Tres mendigos debaten en una esquina de la Diecinueve con Quinta. Son las cinco de la tarde y es lunes. Las busetas pasan tronando sobre la avenida y los oficinistas tratan de escapar de la escarcha que desciende de los Cerros Orientales cuando el sol se oculta. Un ladronzuelo camina desconsolado pues acaba de recordar que la Cinemateca no tiene funciones los lunes y las fachadas de los restaurantes de la Jiménez, lucen aún más tristes cuando las farolas de luz amarilla se encienden. Los mendigos debaten frente a la caja de libros que acaban de encontrar: portadas impresas en relieve, libritos del tamaño de un juguete y varios poemarios que contienen un único poema que se reproduce a lo largo de mil o dos mil páginas. ¿Dónde podrían vender, para comprar su vicio, para alquilar una pensión donde dormir, la caja repleta de artefactos? Desconocen la razón, pero los 3 intuyen muy cerca al corazón febril, que no podrán venderla en el centro. Se sientan sobre el asfalto helado a debatir las opciones.
Si alguien diseñara una cartografía del panorama actual de la poesía en nuestra ciudad, poco se hablaría del centro de Bogotá, estoy seguro. A pesar de que el centro siga siendo una tierra de vaqueros, y a pesar también de las gloriosas jornadas de antaño, de esos sueños ahora no queda más que una pálida representación. Quien no esté de acuerdo puede levantar la mano: ojalá una que esté cercenada de tanto sostener los libracos que redactan los nuevos poetas jóvenes. Es decir, ojalá alguien con argumentos. Porque en el centro, además de las franjas de Poemartes o de algunas lecturas aisladas en El Establo de Pegaso, no queda casi nada para la poesía de nuestra ciudad.
No es en vano que los recitales en dicha zona hayan disminuido considerablemente ni que se hayan trasladado a otros territorios. Este fenómeno obedece no solo a las evidentes transformaciones de las metrópolis contemporáneas, sino también a que nuestras poéticas se han transformado también: de manera evidente han mutado hacia lo desconocido. La poesía ya no se ensaya por la misma clase de autores y hace rato dejó de ser administrada por los mismos vejetes iracundos que tenían secuestrada la cultura en los callejones de La Candelaria. La poesía bogotana, o la poesía que se escribe en Bogotá, ha encontrado en una incipiente fuerza, dentro de su propia naturaleza, un horizonte de renovación que se sostiene en tres ejes y que algunas veces, pues los milagros existen, llegan a confluir: 1) La poesía está escrita por jóvenes. 2) Ese grupo de jóvenes, en una inmensa mayoría está compuesto por mujeres. 3) La poesía se piensa desde una infinidad alarmante de nuevos formatos. Alabado sea Dios.
Librerías como Cooltivo en Chapinero, o Las Cigarras en Teusaquillo, lucen como un amanecer plateado si se las compara con el cadáver de la saqueada Casa de Poesía Silva: otro mal recuerdo. Que en barrios como Teusaquillo converjan más de diez librerías independientes no es un efecto que obedezca exclusivamente a la gentrificación, palabra manoseadísima en nuestros días, sino también a las evidentes transformaciones de nuestros autores y a las transformaciones de ellos mismos en relación a sus propias obras. La literatura hace rato está muy lejos del centro de la ciudad.
No es en vano que, al lanzamiento de un librito como Párpados al Revés de la poeta bogotana Paula Castillo, arribe toda una muchedumbre. El librito tiene la forma de un piojito, el popular juego escolar que a su vez funge de oráculo infantil. Tampoco es en vano que algunos espacios culturales dicten talleres en los que se ofrezca la posibilidad de derretir un poema. No es en vano que, al lanzamiento de Enfermedad de los Nervios, de la también poeta bogotana Natalia Martínez Calderón, asista toda una tribu de desesperados capaces de colapsar una avenida. No es en vano, de ninguna manera, que la producción literaria de nuestra ciudad supere con creces la de anteriores generaciones. Cantidad no es calidad, dirán los filibusteros en el templo. Solo hay que constatar, poemario en mano, las recientes publicaciones de poetas como Mafe Garzón, Matilde Acevedo, Alejandro Morales o Nikol Cala. No es en vano que el colectivo Dosis Mínima se haya bifurcado en tantas direcciones haciendo un énfasis magistral en la dignidad de la piratería. No es en vano que el extinto Freudzine haya diseñado un poema de diez metros, expuesto hace un par de años en otro espacio cultural en Teusaquillo. No es vano que otros poetas, ya no los mismos del cadáver exangüe de la Revista Ulrika, organicen el nuevo Festival de Poesía de Bogotá en oposición a otro cadáver. Y todo lo anterior no solo no es en vano, sino que también es síntoma: los autores emergentes piensan en sus publicaciones ya no como elementos estáticos e inanimados sino como artefactos capaces de incidir sobre la realidad para ajustarla, para ponerla en cintura, para doblegarla: para hacerle frente a las tradiciones de antaño y tomar distancia. Estas nuevas representaciones no solo ya no se ajustan a los modelos que cobijaron los espacios tradicionales del centro, sino que a priori suponen una ruptura y nuevos puntos de convergencia. Lo anterior no quiere decir que esta década inaugure las vanguardias en nuestro país, ni mucho menos. Lo anterior quiere decir que es posible hacer nuevos rastreos de la poesía escrita en nuestra ciudad desde otros ejes y que, dada la cantidad de recitales, editoriales independientes, clubes de lectura y talleres que surgen semanalmente en nuestra ciudad, tal vez estemos asistiendo a un enorme acontecimiento: la literatura como una expresión que se aleja cada vez más de la visión autoritaria, masculinizada y elitista de los viejos días.
Tal y como se ha transformado la ciudad, también nos hemos transformado como lectores y creadores en relación al bello crimen de la literatura. Las modificaciones en estas relaciones, como es lógico, también suponen una alteridad en relación a los espacios donde comúnmente se administraba la poesía. El centro, ese corazón sangrante de la ciudad, no es ya el corazón de la literatura: el corazón está en las editoriales autogestionadas, en los fanzines, en los recitales de cinco lucas, en las librerías que comercializan exclusivamente literatura escrita por mujeres y en las juventudes que batallan a diario por una escena cada vez más diversa, heterogénea y compleja, una batalla desde distintos flancos y muy lejana de los rótulos generacionales de antaño.
Tres mendigos debaten en una esquina de la Diecinueve con Quinta. Uno de ellos levanta un puño amenazante en dirección al suelo cuando ve pasar una patrulla de la policía. Se han imaginado una caja repleta de libros: es el sueño de una literatura renovada. Es de noche ya y el viento cae desmedido y los árboles se arrebujan. Los tres mendigos se arropan con los cartones que encontraron dos callejones abajo. Uno de ellos enciende un bareto.
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