Unos meses antes de la aparición de la televisión, Hernando Téllez publicó en El Tiempo sus «Consideraciones sobre lo cursi». La premonición fue contundente no solo porque reflexionaba sobre un tema que el nuevo medio pronto pondría en escena, sino porque el texto se refería a una dama «muy enojada, pero muy bella», a quien le temblaban los labios por las críticas que sufrían todos los embelesados en El derecho de nacer.
El proyecto de traer a la radio y la televisión la novela del cubano Félix B. Caignet era en sí mismo premonitorio por varios motivos: una gran empresa multinacional como Colgate se asociaba a la difusión del melodrama en América Latina, la ficción sintonizó de inmediato con el público de la televisión, lo cursi de que hablaba Téllez se tornó viral, y la publicidad se vinculaba desde su inicio con las narrativas televisivas. Cuatro grandes asuntos que aún persisten después de setenta años.
La asociación entre lo comercial y la naciente televisión fue rápida. Las dudas de considerar al nuevo medio como cultural o comercial duraron poco, así los ecos de su debate lleguen hasta nuestros días. La disyuntiva ha sido compleja porque involucra la adopción del sistema mixto conformado por el Estado y la iniciativa privada, el significado de los objetivos culturales y educativos que se esperan de la televisión, sus relaciones con la cultura popular, la generación creciente de un público propio, su influencia sobre algunas dinámicas de la cultura y la interacción de la televisión con el país.
No fueron Caignet ni Albertico Limonta los que dominaron los inicios de la televisión, pero sí los que anunciaron el advenimiento del folletín que se concretó hacia los sesenta en su creación estrella y arrasadora: la telenovela. Lo interesante es que todo estaba anunciado a su manera en las páginas de Téllez, especialmente en su consideración sobre la relación del gusto con la tradición cultural y como resultado de la exigencia social. Solo que las previsiones de los visionarios no siempre salen tal cual, sino que a veces toman caminos impredecibles.
Un género espectral
En el caso de la televisión, entre 1955 y 1960, el teleteatro le apostó más a lo primero que a lo segundo. Fue un canto de cisne para recordar que las premoniciones de Téllez cambiaban tanto como las referidas a la tradición cultural que se ensanchaba y a las exigencias sociales que insistían obsesivamente en su rumbo.
Hace años, cuando escribí el ensayo «Los tiempos del teleteatro. Género televisivo y modernidad cultural», dije que, «de naturaleza paradójica, el teleteatro se asomaba a un medio que permitía difusiones masivas solo alcanzadas por la radio, mientras que muy pronto navegaba presionado por las exigencias comerciales y una vocación cultural originaria. Combinó así productos provenientes de la tradición culta —hasta entonces destinada a públicos seleccionados— con el carácter masivo, la puesta en escena teatral con las condiciones asignadas por las narrativas audiovisuales de la televisión». Hace poco enfaticé en el carácter espectral del teleteatro que «parece una representación fantasmal detenida en el tiempo, con actuaciones hieráticas en que los gestos están medidos por una gramática estricta y las entonaciones de la voz poseen una combinación entre la declaración y el gemido. Es, en suma, una creación espectral, que probablemente se pueda explicar por el sentido híbrido de sus orígenes».
Por eso los primeros días no fueron los del folletín, sino los de la creación de grandes obras de autores clásicos y modernos. Provenían más de los intereses teatrales y de una generación emergente de directores y de la tradición cultural dominante, que de los verdaderos gustos de quienes en unos años atiborrarían las salas, no de los teatros sino de sus casas.
Por eso los televidentes de los primeros años vieron El cartero del rey, de Rabindranath Tagore, en 1955; Espectros, de Henrik Ibsen, en 1956; Todos los hijos de Dios tienen alas, de Eugene O’Neill, en 1956; El matrimonio, de Nicolái Gógol; El enemigo del pueblo, de Ibsen, y El Padre, de August Strindberg, las tres en 1961, entre otras obras que hoy sorprenderían.
Pero todo ello no fue solamente una combinación entre tradición y proyecto cultural, sino también, como pasa con tantas cuestiones colombianas, un producto del azar. Cuando a los pocos meses de iniciadas las labores en los sótanos de la Biblioteca Nacional, los técnicos cubanos traídos por Fernando Gómez Agudelo hicieron la primera huelga por motivos salariales, los aprendices colombianos tuvieron que llevar a cabo una obra que supliera su ausencia. No encontraron otra que El proceso, de Kafka.
¡Firmes, mi teniente general!
Las segundas premoniciones, resultado del inicio de la televisión, fueron los orígenes de su fundación, llevada a cabo al comienzo del Gobierno de Gustavo Rojas Pinilla. El general conoció el medio en las Olimpiadas de 1936 en Berlín, cuando Hitler no salía de su asombro por las cuatro medallas de oro que ganó, delante de sus narices, el atleta afroamericano Jesse Owens.
La Oficina de Información y Propaganda del Estado (Odipe) de la que dependió todo el proceso fue creada por Laureano Gómez en 1952 como un departamento de Presidencia, cuyo fin era el control efectivo de la prensa y de la radio y que, en el caso de Rojas Pinilla, estaba encargada del manejo de su imagen, además de resaltar las obras públicas del Gobierno.
Fotografías, discos con cuñas patrióticas, efigies que aparecían cuando se apagaban las luces de los teatros y rodaba el noticiero oficial que presentaba las actividades del presidente, documentales sobre el 13 de junio, emblemas, calcomanías y banderines.
Y al fondo de toda esta avalancha del mostrarse, de la propaganda, dos conceptos básicos: la educación popular y la divulgación cultural, como funciones patrióticas. Como se lee en un «Boletín de Programas» de marzo de 1954, «la Radiodifusora Nacional realizará una televisión guiada por los mismos principios de cultura y buen gusto que hasta ahora han orientado su labor en el campo de la radiodifusión».
La patria, «el binomio pueblo-fuerzas armadas [que] salvará a Colombia», el buen gusto y el «llevar una mayor alegría a nuestro pueblo», junto a Espectros de Ibsen, los televisores del Banco Popular, el acceso generalizado a la televisión, incluidos los analfabetos, los escarceos de la estética del melodrama y los anuncios publicitarios de la época, forman una amalgama activa y simbólica, puesta en medio en un momento social y político de profunda gravedad.
Marco Palacio dice en Colombia. País fragmentado, sociedad dividida, el libro que escribió con Frank Stafford, que «la Violencia se refiere a una serie de procesos provinciales y locales sucedidos en un período que abarca de 1946 a 1964, aunque descargó su mayor fuerza destructiva entre 1948 y 1953, en estos años se partió en dos el siglo XX colombiano». Pero, como dice el mismo autor, lo peor estaría por venir.
La fuerza destructiva que estaba en los campos y en las calles de Bogotá donde se asesinaban estudiantes no solo era física: era también simbólica. La televisión estaba pensada como una parte de ella, como un instrumento poderoso para la difusión tanto de la imagen del gobernante como del proyecto político, social y, sobre todo, cultural, que lo rodeaba.
La difusión simbólica
La fuerza destructiva que estaba en los campos y en las calles de Bogotá donde se asesinaban estudiantes no solo era física: era también simbólica. La televisión estaba pensada como una parte de ella, como un instrumento poderoso para la difusión tanto de la imagen del gobernante como del proyecto político, social y, sobre todo, cultural que lo rodeaba.
El largo tendido de las antenas de transmisión y el programa de la primera transmisión de la televisión son dos premoniciones claves. Un análisis deliberado permite intuir los rumbos que tomaría la televisión en sus setenta años.
La primera, de una nación que trata de pensarse como tal organizando la red de conexiones posibles entre los territorios, a la que Diana Catalina Zapata Cortés llamó una «integración siempre postergada» y «que terminó reproduciendo las asimetrías y desigualdades producidas por una geografía imaginada donde la heterogeneidad cultural se traduce en jerarquías políticas».
La segunda, la televisión imaginada el primer día, el 13 de junio de 1954, cuando se combinó una alocución del excelentísimo señor presidente de la república con un sketch cómico de Los Tolimenses, una sesión de música clásica con Frank Preuss y la adaptación de El niño del pantano, un cuento de Bernardo Romero Lozano, un documental sobre los colombianos en Nueva York y las danzas folclóricas de la academia de Kiril Pikieris.
No hay carga simbólica más premonitoria.
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