Quizás sea 2024 uno de los años en los que la obra poética colombiana haya sido mejor reconocida. Piedad Bonnett recibió el Premio Reina Sofía, y Andrea Cote el Premio Casa de América, ambos galardones con un marcado peso en las letras iberoamericanas. Tanto Bonnett como Cote han precedido estos reconocimientos con una vasta trayectoria poética. Aunque su obra no hace parte de esta selección, ellas son legado y testimonio de un momento literario excepcional en el que el verso lleva la batuta. La siguiente muestra intenta ofrecer un repertorio de obras originales publicadas este año, con voces autorales que dan cuenta de una madurez profesional y artística.
En su más reciente poemario, María Gómez Lara nos invita a viajar unos cuantos siglos a los tiempos de Cervantes. Con Don Quijote a voces, la poeta da voz a personajes y momentos representativos de la obra cervantina.
Aparecen, entre otras, la sobrina de Quijano que, horrorizada por la locura de su tío, ve en sus libros un poder transformador, es decir, el peor de los peligros. Dulcinea también tiene voz aquí y reclama, contundente, no ser más idealizada. Y encontramos a Marcela, la voz más icónica de todos estos versos, que exige ser liberada de las cadenas que los hombres le imponen por gracia de su belleza.
El caballero de la triste figura tiene su oportunidad en los versos de Gómez para reiterar que, aún enjaulado, prefiere mantenerse acurrucado a decantarse por «la jaula de la vida». Y qué decir del leal Sancho, que está dispuesto a secundar cualquier locura con tal de no perder a su señor.
Con Don Quijote a cuestas, María Gómez Lara hace gala de una destreza literaria capaz de reflejar la sátira, la ternura y la mofa que han caracterizado por siglos la principal obra de la lengua española.
La célebre paráfrasis atribuida a Heráclito y a su pensamiento (esa que reza que uno no se baña dos veces en un mismo río) bien podría ser referida a la experiencia de leer a Velia Vidal en este poemario dedicado a los ecosistemas acuáticos. Cuerpos de agua es una invitación a leernos desde la experiencia del otro. Al recorrer cada río, cada mar, cada océano, Vidal nos presenta su vivencia para descubrir la nuestra, una totalmente distinta. Su exploración acuática, enteramente versada, es un recordatorio de que nuestros cuerpos, nuestra vida y nuestra historia van unidas a las aguas.
Cada cuerpo de agua es descrito desde la mirada de Vidal y del tiempo que la precede. Así, por reseñar un verso, habla del Mediterráneo y de los miles de migrantes que lo intentan cruzar: «Si sobreviven, serán los condenados de esta orilla; / como nosotros, los condenados de la nuestra».
El Baudó y el Atrato son cuerpos de agua recurrentes en sus líneas. Al Pacífico le dedica sus últimos versos, con un final estelar, vívido y doloroso. Su vínculo con estas aguas le permite retratar las otras. Cada recorrido por los ríos, mares, ciénagas, son para Vidal, también, una oportunidad para enunciar (y denunciar) un pasado y un presente de esclavitud, discriminación, racismo y exclusión.
Publicado en la célebre Colección de Poesía de la Editorial de la Pontificia Universidad Javeriana, el libro más reciente de Estefanía Angueyra nos presenta metáforas naturales para hablarnos de la infancia, el mito y la violencia. De esta forma, vemos una niña torturando insectos, un zancudo cayendo tras alcanzar la luz (¿dónde estabas, Ícaro?), y un cuerpo que cae como un tronco seco. Pero en esta obra en tres actos, también hay lugar para el deseo, para las escenas familiares y para las relecturas bíblicas. Así, «Sedimento»: «Las palabras / son una sustancia escasa y viscosa / que reemplazo por mis yemas»; así, «Las tres gracias»: «Rosario, mi primo debió obligarte a sonreír / porque nunca lo haces»; así, «Génesis»: «Como el hombre más vivo del mundo / notó que Dios no existía, / lo inventó». Esta selección nos presenta a una poeta que busca formas alternativas de recrear momentos dolorosos y que escarba dentro de su infancia para plasmar episodios que, aunque personales, podemos asimilar como propios.
Atar cabos, mantener el sentido, ubicarse en el mundo, quizás sean los ejercicios más demandantes en el desolador camino hacia la desmemoria. Producto de experiencias familiares, Federico Díaz-Granados retrata los recuerdos perdidos en actos cotidianos: «Abro las puertas equivocadas / y debo disculparme». La pérdida de la memoria perturba las acciones. La fragilidad de la mente se devela gradualmente. Federico reconoce el camino hacia el olvido. Del más leve al más marcado, en sus versos vamos descubriendo su progreso. La familiaridad de un rostro y su olvido van de la mano, como van de la mano conocer tu hogar y perderte en él. Experiencias totalmente contradictorias y confusas.
La repetición se vuelve un arma de defensa contra el avance del olvido, como un reflejo del cuerpo contra la destrucción de sus recuerdos. Es de lo poco que queda. Junto a ella la memoria, desesperada por verse socavada, acude a sus profundidades: a momentos remotos, a aventuras pasadas, a personas que no están. Este intento de conectarnos con el mundo nos lleva a universos perdidos que contrastan con un presente que, a la luz de aquellos, carece de sentido. Cuando parece que todo se ha ido, aún quedan huellas: «Algo en mis lágrimas aún conserva / el titilar que las estrellas pueden ver / pero mi candil se marchitó / en cada repetición / en cada nombre que no puedo pronunciar». El olvido y la muerte parecen ir juntas. La desaparición de los recuerdos abre las puertas a la desaparición del cuerpo. Otra vez, Federico lo sabe, lo ha visto: «Muero en el resplandor / que dejaron los que ya murieron en mí / antes de morir en los otros».
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