Por alguna casualidad de la vida en los últimos días me he cruzado con varios expertos en opinión pública, encuestas, y campañas políticas. Todos coinciden en que estamos en una etapa de calentamiento, donde los más de cincuenta aspirantes a las elecciones de 2026 tantean el terreno, lanzan globos de ensayo, y prueban frases de efecto para medir la temperatura del electorado. Que haya tantos candidatos no solo muestra la tremenda fragmentación de la política, sino que hay muchos que se animan a intentar domar este potro salvaje llamado Colombia.
En medio de este ruido inicial, empiezan a perfilarse algunas sorpresas reveladoras que configuran el estado de ánimo nacional. El problema de la seguridad siempre aparece a la cabeza por razones obvias, y es que las violencias siguen vivas y en algunos casos, con métodos más sofisticados. Grupos criminales que han diversificado sus actividades y que se camuflan con mayor eficacia. O sea que los problemas de inseguridad son objetivos, pero ello no obsta que el relato de los medios y de los sectores de oposición amplifican la percepción de ella. Y es que el tema de seguridad es por antonomasia la bandera de la derecha, que, sin él, queda en el vacío.
Sin embargo, el resto de preocupaciones de la gente tienen que ver con la agenda social, la desigualdad, y con la vida digna. El gran protagonista de esta nueva sensibilidad política es el tema del trabajo, que angustia especialmente a los jóvenes. Una juventud que invirtió años y dinero en estudiar, muchas veces de noche o de forma virtual, a costa del sacrificio de sus padres; hoy se encuentra con un mercado laboral precarizado, informal y sin horizonte.
Durante años, desde el discurso oficial, se vendió la educación como un trampolín de movilidad social. Se prometió que el esfuerzo sería recompensado. Pero esa promesa se ha roto: tener un título no garantiza trabajo digno, ni ingresos suficientes para llevar una vida autónoma. La frustración acumulada está creando una brecha emocional y política con los adultos, que crecieron en la narrativa del esfuerzo que tiene recompensas. Aquí la reforma laboral propuesta por el gobierno ha tocado una fibra sensible y responde a una demanda vital.
Una novedad significativa en el paisaje emocional del país es la preocupación por la vejez. Por primera vez, este tema aparece de manera nítida en los estudios de opinión. Y no es para menos: el cambio demográfico avanza a gran velocidad. Vivimos más, nacen menos niños, y la curva poblacional comienza a invertirse. En algunas regiones del país, colegios están cerrando por falta de estudiantes, y las universidades ya proyectan escenarios de crisis por falta de matrículas.
El dilema es muy grande: no hemos pagado la deuda con la infancia, ni siquiera en sus etapas más críticas que son los primeros cinco años; pero ahora hay que mirar hacia el otro extremo: los mayores. En la vejez la desigualdad hace catarsis, porque estalla un acumulado de décadas. La precariedad de las pensiones, el abandono, la exclusión social y la marginalidad política, se convierten en un drama emocional que afecta a las familias. La reforma pensional corrige una parte del problema, pero sus efectos virtuosos no serán inmediatos. Y si bien una pensión monetaria es vital, la vida digna es más que eso.
Otro asunto, grave e ignorado hasta ahora es el de la violencia intrafamiliar. Esta violencia se cuela con fuerza en las encuestas, en los relatos de las víctimas, y también en las mesas de diálogo de la Paz Total, como ocurre, por ejemplo, en el departamento de Nariño. La conexión es clara: no hay paz sostenible si los hogares no son espacios seguros.
Este giro hacia la «paz cotidiana» es clave para entender la transformación cultural que estamos viviendo. La violencia doméstica, el maltrato infantil, la desigualdad de género, los conflictos generacionales… todo eso que antes se consideraba «privado» hoy es reconocido como público. Y no es una exageración: los hogares sin amor y con violencia son semillero de futuros victimarios o víctimas, alimentan la deserción escolar, empujan a los jóvenes hacia grupos armados o a las adicciones. La lucha por la paz empieza en la casa. Es una micropolítica de los afectos, del respeto, de la palabra.
El eje emergente en la opinión pública es el del cuidado. No solo el cuidado como trabajo invisibilizado realizado sobre todo por mujeres, sino el de las personas, de los animales, de la naturaleza. Tiene lógica como respuesta a la crisis climática, el agotamiento emocional y la desconfianza en los gobiernos y Estados. La ética del cuidado ofrece una alternativa al individualismo feroz que ha regido las últimas décadas. De él se han abanderado el feminismo, los ambientalistas y las nuevas ciudadanías que empujan desde abajo esta agenda, con creatividad y con otros lenguajes.
Finalmente está el tema de la honestidad. Incluso en encuestas tan cuestionadas como la de Guarumo este valor aparece como el más importante a la hora de elegir un líder. Pero atención: no se trata del grito desesperado de «¡paren la robadera!» que popularizó Rodolfo Hernández en campaña, ni de la denuncia moralista. Se trata de algo más profundo: un anhelo de coherencia, de verdad, de humildad. Honestidad es también no mentir, reconocer errores, pedir ayuda, no jugar con las esperanzas de la gente, bajarle al populismo y a la demagogia. En un mundo de posverdad, la gente quiere líderes de carne y hueso.
Así pues, es bastante improbable, por lo menos con los datos de hoy, que Colombia se mueva de manera pendular en 2026, con un bandazo que de la izquierda termine en una derecha que ofrece mano dura y nada más.
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