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Las palabras del cuerpo

26 de abril de 2025 - 5:17 pm
Piedad Bonnet dio uno de los discursos inaugurales de la Feria del Libro de Bogotá 2025. La escritora colombiana reflexionó sobre «las palabras del cuerpo» —el tema de este año en la feria— y llamó a la literatura a fijarse en todas las violencias que nos golpean, como el maltrato a los migrantes, las guerras o la crisis de salud mental. Casos como el transfeminicidio de Sara Millerey y el caso de Gisèle Pelicot en Francia también hicieron parte de su discurso. En su conclusión, una nota optimista, convergen las fuerzas de la lectura y de la escritura: «Escribimos y leemos para vivir doblemente, para acercarnos a los otros».
Uno de los discursos en la inauguración de la FILBo 2025 fue de la escritora colombiana Piedad Bonnet. Foto: Erick Morales.
Uno de los discursos en la inauguración de la FILBo 2025 fue de la escritora colombiana Piedad Bonnet. Foto: Erick Morales.

Las palabras del cuerpo

26 de abril de 2025
Piedad Bonnet dio uno de los discursos inaugurales de la Feria del Libro de Bogotá 2025. La escritora colombiana reflexionó sobre «las palabras del cuerpo» —el tema de este año en la feria— y llamó a la literatura a fijarse en todas las violencias que nos golpean, como el maltrato a los migrantes, las guerras o la crisis de salud mental. Casos como el transfeminicidio de Sara Millerey y el caso de Gisèle Pelicot en Francia también hicieron parte de su discurso. En su conclusión, una nota optimista, convergen las fuerzas de la lectura y de la escritura: «Escribimos y leemos para vivir doblemente, para acercarnos a los otros».

Acierta la FILBO 2025 cuando propone como lema Las palabras del cuerpo. Lo hace a cinco años de una pandemia que nos devolvió a todos la conciencia de que somos cuerpos vulnerables, perecederos, amenazados por los peligros que hemos creado como especie al irrespetar los límites que impone la naturaleza. Durante meses estuvimos marcados por la tristeza del distanciamiento, con cuerpos intocables que parecían hablar, también, —porque todo tiempo crea sus metáforas— de un mundo donde lo virtual ha ido desplazando a lo táctil

La pandemia, con sus miles de personas muriendo en la más trágica soledad, irrumpió, paradójicamente, en una época en que el cuerpo ha adquirido un poder simbólico mayor que siempre y en la que es objeto de infinita veneración y cuidado. La sociedad aséptica en la que vivimos predica a diario la necesidad de hacer deporte, comer sano, dormir bien, persigue la juventud a toda costa, no sabe qué hacer con sus viejos y los encierra en lugares también asépticos, y pone toda su fe en una medicina que cada vez tiene más logros, y que prolonga la vida tanto como puede —a veces, incluso, más allá de la lucidez de las mentes—. En una época donde todo se consume y se exhibe como mercancía, el cuerpo, que hemos conseguido hacer maleable, alardea de sus encantos en las pantallas. Como anota el filósofo Pascal Bruckner, «la cirugía se convierte en el accesorio de toda una generación» y «los jóvenes de veinte años congelan sus óvulos, se rehacen la nariz, los labios, los pechos, y las nalgas (…) a riesgo de crear una humanidad de clones». Y es imposible aquí no pensar en el sueño de Frankenstein de suplantar a Dios creando vida, y en su doloroso fracaso al producir un ser fragmentado, discriminado y perseguido por su imagen, como tantos en este triste mundo.

Y, sin embargo, esta fiebre de ser el que deseamos ser —más joven, más bello, más sano— que a veces puede producir monstruos, entraña también una enorme revolución, que consagra, políticamente, el derecho a decir «mi cuerpo es mío», hasta el punto de desafiar los que parecieran determinismos biológicos, y de preguntarse en qué medida la identidad es o no un ideal normativo. Hoy se replantean las nociones de sexo y género, y por primera vez en la historia se abre una puerta a la libertad de las comunidades diversas. Las mujeres, por otra parte, conquistamos, no sin dificultad, el derecho al aborto, a decidir si queremos o no ser madres, y a sacar de la normalización el acoso y la violencia sexual ejercida desde el poder. Y muchas mentes liberales buscamos que las legislaciones permitan la muerte digna, la eutanasia y la muerte asistida; y que se acabe la estigmatización de la sexualidad como cada uno la conciba, del suicidio, de la enfermedad mental, de las madres solteras, y de tantas otras cuestiones relativas al cuerpo sobre las que existe un tabú. Los cuerpos de hoy, pues, se hacen y se rehacen en búsqueda de sus necesidades más íntimas. Superando prejuicios de años lucen tatuajes que expresan su personalidad, sus gustos, sus creencias. Y se visten de tal modo que sus ropas declaren quiénes son. Porque, como ya dijo Baudelaire, en la moda podemos leer la moral y la estética de una época.

Lear, en la obra de Shakespeare, habla del hombre vestido, que se eleva sobre la naturaleza, y del mendigo, que no es «más que un pobre animal desnudo y erguido». Del hombre desnudo ha hablado desde siempre la literatura. De la belleza y las miserias del cuerpo, de la enfermedad y el dolor físico y mental, de la sexualidad y el deseo, y del amor, que hace que Borges escriba «me duele una mujer en todo el cuerpo». Y también de los cuerpos que el odio desnuda para humillarlos y despojarlos de humanidad. Lo hizo Primo Levi con palabra austera y lo siguen haciendo muchos otros escritores para denunciar las perversidades del alma humana y los alcances del odio y para que no olvidemos el dolor de los confinados en los campos de concentración, en las cárceles, en los manicomios, y en los espacios donde se tortura. Porque un escritor que merezca ese nombre siempre escribe, aunque parta de sus propias experiencias, buscando el valor colectivo de lo que dice. En este sentido, la escritura siempre es y será política. Pero no porque afirme nada rotundamente, ni porque predique ninguna verdad, sino porque lo suyo es explorar las contradicciones y las ambigüedades de lo humano. Y hacerse preguntas.

No hay escritura sin cuerpo, escribió Jean-Luc Nancy. Escribimos con él, que es el que produce la grafía, el pensamiento, la imaginación, y por el que necesariamente pasan las experiencias y los sentimientos de nuestros personajes. Nuestro cuerpo es umbral, y la escritura es nuestra prolongación. Somos, como cuerpo, no solo biología, sino construcciones sociales y culturales, y la escritura nos permite conocer, romper, transgredir. Y develar, acusar, dolerse.

En un mundo especialmente violento, que instrumentaliza los cuerpos de muchos seres humanos, la literatura se pregunta por lo que significa que en pleno siglo XXI cincuenta hombres violen a una mujer dopada con el consentimiento de su esposo. O que a una mujer trans le rompan los brazos y las piernas, la echen al río, y la graben mientras se ahoga en medio de gritos de auxilio. Se pregunta, también, por el hecho de que 140 mujeres y niñas sean diariamente víctimas de feminicidio. Por la persistencia del racismo, que hace que el verdugo desoiga la súplica de un hombre que no puede respirar. Por la exclusión del distinto y el rechazo al migrante. Por el sentido de las guerras, que asolan pueblos enteros y sacrifican en masa a sus jóvenes. Por nuestra noción de trabajo y productividad, que nos lleva por el camino de la autoexigencia, el agotamiento y la depresión. Por el manejo de los psiquiátricos, del encierro y de los excesos de drogas que aniquilan tantas mentes brillantes. Por la promoción comercial del amor con cero riesgos o por los jóvenes que duran semanas encerrados en sus cuartos frente a las pantallas descartando toda interacción personal. Por lo que hay en la conciencia de los que mataron jóvenes inocentes haciéndolos pasar por guerrilleros. Y por los dilemas éticos que trae una Inteligencia Artificial que, más allá de sus ventajas, nos está desdibujando como cuerpos, hasta el punto de hacernos contestar diariamente que no somos un robot. Todas estas y muchas otras son las preguntas sobre el cuerpo que la literatura se hace y se tiene que hacer en el siglo XXI. La literatura colombiana se ha ocupado siempre de nuestras múltiples violencias. En la poesía de Charry, de Roca, de José Manuel Arango. En La vorágine y en El olvido que seremos. En Cien años de Soledad y en las crónicas de Patricia Nieto, que cuenta en Los escogidos cómo en Puerto Berrío algunos habitantes adoptan los cadáveres que el río arroja a sus orillas, para enterrarlos, darles un nombre nuevo y llevarles flores. Y en muchísimos libros más.

«Escribo para perderle el miedo a la muerte», dice Rosa Montero. Que es lo mismo que decir: escribimos y leemos para vivir doblemente, para acercarnos a los otros, y para repetirnos que «este hambre propio existe, es la gana del alma que es el cuerpo», como tan bellamente escribió la poeta peruana Blanca Varela.

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