Podría ser un hombre, pero es un istmo: una franja alargada y estrecha atravesada en canal. Una forma de comunión entre dos océanos. Su voz representa los límites de un continente y los espacios donde se unen. En el documental dedicado a su vida, Yo no me llamo Rubén Blades (2018), asegura que le gusta la contradicción entre la letra de sus canciones y el goce en el cuerpo. Pero cuando se le pregunta a Plu con Pla, agrupación de Tumaco, sobre ello, dicen: «no hay contradicción, es un contraste». Y así la música y el cuerpo. Así las voces y el sabor. Todas las bandas en la tarima del concierto «Paz con la naturaleza: un canto por la vida», en la COP16, están marcadas por el «contraste» entre el mensaje y el gozo. Porque ellas no se contradicen, todo lo contrario: en su simultaneidad surge una potencia artística y transformadora.
Francia Márquez define la distancia entre lo político y la música cuando dice que «hay discursos que te calan, pero hay canciones que te cambian para toda la vida». El concierto comenzó de esa manera, con el Cacerolazo Sinfónico, un proyecto que nació de la movilización social. En 2019, durante las protestas en Cali, la Orquesta de la Univalle y el Instituto de Bellas Artes se encontraron en la plazoleta del CAM para manifestarse a través de la música. Ese fue el origen de un proyecto de construcción artística donde la protesta se sublima en una orquesta. Desde allí cantaron el himno de la Guardia Indígena y una canción que marcó las diferentes jornadas de violencia: «¿Quién los mató?», interpretada originalmente por Alexis Play, Nidia Góngora —que se subiría al escenario más adelante—, Hendrix y Junior Jein ―asesinado el 14 de junio de 2021―. En la canción se nos presenta un cañaduzal como escenografía de un velorio permanente. La violencia instalada. No todo lo verde es biodiverso. Al cierre de esta canción, desde la voz de una persona desaparecida y asesinada que le habla a su madre, se canta: «¿Te acuerdas que te hablé de las estrellas? / Hoy ellas están aquí / Hay muchas otras junto a mí».
Y así se fue subiendo a la tarima una cadena de artistas que acompañó esos cantos. Porque una persona desaparecida y asesinada se abre a la vida, habita entre nosotros, cuando su voz habla en presente.
Aterciopelados fue la tercera banda en tarima. En un guiño a la ciudad que los acogía, se transitó de Florecita rockera a los versos de Cali pachanguero: «Las caleñas son como las flores». Una manera de transformar y reinterpretar antiguas narrativas. Al fondo, sobre las visuales, Andrea Echeverri cabalgaba un colibrí. Cadera y salto. Una mezcla brincosa entre la salsa y el rock. Una guitarra, un bajo, una batería, los teclados y la voz de Andrea Echeverri. Una interpretación de Soy colombiano, la canción de Garzón y Collazos, el dueto unido y abrazado hasta en la muerte: Eduardo Collazos y Darío Garzón están hoy sepultados juntos en el cementerio San Bonifacio de Ibagué. Una versión a voz y guitarra como una manera de introducir la cordillera en esta construcción sonora.
Este año se lanzó en las principales plataformas de streaming NATURE: diferentes composiciones sonoras a partir de los ecosistemas presentan a la Naturaleza como artista. Es una manera de recaudar fondos para la protección de la biodiversidad. La naturaleza ahora recoge regalías por la forma en que suena. El fondo Sounds Right, una iniciativa del museo de Naciones Unidas, presentó esta iniciativa el 22 de abril de este año, en el Día de la Tierra, con diferentes colaboraciones con artistas como David Bowie, Brian Eno, los Amigos Invisibles, Bomba Estéreo y… Aterciopelados. En la COP16, Héctor Buitrago, líder de la banda junto a Andrea Echeverri, anunció que parte de las regalías de este fondo estarían destinadas a la conservación de zonas críticas en los Andes Tropicales.
El «contraste»: si se cierran los ojos son lo mismo
La plumuda es un pescado tumaqueño espinoso que se sirve con tajadas de plátano. De ahí Plu con Pla. Fernanda Tenorio, integrante del grupo, dijo en una entrevista para Cerosetenta en 2022 que «la mejor herramienta es hablar a través de la música, no callar, porque sabemos que es difícil salir diciendo cosas cuando, por lo mismo, se ha asesinado a otras personas. Entonces a través de la música podemos contar nuestras vivencias, lo que pasamos, con lo que no estamos de acuerdo y que en serio esas personas nos duelen. También ellos estaban luchando por sus comunidades, por su gente, y no es nada bonito, ni nada justo que por decir la verdad pasen este tipo de cosas. Es así como Plu con Pla utiliza la música, la danza y todas las manifestaciones culturales para demostrar qué no nos gusta y con qué no estamos de acuerdo, que sí vivimos eso y que sí tenemos que expresarlo». Todo esto con marimba, que parece una extensión del cuerpo. Total, si se cierran los ojos, son lo mismo. Ese es el «contraste», la extensión de los cuerpos en los instrumentos, mientras se canta y se denuncia.
A medio camino, comenzando la noche, una declaración precisa: «Del agua y de la tierra», un acto simbólico a mitad de concierto, realizado en un formato menor durante el lanzamiento de la COP16 el 20 de octubre, se puso en escena aquí a gran tamaño, frente a veinte mil personas, en cuatro partes: la «Ley de Origen», en la que se presentó la cosmovisión de los pueblos originarios, con la participación de mamos de la Sierra Nevada de Santa Marta, maloqueros del Amazonas y sabedoras de diversos pueblos; «Cantos del agua» con cantoras del Pacífico, dirigidas por Nidia Góngora, incluyendo a la maestra soprano Betty Garcés, vestida en un enorme traje blanco mientras se proyectaban imágenes de cuerpos de agua llenos de basura: un réquiem orquestado por la Filarmónica de Cali; «Soplo de Tierra», un mapping como llamado de emergencia para detener los daños que estamos haciendo al planeta; y «El árbol de la vida», una danza tradicional wayúu, la yonna, con sus trajes rojos que representan la paz, la vida y la sangre, y diferentes actores con árboles gigantes a sus espaldas que se organizaban sobre el fondo hasta crear un bosque: aquí renace la vida.
«El nivel de lenguaje simbólico de los pueblos originarios y de las comunidades afro es profundo», dice Iván Benavides, uno de los curadores y creadores del acto. La elegancia de la ternura y lo estremecedor de la denuncia. El «contraste» es también la comunión: «No somos gente de mundo ajeno», dice uno de los versos de Hugo Jamioy Juagibioy, poeta Kamëntsa que, sobre el escenario, en la primera parte del acto, recitó su poema Lo puro, vida del futuro. Las personas que pertenecen y habitan este mundo cantaron sus saberes como forma de conjurar sus cosmogonías. La transmisión oral es una comunicación física, que se ofrece a través de una entonación única y cambiante. Por eso el cuerpo lo asimila y lo transforma en una energía común: la contemplación y el baile.
Nidia Góngora, que ha inspirado, dirigido, compuesto, bailado o intervenido en la creación de varias de las presentaciones que habían estado en tarima hasta ahora, hizo aparición en el escenario tras el cierre de «Del agua y de la tierra»: «Oye el llamado que pide la tierra: respóndele». En el Parque Nacional Natural Los Farallones se descubren nuevas especies de orquídea prácticamente cada año. Allí se han registrado 430 especies, cerca del 10 % de la cantidad de orquídeas que hay en el país. Una de esas se llama: Lepanthes nidiagongorana, tiene hojas de color púrpura oscuro en el envés, coriáceas, estrechamente ovadas. Góngora, la mujer que bautizó una orquídea, ofrece una forma de hacer memoria. Algunos cantos y rituales sobre la tarima representan el abandono del plano terrenal. Compartir a golpe de marimba y tambor el «contraste».
Tras ella, el invitado especial. Una voz que es un continente. Podría ser un hombre, sí, pero es un istmo: un punto delgado de unión entre hemisferios. Llegó con un grupo de Brasil, Boca Livre, y otro de Costa Rica, Editus Ensamble, a Colombia. Trajo una gaita irlandesa y trajo su sombrero de bombín. Rubén Blades, en el escenario, en Cali o en cualquier parte donde una o millones hablen español, convierte las luces de un estadio en focos cálidos. Cuando saluda parece que está ya cantando.
No fue el tipo de concierto que viene realizando en los últimos años, con una orquesta gigante, su Big Band salsero. Lo que hizo que el concierto fuera, digamos, más experimental. Al menos para el público más conservador, educado de forma religiosa con sus canciones más tradicionales. Tiene setenta y seis años, pero podría tener treinta y seis: todavía crea y se transforma.
«Aunque “Sicarios” e “Hipocresía” describen una realidad difícil, es vigente la necesidad de exponerla», dijo en un momento. Menos hablador que de costumbre, no perdió oportunidad para ser generoso con quienes estaban junto a él en el escenario. El grupo Boca Livre cantó «Pedro Navaja» en una versión que, por momentos, parecía de Los Panchos. Sin embargo, Editus Ensamble hacía cambios de ritmo y Blades intervenía para recuperar el tono.
Si bien esta versión descolocó al estadio, «Decisiones» y «Amor y control», con la que se despidió, las interpretó en su formato original, aunque nunca son la misma cosa. Cuando se canta «Amor y control», que el cuerpo de Blades esté en tarima es casi lo de menos. Aún con los ojos abiertos nadie está viendo lo que tiene en frente. Existen diferentes teorías sobre el tiempo, la música es una. «Amor y control» lleva el cuerpo y el alma a otro espacio. Se está donde se amó y sufrió, donde se sobrevivió y siguió. No en soledad, en compañía. La canción dura seis minutos y durante ese tiempo la ficción de la individualidad desaparece. Porque cuando Rubén Blades canta nadie está solo.
«En cada sueño hay, por lo menos, un drama», dijo antes de cerrar. Allí está la «contradicción» de la que él habla. Aunque Blades se equivoca. Como dicen los de Plu con Pla: «no es una contradicción, es un contraste».
Por eso el cierre estuvo a cargo de Herencia de Timbiquí, que entiende esa diferencia sutil. ¿Un performance?, ¿un concierto?, ¿baile?, ¿canto? Lo eran todo. El dolor y la vida. Después de nueve horas de artistas y música, tocaron «La vamo’a tumbar» a su manera. Un homenaje a la marimba y el tambor. Hicieron de cada golpe una forma de distorsionar el tiempo en algo más plural, como antes Blades. Herencia de Timbiquí habla, interpreta, representa y baila alrededor de un sentimiento: «Con el tiempo entenderás que es amor, puro amor». Si las cosas tienen su forma, las emociones también.
Tal vez por eso es importante que existan estos conciertos, estos espacios abiertos y gratuitos, en medio de algo como la COP16. Un estadio, un canto, más de veinte mil cuerpos bailando, la forma en que se unen las voces. Es una manera de transformarnos en algo más colectivo y desde allí unirnos alrededor de proyectos comunes: cuidar la biodiversidad y la vida.
He ahí el «contraste»: entender que el cuerpo es un núcleo diverso que se arrejunta. Y que de él nacen las utopías.
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