Armadillo de oro. Arnoldo Palacios se desplaza a la infancia y relata con una voz que se ubica con su cuerpo en el suelo. Tiene seis años y desde allí evoca su relación con el polio que sufrió a los dos años, preguntándose, a veces con miedo, sobre el mundo que lo rodea y en el que observa a los adultos. No hay muchas referencias temporales, solo la experiencia de la campaña política de su padre por Enrique Olaya Herrera.
Este relato está marcado por el asombro, la duda y la inexperiencia. Nacido en Cértegui, en 1924, y fallecido en Bogotá, en 2015, escribió Buscando mi madredediós. No es un relato autobiográfico: su mirada recuerda a mimadredediós: «Buscar su madredediós, sumadrediosita, es una expresión empleada diariamente por nosotros, los negros del Chocó. Significa consagrar sus energías y toda su santa paciencia a conseguir el pan cotidiano, andar alguien en pos de la buena suerte».
Buscar la madredediós traza un horizonte: tener paciencia, ponerse de pie y andar. Andar como un objetivo posible para cuando sea adulto. La paciencia y la suerte recorren muchas páginas de historias breves, fragmentarias, que a veces son instantes o estampas. La madredediós también la buscan la familia, los primos, los compañeros de escuela y los adultos. En un constante ir y venir entre Tadó y Cértegui, Arnoldo vive entre el reconocimiento del territorio en el que habita y las actividades que hacen posible su existencia, en ciertas ocasiones difícil. Vive con sus padres y parientes, reconoce cada uno de los rincones de sus casas y los retos para llegar a ellas. Identifica las diferencias de sus formas de vida entre lo doméstico, el comercio de la tienda y el trabajo artesanal: la carpintería, la joyería, la modistería.
En su crecimiento se desplaza también por los ríos, al borde de la selva, que casi siempre ve al otro lado, marcada por lo sorprendente, lo inexplicable y el peligro. Le dedicará varios momentos del relato a su encuentro con los indios. Pero hay otro lugar al que el niño no va porque es un lugar abstracto: la mina. Ve a los tíos y tías ir y regresar de la mina, el lugar de lo inexplicable, que exige abruptamente modificar las palabras y las costumbres: «De pronto se oyó un ruido pavoroso. Pisadas en tropel por la playa e, incluso, algo como lamentos. La familia se precipitó hacia el corredor. Efectivamente una romería iba gritando: “¡Mi gente, se taparon!”. Más adelante, luego de constatar la noticia, frente a un anisado se produce la reflexión: “Nosotros los mineros salimos con nuestros propios pies de la casa y no sabemos cómo volvemos a entrar, ni si cuando volvemos a salir es con los pies para adelante. Y no más por buscar la madredediós, el grano de oro o la tapa de platino… Cuñado Venancio: sírvase dos aguardientes dobles, hágame el favor”».
La presencia de la mina no es conflictiva, aparentemente, con la comercialización del metal a pequeña escala por parte de los conocidos y parientes en la tienda de su padre. Menos aún con el trabajo del oro que es una práctica, casi doméstica, en la que los niños descubren el aprendizaje y los afectos, y los adultos la posibilidad del sustento. En este caso se trata de un lugar concreto cuando se va «a trabajar la mina». Así lo hacen las personas que tiene cerca: «El canalón de mamá Fride era largo como de la casa a la boca de Agualimpia; el lecho bordeado por dos muros de cascajo amontonado cuidadosamente desde hacía muchos, muchos años, pues el finado Tomás había trabajado allí. Ese canalón era una herencia, decía mi mamá Fride».
Los niños acompañan el duro trabajo de esta mujer cuya figurita parecía que se esfumaba, que no estuviera allí sino en otra parte. «Los niños quieren ganá su platanito que se come». Arnoldo recuerda:
Una vez el ritmo adquirido, yo los contemplaba ejecutar una danza, acompasada por el murmullo de la Quebradita, la batería de cachos, barra y descargue de las piedras contra la pared del canalón. Observaba yo ese espectáculo, desde lo alto. Mi ser ardía, deseoso de participar en la faena.
Batea va, batea viene, batea va, Evelio dele que dele a la barra, aviente barra, aviente barra, sale cascajo, chispea barro, batea, va, batea viene.
Arrastrándome, de nalgas, me deslizo hasta el borde del canalón. Permanezco contemplando de cerca, sí, tal vez yo puedo también trabajar mina, yo puedo ayudar; puedo llenar de cascajo la batea; o mejor echo barra con Evelio.
Otro lugar, que no es ni abstracto ni concreto, se construye con palabras. No solo las de Palacios, también las que rescata a partir de múltiples relatos en una vida que está bordeada por el misterio, la oración, el secreto, las gracias, la piedra de ara y las hojas de yerbabuena. A la tía Venancia, partera, el armadillo de oro se le escapa de las manos, «baboso», y ante el grito a Santa Helena (la santa de los hallazgos de las reliquias y la arqueología) lo pierde definitivamente. «Bueno, cuando ella dio el grito la oyeron; acudieron varias personas de la familia. En el momento preciso que ellos llegaron el armadillo de oro se le zafó de los brazos a tía Venancia, que lo tenía bien apechado; comenzó a covar barro rápido, rápido y ¡adiós paloma!». ¿Por qué se le escapó?, pregunta el narrador: «Porque cada cual tiene su suerte y cuando se le aparece es a él únicamente. O tal vez alguno de la familia tenía mal corazón».
La vitalidad del relato refleja el valor de la subsistencia o su expresión demoniaca frente a la avaricia. El mal corazón y el carácter esquivo del oro muestran el territorio como un espacio que tiene su propio equilibrio, sus propios valores y sus tradiciones. «Hombre, este charco tiene mucha historia. Aquí se hundió la draga. Varias canoas han fracasado aquí también. La draga fue en milnovecientos». En Orovivo, cuyo nombre se explica en este fragmento:
Dicen que en ese momento el oro caminaba como si tuviera patas, como hormigas se escondía. Viendo que el metal vivo no daba tregua de que lo echaran en la batea, las personas se arrastraban con los brazos abiertos de par en par, para atajarlo empuñándolo en las manos. Y hasta así se les escurría, por entre los dedos apretados. Algunos abrían la boca, los oídos, las narices […] El oro tiene vida. Y en Orovivo, lo que pasó fue que con el gentío, con semejante descontrol vino gente de mal corazón; y esa es otra cosa que el oro no puede ver…, el mal corazón… Lo que usté cuenta es positivo, Venancio; yo me recuerdo…
Hay muchos territorios en el relato de Palacios. Los que he señalado se refieren al oro como algo dinamizador: la mina, su producción, el cansancio, el peligro, la muerte; la producción atada a los lazos indestructibles de la solidaridad y los vínculos generacionales que mantienen a la comunidad; el oro vivo como la posibilidad de tener ganancias de manera avariciosa en tensión con el oro que se entrega a los habitantes del territorio para su sustento.
La infancia tiene la belleza de la sencillez; lo que desde la ingenuidad encuentra, incluso en la dificultad, un rastro de felicidad. Surgen entonces las preguntas sobre qué es lo que incomoda, por qué la necesidad de su padre de arengar y consolidar una política liberal contra los conservadores que se han mantenido políticamente en sus tierras, por qué la necesidad de cambiar lo establecido y por qué las dificultades para mantener la poca estabilidad, por qué la necesidad de narar un relato sobre el pasado.
Es necesario detenerse y escuchar lo que quieren decirnos las palabras de un relato sobre el recuerdo y la infancia en las historias nocturnas de los cuentos de Justiniano y del más allá, de las mil y unas noches, del grito de la partera invocando a Santa Helena, del nombre dado a un pequeño territorio ubicado en Chocó, Orovivo, de un fragmento que estimula los sentidos y hace posible que la palabra viva en el presente.
Como le dice Carlos a don Cirio en la sastrería, las palabras tienen su misterio —un misterio que ya ha desarrollado Palacios en su novela Las estrellas son negras—. En Buscando mimadredediós le da otra vuelta de tuerca y le hace un homenaje sutil a la poesía:
Como queriendo ya mascar lo que las tripas le están reclamando.
Sí, oiga HAM-BRE, HAM-BRRRRRE,
¡HAAAMMMBRRRREEEE!
Pues en mi humilde criterio, el que inventó las palabras, a Hambre ha debido ponerle Azucena y a Azucena ha debido bautizarla Hambre.
Porque así, el hambre no sería tan infame.
Los hijos no atormentarían a su padre diciéndole:
«Papá, tengo HAAAMMM-BRRRREEEE»,
Sino que dirían:
«Papá, tengo Azucena».
La vida sería más llevadera, ¿no es cierto?
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