ETAPA 3 | Televisión

Hermano mayor

Inundación de la selva durante el invierno amazónico, que generalmente va de diciembre a mayo, 2019. Foto de María Andrea Parra.
Inundación de la selva durante el invierno amazónico, que generalmente va de diciembre a mayo, 2019. Foto de María Andrea Parra.

Hermano mayor

En medio de mamá y papá amaneció el hermano mayor desde esa noche. Tiritando, apretando todavía los puños se acurrucó sobre sí mismo. Así todas las noches. Y pronto olvidó cuántas veces había dormido entre ellos.

La primera noche sintió que la respiración de papá era más fuerte y fangosa que la de mamá. Pero que mamá bombeaba sangre con mayor dificultad. Ambos roncaban, ambos dormían con la boca medio abierta; ambos daban la espalda al hermano mayor para que durmiera tranquilo, para que al menos lo intentara. Y tranquilo en esa posición no podía estar, porque el hueco que los papás dejaban en el medio era para un niño de once, como su hermano menor. Pero él no, él tenía trece cuando empezó a dormir entre mamá y papá, en ese hueco que era un río muerto: no abrazos, no sueños, no cuentos. Tampoco oraciones.

La habitación pequeña, sin cuadros ni ventanas. Una puerta de roble. Un chifonier con un televisor encima, que apagaban a las ocho.

Esa primera noche no cerró los ojos, tampoco la segunda. Meses pasaron antes de que el hermano mayor pudiera hacerlo. En la oscuridad del cuarto al que solo entraba un poco de luz por la hendija de la puerta en noches de luna llena, una araña se descolgaba hasta la nariz del hermano mayor. Cada noche bajaba la araña. No sabía a qué hora, pero llegaba a la nariz, daba vueltas por la cara y subía de nuevo al techo. El hermano mayor tardó en darse cuenta de los paseos de la araña, pues, en cuanto apagaban las luces del cuarto y mamá y papá le daban la espalda, su cabeza volvía a la quebrada.

Una y otra vez volvía a la quebrada. Apretaba los puños como si aún tuviese agarrada la mano del hermano menor.

Dos niños y dos novedades tuvieron mamá y papá, que pasaban trabajando día y pedazos de noche para pagar la casa, para pagar la escuela, para pagar los zapatos, el maíz y las cuotas del televisor. Dos niños que para las fotos siempre posaban igual: el brazo derecho del mayor sobre los hombros del menor, como cuidándolo, porque al menor le daba miedo del diablo y por eso muchas noches le pedía que juntaran las camas, sí, que las juntaran, aunque entre ellas no cabía ni una mesita de noche. Dos niños que andaban agarrados de la mano, porque un hermano es la única parte del cuerpo que no viene pegada, como las orejas, como los dedos. Por eso cuando al menor lo mandaron a dibujar el sistema nervioso, dibujó dos cuerpos, uno más grande que el otro. El más grande con el brazo derecho sobre los hombros del más pequeño. De la mano abrían la nevera buscando chocolates, tortas, buscando dulce de leche, pero no encontraban más que sopa, cebollas, limones y un par de tomates de aliño que comían con azúcar.

Esa primera noche, entre mamá y papá, también lloró con maña. Intentó recordar lo que había pasado porque al día siguiente vendrían a preguntárselo, eso había dicho mamá. Unos señores le pedirían que contara todo. Entonces repasó: por la tarde salieron a montar en bicicleta, los dos en la misma. El mayor manejaba, el menor iba de pie en los tacos de la llanta de atrás, con una sonrisa de arcoíris. Primera vez solos en la carretera. El mayor, pedaleando con el viento; el menor, sintiéndose más alto, más grande, sin pensar en el diablo. No recuerda cuánto tiempo anduvieron, pero sí que ya sudados y con sed, habiendo dejado el pueblo atrás, se bajaron de la bicicleta y se metieron al monte a buscar una quebrada pequeña que se escuchaba desde la carretera y que, según decían, de vez en cuando crecía como río. La bicicleta la cargó el mayor. El menor detrás arrancaba yuyos y perseguía collares de hormigas; hablaba del pantano que le manchó los zapatos, del olor a pájaro que, según él, tenía el monte y del cielo del monte que eran las hojas. El mayor sonreía a medias, pues una sensación de estar lejos de casa y sin permiso le empezó a punzar las palmas de las manos.

Los árboles: manos levantadas y abiertas pedían la palabra; hacían sombra testigos del veneno del viento, de la suciedad del río, del sol implacable. Árboles hermanos de otros a los que, kilómetros más allá, sin importar adónde se mirara, también les negaban la palabra. Conectados todos los árboles del mundo, torcían algunas ramas con esfuerzo para señalar algo que nadie veía y en sus troncos dejaban escrita la historia del monte. El menor daba golpecitos a los troncos y decía: «Mío, mío, este también es mío». Y que al mayor solo le dejaría uno, el más viejo.

Salieron pues de entre las hojas y los recibió el viento, la corriente de la quebrada. Dejaron la bicicleta cerca de la orilla y se bañaron como patos, chapucearon con la ropa puesta, intentaron pescar con las manos. Imposible.

Al otro lado de la quebrada había más monte, «más árboles para mí», dijo el menor, que salió del agua en dirección a ellos. El mayor tras él, sin ánimo de tocar nada, pues cada vez le dolían más las manos. Dejó que el menor jugara un rato entre las hojas, que recogiera piedras pequeñas que, según él, el menor, eran monedas, y luego puso el brazo derecho sobre sus hombros: hora de volver a casa.

Cuando el mayor ajustó diez años durmiendo entre mamá y papá, la araña dejó de caminar sobre él, quizás porque ya era un viejo de veintitrés, quizás porque había cumplido su pena. Pero el mayor seguía sin la parte menor de su cuerpo. Y sin poder recordar.

Desde la tarde que desapareció el menor, mamá lo sentaba en la cocina, junto al fogón. Todos los días. Afuera lluvia, afuera sol, afuera el viento que agitaba los caminos, pero adentro mamá lo sentaba y le preguntaba: «¿Qué fue lo que pasó?».

Y él respondía cada cosa:

«Creo que se metió al tronco de un árbol, quería ser los pies del árbol y traerlo a casa, pero no pudo salir más. Metí las manos por un hueco que vi, cerca de las raíces, pero no alcancé nada. Solo tierra. Golpeé el árbol, le arranqué hojas, pero no salió, mamá. No salió».

Otro día: «No lo sé, mamá, cuando salimos del monte y llegamos a la quebrada vimos a unos hombres asando culebras al otro lado, hombres que parecían niños, niños al mediodía, tostados por el sol. A la orilla las lavaban, las partían por la mitad y no sé que les sacaban, luego al asador: una parrilla sobre dos piedras grandes. Vimos a los hombres niños llevarse pedazos de culebra a la boca con ambas manos, como si fueran a beberlas. Se fue con esos hombres, mamá».

Un domingo: «Jugamos al que aguantara más bajo el agua. Cuando fue su turno, no volvió a salir».

Una noche: «Estaba buscando la hora en el cielo. Él me preguntó si escuchaba esas voces. ¿Cuáles voces? Le dije que no, que era hora de regresar. Pero desapareció».

La mañana que cumplió quince: «Tengo un nuevo recuerdo, mamá: cuando salimos del monte, la quebrada había crecido. Y el cielo también parecía más grande, más cerca de nosotros. Los pájaros hacían ruidos de hambre. O de miedo. Y los grillos empezaron a cantar, como si de repente hubiera oscurecido, pero no, creo que eran las seis. Y el viento, mamá, el viento parecía enojado. Entonces decidimos pasar la quebrada agarrados de la mano. De la mano, mamá, ¿entiendes? Nos metimos y luego… y luego… no sé, mamá. Lo tenía agarrado de la mano y después ya no».

Y de nuevo: «Los hombres de las culebras, mamá, él quería irse con los hombres de las culebras».

Era como si tuviera el recuerdo sumergido en la quebrada o sepultado entre las hojas. No podía mirar hacia atrás. Había regresado a la quebrada, pero su cabeza llegaba hasta un punto y luego empezaba a rodar una película, siempre diferente, que no le parecía un recuerdo sino una proyección.

Los años pasaron y el hueco de la cama se hizo más hondo, una cuna para quien, a pesar del paso del tiempo, parecía cada vez más niño.

Sin la araña las noches eran eternas y los recuerdos cada vez más brumosos, espesos, de árboles grandes y cielos encapotados. Desde la cama le parecía escuchar la quebrada, las hojas, al menor caminando entre las hojas.

Dejó de dormir entre mamá y papá cuando mamá murió.  Con ella se fue de nuevo el menor, pues nadie más preguntó qué pasó. Ni mamá ni el mayor ni mucho menos papá, que había quedado en silencio total, fueron capaces de escuchar a los árboles. El mayor durmió de ahí en adelante con papá, y en medio de ellos un hueco que era un río muerto: no abrazos, no sueños, no cuentos. Tampoco oraciones.

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