Jonier Marín es una figura singular en el panorama del arte colombiano de las décadas del setenta y ochenta. Por su «exilio voluntario» en Brasil y Europa, se aisló de los canales de legitimación del arte nacional y, por lo tanto, del sistema de premios y exposiciones. Elusivo como pocos, Marín huyó sistemáticamente, no solo en un sentido geográfico, sino también de una identidad fija. Inició su carrera indagando en las posibilidades estéticas de los objetos cotidianos —palas, cepillos de dientes, alambres de púas, radios—, pero pronto derivó hacia una estética próxima al movimiento Fluxus, al dimensionar como artísticos los actos banales y cotidianos: regalar monedas en una calle en Italia, rasgar un billete e intentar vender sus pedazos, dormir en una hamaca en Nueva York, caminar por la selva amazónica.
Abrazó el arte conceptual al llegar a Brasil y renegó de él en los años ochenta, cuando comenzó a pintar cuadros en la oscuridad de una galería o lanzando grandes chorros de pintura verde y roja en alusión a la Amazonía. Incursionó en el videoarte cuando tuvo acceso en 1974 a la tecnología, e incluso experimentó con las instalaciones, en pleno auge de este tipo de propuestas. Aunque tempranamente incursionó en la performance y en el fotoconceptualismo, no abandonó una compulsión irrefrenable por un dibujo de trazos quebrados que comenzó cuando era estudiante de bachillerato en el Colegio Externado Nacional Camilo Torres, a mediados de los sesenta en Bogotá. Como buen brasileño de adopción, Marín podría considerarse un surfista de las tendencias. ¿Oportunista o camaleón? Posiblemente ninguna de las dos, o ambas. Es una de las razones por las que es tan difícil ubicarlo de acuerdo a las taxonomías usadas en la historia del arte nacional.
Entre 1972 y 1974 Jonier Marín vivió en Zúrich, donde trabajó una serie de plasticollages: composiciones abstractas hechas en papel aluminio, bolsas plásticas derretidas y pintura en aerosol sobre paneles de madera. Como referencia literaria para la realización de estas obras, Marín se inspiró en Tierra de promisión (1921), colección de sonetos de José Eustasio Rivera —un poemario que anticipa la sensibilidad que co-menzó a cultivar el escritor y que luego desarrolló en su obra más famosa: La vorágine—. Como lo señaló Julio Paredes, Tierra de promisión recrea de forma nostálgica la geografía y los territorios afectivos de la infancia y primera juventud de Rivera en el recién fundado departamento del Huila.
La colección de sonetos se abre a través de un prólogo que introduce al yo poético: Soy un grávido río, y a la luz meridiana / ruedo bajo los ámbitos reflejando el paisaje. Ese río en el que se representa Rivera es el Mag-dalena y en él despliega una búsqueda artística que, poco a poco, mimetiza su espíritu con el territorio. Mientras el interés creativo de Rivera unió el yo poético al paisaje, Marín se detuvo en aquello que lo interviene. De allí se revela una tercera naturaleza: una vida mutante que surge después de la intervención humana en el mundo natural. Gaceta presenta en este dosier una selección de plasticollages que vuelven a ser vistos en su conjunto casi total en Bogotá, luego de su presentación en 1981 en la sala de exposiciones de la Biblioteca Luis Ángel Arango.
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