Ah, la moda, ¿qué es? ¿Una esfera de vanas apariencias? ¿Un mundillo de quimeras transitorias, desconfiables, intrascendentes? ¿Un mundo lo suficientemente estúpido —como quiso retratarlo el video de denuncia de La Liga Contra el Silencio, necesario ante una pasmosa indolencia—, capaz de recurrir a ideas como reforma laboral coquette? Sí, en parte. Pero, también es cierto que el cuerpo que encarnamos no existe sin envolturas ornamentales; que, históricamente, muchas revoluciones culturales y sociales han tenido que ver también con las apariencias y las estéticas. La moda es múltiple, un terreno de lo simultáneo. Como industria, como lógica, puede estar llena de prácticas despreciables. Y, al mismo tiempo, despreciar la moda, tratarla con sorna moralista, es una insuficiencia, un sesgo que no alcanza a dimensionar lo que también puede ser. Frente a la mirada, están los dos extremos. Sobre eso va esto.
La coyuntura es bien sabida ya. Circuló con el fragor que conceden a estos temas las redes digitales, un torbellino momentáneo que escala, un instante sostenido y estimulado por sentimientos políticamente necesarios: indignación, justa rabia. El diseñador colombiano Ricardo Pava presentaba la pasarela Nuda Vida en el Bogotá Fashion Week y el tema, se reveló, era nada menos que la migración dolorosa en el Darién. El aspecto de espectacularidad de una pasarela, ese breve teatro de cuerpos que despliegan la propuesta vestimentaria de turno, suele ir concatenada de elementos como una pizarra de referentes. En la necesaria crítica que lanzó La Liga, y en el texto que escribió su director Alejandro Gómez Dugand ante esta insensibilidad «grotesca», hay un ejercicio de la imaginación. Una caricatura, si se quiere. En el video de La Liga, un puñado de personas, sentadas en una habitación dicen cosas como «Dame tafetán con manchas de barro. Dame tul azul trágico Dame catwalk migratorio ¡Flash!». Una fotografía del notable fotorreportero Federico Ríos —que registra el rastro de la tierra en las ropas sobre el cuerpo de una mujer que ha cruzado esa geografía, con sus hijos, en huida y desarraigo— aparece casualmente en el tablero de inspiraciones de la colección de Pava; como superficiales señuelos estéticos, la colección también tomó como referencia el color de Necoclí, los tonos del barro húmedo.
La insensibilidad de Pava es de no creer. Es cierto. Y, tal vez, uno de sus rastros materiales más explícitos son los tenis incluidos en el muestrario final. Llevan el logo del diseñador, pero también una suciedad que, en principio, evoca el barrial de esa inefable experiencia. La otredad, encarnada, se diluye en la estética.
Y aquí viene la cuestión medular. La moda es muchas cosas y entre ellas es un sistema que, nacido bajo el signo de lo «moderrno», se rige por una temporalidad: la búsqueda, ad infinitum, de la novedad, la persecución insaciable por «lo nuevo». Adicionalmente, como fenómeno de esa modernidad del norte global, la moda —el fashion— también suele llevar imbricada en su naturaleza fundacional los signos del capitalismo. Esa «novedad» tiene una forma concreta: producir bienes de consumo. Cosas. Ropas. Materias. Objetos.
Un dominio material y simbólico: eso también es la moda. Y si pensamos en cómo se aceleró la materialidad del mundo moderno, híper moderno, y la circulación simbólica a través de imágenes que se transforman frente a nuestro espabilar, lo mínimo que podemos mirar intensamente en eso es qué puede significar «lo nuevo» cuando ya todo parece haber sido hecho. Por eso también, en nombre de esa maquinaria de novedad, indetenible, sin tregua, es que la moda ha sido ágil en vaciar el sentido de las cosas. Toma, mastica, traga y escupe. Qué. Un objeto que busca venderse, una cosa que busca, neciamente, emanar el resplandor de lo sorprendente.
Por eso también —oh sorpresa— la moda, en su dimensión de industria, no puede desligarse del colonialismo. Del saqueo. Del vapuleo. Y aquí viene algo más. Que este tipo de prácticas sean recurrentes. Es el caso de Balenciaga hace unos años, cuando —muy seguramente en nombre de ese shock que persiste en nombre de una problemática novedad—, alguien en una sala de juntas —como imaginaba el director de La Liga— tuviese la ocurrencia de hacer una campaña con niños y niñas que tuviesen a la mano juguetes sexuales. Es el caso de hace unos años de Gucci, cuando sacaron en la pasarela sacos que, abiertos en la boca, parecían exhibir los grandes labios rojos, horroríficos, que hacían parte de las imaginerías racistas más tórridas. Estos son ejemplos recientes, ya desdibujados también por otro efecto regular de esa escurridiza transitoriedad que prescribe la cacería ilusoria por «lo nuevo». Pero, en el año 2000, cuando John Galliano comandaba Dior, una de sus pasarelas se «inspiró» en les clochards de París. Cuando el creador trotaba, por deporte, alrededor de la ciudad, veía a estos cuerpos habitando la calle, sin hogar. Fue una de las veces en que, de manera mediática, la indignación y la protesta llegaron a los cercos de la moda.
Porque, antes, el fashion conseguía exotizar, usar, de esta manera, también porque era un circuito cerrado, al que llegaban comerciantes, autoridades piramidales, prensa especializada, pocos, selectos. En los 2000, como sabemos, eso empezó a quebrarse y la moda se convirtió en el fenómeno más ubicuo de nuestro tiempo. Nuestras pantallas nos hechizan para hacernos creer que es un mundo que, como consumimos visualmente, nos pertenece.
Ahora, sin embargo, prosigo con un punto que palpita en el corazón de este texto. Pareciera que una de las mayores dificultades en nuestros tiempos es la posibilidad de sostener verdades simultáneas. Volvamos la mirada a los extremos. El problema del asunto de Pava, de La Liga, es la superficialidad del fogonazo. Porque lo cierto es que ambas expresiones son síntomas de temas más amplios y recurrentes. Por un lado, el desprecio a la moda. Lo ha tenido el progresismo, la izquierda, los feminismos, las ciencias sociales, la intelectualidad convencional. Se tuvo, sobre todo, porque la moda se codificó como un asunto de mujeres, femenino, y por ende, intrascendente. Se tuvo, también, porque en sus muestras más despreciables, efectivamente, la moda sí puede ser al acervo de lo feo: la blanquitud como ideología, el elitismo, el racismo, el desperdicio, la exclusión.
Es decir, hay amplias razones para despreciarla. Me he pasado la vida intentando desmantelar esa narrativa única, queriendo desmitificar cómo «debe verse» la mujer intelectual, intentando desobedecer los mandatos de unas ciencias sociales en las que me formé y que me dijeron, de jovencita, que mi tema de interés no era digno de las grandes epistemias. Al mismo tiempo, me he pasado la vida intentando afirmar que es posible cultivar el esplendor estético desde el desclasamiento, desde la consciencia de clase social, desde la mirada anti-racista que me sembró haberme criado en Cartagena de Indias. Me he pasado la vida queriendo decir —desde la escritura y otras formas de expresar mis ideas— que el estilo y la belleza son derechos fundamentales, que no pertenecen a una minoría selecta que, de hecho, las expresiones sartoriales más estimulantes y emocionantes y revolucionarias nunca han venido del sistema de las «buenas maneras». Y, sin embargo, al mismo tiempo, cuando entro a ese mundo, vestida para jugar la parte, habiendo cultivado allí un lugar, lo miro intensamente y puedo odiarlo también. Odio la ausencia de sujeto que veo en las jovenzuelas que heredan dinero y se calcinan en el acto de hacerse imagen, cosificadas; odio la banalidad que se reproduce en las dinámicas de clase social que infieren que el uso del lujo del norte global es normal en Latinoamérica, odio la reticencia de la industria a leer, a cultivar conocimiento por fuera de la moda en su literalidad. Pero, lo cierto es que la mayoría de las personas que conozco que piensan la moda, comparten este conflicto inmanente. Están allí y, al mismo tiempo, se mueven en cierta marginalidad consciente. No son complacientes, pero también ven la belleza, la fertilidad. Porque, verdad simultánea: la moda es tan incómoda porque es el terreno de las formas y también de los fondos; de los rasgos más feos y también del potencial para revolucionar.
En Colombia, puntualmente, quienes han estado tradicionalmente en el periodismo o en los modos de pensamiento que buscan justicia social han despreciado la moda. Cómo no hacerlo, cuando habitamos esta infame desigualdad, si nuestra historia común es el horror de la guerra, las formas de la violencia. Pero, sinceramente, también la han despreciado porque nos enseñaron segmentaciones como esas que dictan que hay temas «duros», «verdaderos», mientras que otros son blanduras superfluas. Y allí asoma el tufillo moralista que hay al recurrir a la narrativa totalizante que reduce la moda a mera banalidad. Con lo de Pava y La Liga volvemos a lo fundamental: si segregamos irreconciliablemente, ¿existe la posibilidad de generar una mirada más compleja?
Tal vez, la forma de mirarla es lo que hace la diferencia. Y allí está la insensibilidad de Pava, esa mirada que desencarna al otro en nombre de producir un bien de consumo que por un instante tenga el fulgor de lo nuevo. No es la primera vez. En Colombia, en Latinoamérica, esto pasa todo el tiempo, pero la necesaria indignación, el torbellino nos devuelven a campos cercenados, a rutas y puentes que no se tienden.
La incomodidad de lo simultáneo, otra vez. La historia del fashion es también la muestra de cómo ha sido vehículo para el binario de género, por ejemplo. Y, al mismo tiempo, ¿no son la estética, la apariencia, los estilos, las ropas, las formas visibles, maneras de desobedecer constantemente? ¿No son maneras de desacatar imposiciones arbitrarias sobre cómo debemos vernos por haber nacido en cierto lugar o de cierta manera? Sin embargo, lo sé, el mundo, ciertas formas de lo político, el agotador mecanismo digital, no permite semejante llamado a la simultaneidad.
Después de tantos años, la moda fulgura cuando la miro intensamente en sus dimensiones políticas. Cuando la vestimenta puede ser un gesto narrativo. Cuando la estética sirve para ejercer una mirada soberana. Cuando la vemos como vehículo cultural. Cuando entendemos que puede ser desobediencia. Pero, también, como tantas otras miradas, me pregunto si una máquina comercial hecha para producir bienes de consumo —algo que la distingue algo del arte— puede ser un terreno para eso que entendemos a grandes rasgos como activismo.
Hay algo hondamente político en comprender la dimensión que tienen las dicotomías como esquema de lo patriarcal. Los binarios oposicionales se nos presentan en jerarquías. Distinto puede ser, tal vez, evocar la figura de la dualidad. Es una de las complejidades de habitar este mundo, de asumir posiciones también políticas, de tomar partido, de participar en un debate que se jacta de ser público en lo digital. Mi propuesta no es complaciente porque se rehusa a la idea de que afirmar una cosa significa negar otra. Mi mirada transita en la incómoda simultaneidad. La moda puede ser despreciable, signo pérfidamente vacío y también, el recuerdo de que las revoluciones, así sean ínfimas, siempre son posibles. Este debate nos conduce a la fertilidad. Cómo hacemos para acercar a la moda como industria a eso que es tan claro para quienes tienen conocimiento de justicia social. Más allá del fogonazo, esa es siempre la latente posibilidad. En un país donde la moda ha sido un vehículo cultural para revolucionar como nos imaginamos colectivamente como país, después de estigmas y estereotipos de guerra, narcotráfico y terrorismo, las imágenes nos educan. Siempre y cuando dispongan de una mirada sensible que contempla lo humano, no la necia y artificiosa idea de novedad.
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