prenden una pata de bareta y, con los ojos achinados por el sol, observan a las gentes de paso. Ojean por ahí a ver si sale un rato. El humo de la bareta se mezcla con el aire caliente de la plaza. Piensan que no han logrado ni las monedas para el Delight, ni para el sorbete de guanábana, pero por lo menos tienen la pata para trabarse bajo el sol. El ruido de una motocicleta irrumpe. Dos hombres uniformados llegan por detrás súbitamente. Gentes de peso, con cascos relucientes. «Señoritas, una requisa», dice uno de ellos con voz firme, mientras abre la ranura plástica del casco para dejar ver su rostro. El otro permanece en silencio, pero se baja de la moto lentamente. Es un tipo grande, más ancho y robusto que su compañero. Las mujeres, entre aburridas y enrabonadas, se levantan de su refugio improvisado. Sin prisa, vacían sus bolsillos al sol, exhibiendo su vacío cotidiano: unas monedas sueltas, un encendedor y nada más.
Gentes y gentíos se cruzan por distintas razones y en diferentes intervalos de tiempo. Nubarrones de personas hacen de este parque su cotidianidad, su sustento diario, su negocio, su parche y también su tránsito. «Parcero le limpio las botas»; «¿Papi, quiere algo?, ¿qué quiere que le haga? Diga no más, ¿vamos aquí a
la residencia de la 13?»; «Tinto, perico, relojes, lo que necesite»; «¿Qué busca?, ¿qué busca?, ¿qué busca? A la orden, ¿qué necesita? Sin compromiso, sin compromiso». Entre el bullicio de los pasos apresurados, el golpe de las suelas contra el suelo, y el ir y venir constante de humanos, perros, palomas y llamas, algunas personas deciden detenerse.
La plaza, conocida también como «La Mari», en el corazón de San Victorino, es el hogar de las icónicas alas metálicas del artista Negret. Entre la multitud, algunos permanecen allí durante el día y, al caer la noche, otros se apropian del aire, del ladrillo y de las calles por las que se extienden las lenguas de las mariposas. La que separa al día de la noche es una de las fronteras más visibles de todas las que administran este lugar. Vibrante y diversa, la Mariposa reúne gentes
de paso y gentes de piso, gentes para las que el lente estatal ha establecido un filtro mordaz que determina su experiencia en el espacio público.
Esta mirada estatal hacia quienes habitan o transitan el espacio público no es neutral: clasifica, separa y jerarquiza cuerpos. La presencia policial, bajo la pretensión de garantizar seguridad, construye oposiciones que justifican su autoridad: ciudadanos de bien frente a ciudadanos peligrosos. Tranquilidad frente amenaza.
Los agentes del orden, que representan el peso de la ley, las gentes de peso, operan como árbitros de esta dicotomía. Mientras las gentes de paso —quienes cruzan la plaza sin detenerse— son invisibles para la vigilancia, las gentes de piso —que permanecen, trabajan o viven allí— son continuamente observadas, cuestionadas, criminalizadas y desplazadas. Como señala la antropóloga Deborah Poole, el control estatal en los márgenes «no depende exclusivamente de la ley, sino de prácticas informales de clasificación y exclusión» que deciden quién pertenece y quién debe ser rechazado. Muchas veces la persecución policial tiene mucho más que ver con criterios particulares que con lo escrito en los códigos de la ley.
Para las gentes de piso, la calle es mucho más que un lugar de paso, es un hogar abierto al sol. Un espacio de supervivencia y resistencia. En este escenario, ellas observan con curiosidad y desencanto el tránsito apurado de las gentes de paso. ¿Por qué a esos cuerpos se les permite circular sin restricciones? ¿Qué los hace inmunes a las requisas de las gentes de peso? Un chasquido interrumpe la contemplación: una familia de gente de piso pelea contra unas gentes de peso porque les tiraron su carricoche de naranjas. Las gentes de paso miran, prevenidas, y siguen su camino. Quizás alguna interrumpa el trayecto para no pisar una naranja. Un profesor pega un brinco para esquivarla y seguir su trayecto a clase.
Dicen que el miedo es libre y que, por tanto, cada uno tiene la capacidad de temer lo que elija, o de no temer nada. Dicen, por ejemplo, que cada quien escoge a qué temerle y qué temor superar. Pero hay algo de vileza en promover esa forma de pensar. Las sensaciones de temor y espanto que proyectan las gentes de peso sobre las gentes de piso no son aleatorias ni circunstanciales, son construidas. Este miedo se sustenta en una ficción social que clasifica a los cuerpos de piso como sospechosos y peligrosos, y a los de paso como ciudadanos de bien. En este juego de categorías, las gentes de piso son aquellas cuyo simple acto de habitar el espacio público se convierte en una transgresión, mientras que las gentes de paso se benefician de una movilidad libre y sin cuestionamientos.
La separación entre las gentes de piso y las gentes de paso no es una casualidad. La vigilancia y el poder, como dijo Foucault, no solo organizan los espacios, sino que también modelan los comportamientos. Las gentes de peso son agentes de control que, mediante su mirada y acciones, delimitan qué cuerpos son aceptables en la plaza y cuáles deben ser expulsados. Para las gentes de piso, esta vigilancia perpetúa una existencia precaria. No son cuerpos libres, sino cuerpos regulados por una lógica disciplinaria que los clasifica como deleznables. En El derecho a la ciudad, Henri Lefebvre reflexiona sobre cómo los espacios urbanos deberían ser lugares donde todos podamos participar y habitar plenamente. Sin embargo, en lugares como la Mariposa, el derecho a existir parece restringido a aquellos que cumplen con las normas tácitas de clase y decoro. La plaza, entonces, no es un espacio común, sino un terreno de lucha, un escenario donde el poder y la apariencia definen quién pertenece y quién debe desaparecer.
Ciertos cuerpos simplemente no tienen derecho a ocupar ciertos lugares. Esta exclusión no es solo simbólica: es material, palpable, como cuando una patrulla policial expulsa a un vendedor ambulante con su carricoche o le confisca su mercancía. El Estado regula quién tiene derecho a la vida y quién es empujado a la muerte social. No es necesario que las gentes de piso mueran físicamente para ser consideradas prescindibles; basta con que sean invisibilizadas o criminalizadas para que el mensaje quede claro: no pertenecen al tejido urbano que las gentes de paso consideran suyo.
La escena se convierte en un ritual conocido, un acto repetido que subraya las jerarquías del espacio urbano. Las gentes de piso, siempre expuestas a la mirada vigilante de las gentes de peso, son obligadas a justificar su presencia, a demostrar que existen, pero sin molestar. Para las gentes de piso, estas requisas son un recordatorio de quién domina la luz. Pero en las sombras de la Mariposa, en esa pequeña resistencia que las mujeres ejercen al sentarse y fumar, mientras cuentan los pesos para pagar la pieza o comprarse un
Delight, se encuentra también un acto de desafío, un reclamo por un espacio que debería ser de todos.
La rutina cierra con una advertencia seca: «O se quitan de ahí, o las sacamos y las empapelamos». Deambular se vuelve para ellas la mejor opción.
Las dos mujeres se levantan, medio trabadas, medio aburridas, y vuelven a flotar en ese estado intermedio de las gentes de piso: siempre bajo la mirada de las gentes de peso, siempre esquivando los cuerpos veloces de las gentes de paso.
El profesor, ese hombre de paso obligado, se detiene un segundo para asegurar su mochila. No quiere perder nada entre la multitud. Nota a las
mujeres y, al mismo tiempo, esquiva, sin pensar, otra
naranja que aún rueda del carretón volcado. No interviene; su papel como transeúnte no incluye la confrontación, solo el paso ligero, sin dejar huellas.
La Mariposa se convierte en un terreno en constante negociación, un escenario donde, aunque las etiquetas están ahí para clasificar y estatizar, las historias se entrelazan y crean nuevas posibilidades. Las gentes de peso se convierten en gentes de paso al final de su jornada; las gentes de paso, escandalizadas, vigilan
y señalan: se vuelven gentes de peso; las gentes de piso sueñan con el momento en que puedan moverse, como las gentes de paso, sin ser detenidas. Sueñan ser lo que no son: gentes de pose, cuerpos que negocian, adaptan y asumen los roles que les han sido asignados. En esa tensión, se teje el ritmo de la ciudad: un ciclo en el que el paso, el peso y el piso no son destinos finales.
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