ETAPA 3 | Televisión

La sombra

27 de mayo de 2025 - 1:50 pm
En 1991, para su número Mujeres, GACETA publicó este cuento de Marvel Moreno (Barranquilla, 1939 - París, 1995). «La sombra», entonces un relato inédito, fue publicado en 1992 como parte del libro El encuentro y otros relatos.
Marvel Moreno (Barranquilla, 1939 - París, 1995). Foto de Fina Torres (BBC).
Marvel Moreno (Barranquilla, 1939 – París, 1995). Foto de Fina Torres (BBC).

La sombra

27 de mayo de 2025
En 1991, para su número Mujeres, GACETA publicó este cuento de Marvel Moreno (Barranquilla, 1939 - París, 1995). «La sombra», entonces un relato inédito, fue publicado en 1992 como parte del libro El encuentro y otros relatos.

A Jacques

 

Y de pronto soy aspirada del hueco profundo de la noche. Un dolor terrible me acongoja. Tengo la impresión de haber pasado mucho tiempo extraviada en el silencio. Serpenteo el río, giro entre los árboles, las palabras estallan en mi memoria. No sé de dónde vengo ni adónde voy, pero me siento ligera y fluida para enredarme en las lianas y balancear las grandes hojas de las palmeras. Rozo un samán y una lechuza asustada levanta el vuelo, paso a un caoba y sus ramas muertas empiezan a desprenderse. En torbellinos remonto al cielo, mi dolor se calma, en ráfagas desciendo hasta la orilla sacudiendo matorrales y breñas secas. Agito los arbustos, remuevo el fango donde se pudren los mangles. Corro erizando las aguas de la ciénega. Traigo en mí el sabor del mar y toda la arena arrancada a las islas del Caribe. Conmigo cantarán los pájaros y con reflejos de nácar brillarán las mariposas. Quiero quedarme oscilando entre el polvo, pero algo me lleva y me trae, me empuja y me envuelve como si en alguna parte me esperara una memoria.

Junto a mí pasa una garza volando hacia el mar. Trato de acceder a su mente. Me rehúye, la alcanzo. Sus alas cortan el aire con una lenta y rítmica pulsación. Sólo percibe la luz del amanecer como líneas plateadas que se quiebran bifurcándose a su encuentro. Me deja atrás y se pierde, majestuosa y serena, en los confines del río. Un olor antiguo me devuelve a la ciénega, vuelvo a deslizarme entre los árboles, escucho un instante el murmullo de sus hojas, los oscuros sonidos que salen de sus troncos. Y otra vez avanzo hacia el caño sacudiendo las aguas mientras a lo lejos se perfila la silueta de una ciudad. Mi dolor renace. ¿Por qué la tristeza me invade así? Yo no quisiera planear sobre este mercado de sórdido aspecto, ni contemplar los tejados de esos sucios edificios, pero sigo volando contra mi deseo, y bajo y subo, y de repente y con asombro me descubro en la plaza de San Nicolás. Ahora sé quién soy: fui Ana María Alvarado, esposa de Fernando Casola: fui la madre de Cristina, mi hija querida, cuánto la lloré. Nada ni nadie pudo consolarme de su pérdida, arrastré su luto hasta el fin de mis días: oculto, replegado en el fondo de mi corazón: para cumplir la promesa que me arrancó muriendo: que su hija no conociera jamás la nostalgia de su ausencia. Busco la mansión donde se apagó Cristina, la casa de su marido, el doctor Peredes. Recorriendo los barrios pobres, subo la Avenida de Olaya Herrera y al llegar al Hotel del Prado la diviso: ligera como un suspiro sin eco, como una queja olvidada irrumpo en sus galerías. Ahora empiezo a saber quién pensó en mí: mi nieta Adriana, esa jamás me olvidará.

Entro en su cuarto y la lulú advierte mi presencia. La veo dormida, la cabeza ladeada sobre la almohada, con esa expresión que tenía de niña cuando se adormecía entre mis brazos. Me acerco a ella: le tiembla un párpado como si una pesadilla le maltratara el alma. Penetro en su sueño: construye de nuevo esa mansión extraña, rodeada de seres invisibles que obedecen a sus órdenes levantando muros, formando lagos, creando de la nada flores de colores inauditos. Siempre me hablaba de esos colores venidos de otros mundos y de la casa que estaba en escombros cuando la encontró en su sueño por la primera vez. Ahora todo se halla limpio, los pisos encerados, el jardín crepitando de almendros y acacias que elevan sus hojas verdes y brillantes hacia el cielo. De pronto un muro se desploma, peregrinos caminan sin advertir que han olvidado a alguien. Como formada por puntos de luz aparece la figura de una muchacha agitando los brazos en la playa: su angustia pasa a Adriana: todos la han abandonado, salvo la lulú cuyo calor siente contra su cuerpo. Aún dormida coloca una mano sobre el hocico de la perra. Salgo de su sueño y de su cuarto agitando ligeramente las cortinas.

Cuán desierta parece la casa, cuán abandonada a la buena de Dios. Sobre los muros la humedad ha dejado manchas verdes, del cielo raso avanzan las líneas negras del comején. Aquí nadie ha sacudido el polvo desde hace mucho tiempo ni pasado una mano de pintura. Quieta está la mecedora de mimbre en la cual el doctor Peredes se sentaba cada amanecer a imaginar los capítulos del libro que nunca escribió. Inmóvil está, y vacío su cuarto de eremita. Sólo su biblioteca, frente a la austera cama de lona, ha sido limpiada por añoranza. Ahí veo sus autores griegos alineados en riguroso orden y esa enciclopedia inglesa que alguna vez le regalé. Los helechos del patio interior han crecido hasta agrietar las materas, un murciélago vuela huyendo de la luz y, buscando el sol, las primeras lagartijas se aventuran por las baldosas. En las dependencias del servicio encuentro a Dionisia planchando un delantal blanco. Respira con dificultad. Mi pobre Dionisia, qué cansada se ve, ya no está para tantos trajines y emociones. Ruedo a su espíritu y corro los velos de su dolor: recuerda la mal iluminada terraza del jardín, el punto rojo de un cigarrillo en la oscuridad y de pronto, como un flash, le llega la imagen de Adriana llorando sobre su hombro. Gotas de láudano le puso anoche en el jugo de tamarindo. Ojalá que a mi nieta no me la envenene.

A mí estuvo a punto de matarme con sus filtros, pero me trajo a la razón. Diez días pasé durmiendo y atontados quedaron los demonios de mi delirio. Loca estuve cuando murió Cristina, loca me volví. Lloré sin parar acurrucada como un feto, rechazando esa verdad intolerable hasta arrancarla de mi memoria, hasta regresar a la época en que Cristina era muy niña y nunca había danzado. Qué alegría poder verla otra vez, jugar con ella. De mi felicidad me sacaron los menjurjes de Dionisia: apenas me despertaba y antes de hacerme beber una nueva pócima, oía su voz murmurando en mi oído la misma letanía: Cristina se fue, usted debe ocuparse de su nieta. Vencida, terminé admitiendo que mi dolor formaba parte de mi destino. Me había casado con Fernando a sabiendas de que estaba enfermo y de que sólo aceptaba vivir en Europa. Y en realidad, Cristina fue más su hija que la mía.

El destino: nunca hallé palabras para definirlo. Yo simplemente adivinaba una relación ineluctable entre los hechos, el pasado explicaba el presente y el presente contenía en sí el futuro. Frente a un acontecimiento cualquiera me bastaba cerrar los ojos y acordarme: una imagen venida por aquí, una frase captada por allá, y poco a poco se perfilaban las causas que lo habían determinado como convergen en el centro los radios de una rueda. El problema es que los radios son rectos, y si ese orden de líneas bien trazadas me convenía a mí, Fernando y Cristina daban la impresión de trascenderlo alcanzando una comprensión de las cosas muy distinta de la mía. Nunca me lo dijeron, naturalmente, pero ¿cómo explicar la complicidad que se creó entre ambos y de la cual yo fui excluida? Ellos tenían un universo común, poblado de sombras y matices, ellos parecían guardar la memoria de un pasado muy remoto. Eran hijos de la noche, sacerdotes de dioses olvidados, mensajeros de mundos desconocidos. Eran ajenos a la vida e indiferentes a todo cuanto yo podía ofrecerles. En esa pulsación de sensaciones no había nada recto, la línea recta es invención del hombre. Sí, mi destino quedó sellado cuando me enamoré de Fernando. De lo contrario Cristina habría nacido diferente y por nada del mundo yo me hubiese ido a Europa a soportar los fríos de esos días tan oscuros, de esas gentes incapaces de reír.

Cristina tampoco sabía reír. Iba a buscarla a la ópera cada día temiendo que me hubiera olvidado, que durante esas horas de trabajo intenso, de ejercicios repetidos una y mil veces, mi imagen hubiese huido de su memoria. Tenía miedo de que al salir a la calle, con su diminuto abrigo y su manguito blanco, pasara a mi lado sin reconocerme. La muerte de Fernando la había vuelto distante, el ballet la alejaba de mí. Hubo un tiempo en el cual me escuchaba hablar interesada, sondeando mi espíritu para captar lo que él podía darle, mis anécdotas y reflexiones expresadas en un idioma que ya no era el suyo. Después, y a pesar de su infinita cortesía, dejó de prestarle atención a mis historias. Un día me di cuenta: adivinaba mis frases antes de oírmelas formular, comprendía mis pensamientos cuando yo no había logrado todavía ordenarlos en mi mente. A medida que crecía su inteligencia la separaba de mí y para no causarme pena intentaba ocultármelo. En el fondo me quería. Así lo sentí, así lo acepté. Tenía el ballet, sus triunfos, su consagración. Nadie había interpretado mejor a Giselle cuando danzó como primera bailarina de la Ópera de París. Había en sus movimientos la ligereza de un ave subiendo al cielo para convertirse en nube, el fugitivo estremecimiento de aguas rozadas por una lluvia invisible. Como yo, los espectadores se sintieron en presencia de la gracia. Estallaron en aplausos de veneración y reconocimiento. Con sus manos de alga y su cuerpo de encaje, Cristina les había ofrecido la efímera expresión de la belleza. Al día siguiente conoció al doctor Peredes y empezó mi calvario. Ella, tan fina y sensible, se dejó enredar en los espejismos del amor sin advertir el terrible egoísmo que habitaba el corazón de ese hombre. Llamaba pasión a sus celos, su vanidad le parecía altivez. Y de una concesión a otra se fue despojando de su ambición hasta casarse con él y renunciar a su carrera. No me oyó, no quiso escucharme. Se la sentía embriagada de felicidad. Creía haber atrapado el mundo justo en el momento en que acababa de perderlo. Aquí nos instalamos, en esta ciudad de pesadumbre. Aquí se despertó de su sueño. Pero era tarde. Tres años de sumisión y desidia le habían quebrado la voluntad. En el vértigo del fracaso se negó a volver a Europa para recomenzar una carrera que había dejado a la deriva. Y entonces se enfermó. Una noche entré en su cuarto y la encontré volando de fiebre, terriblemente cansada. La acompañé a visitar al médico y me quedé en la sala de espera combatiendo el terror como un gladiador desarmado a quien sólo le queda un escudo para defenderse. Nada me dijo, ni a mí ni a nadie. Hacía mucho tiempo que me había vedado el acceso a los secretos de su alma. Vine a conocer el nombre de su enfermedad cuando nació Adriana, la hija que tuvo a sabiendas de que engendrar la vida le causaría la muerte. Pero yo, ¿por qué no pensó en mí? Yo la quería tanto, yo iba a desgarrarme de dolor, ay, Cristina, ni siquiera tu hija pudo reemplazarte en mi corazón.

Regreso al cuarto donde Adriana duerme y rasguño las puertas de su memoria. Anoche lloró. Giro entre las serpentinas del tiempo y la veo recibiendo un diploma con la garganta anudada de angustia. La cara de un hombre comienza a precisarse. Tiene el cabello rubio y la exaltada mirada de los eternos adolescentes. Se pretende poeta, pero escribe poco y habla con profusión de teorías filosóficas cuyo contenido no ha asimilado. Adriana lo sabe. Más de mil veces ha oído sus enfáticos discursos sin atreverse a intervenir ni a hacerle notar que le atribuye a Kierkegaard una noción de Heidegger. Teme su agresividad, tiene miedo de perderlo. ¿Cómo es posible que Adriana se haya apocado tanto? Yo misma la eduqué, yo seleccioné sus lecturas hasta hacerle comprender la complejidad de la vida y cuán inútiles son los esfuerzos de limitarla a conceptos encerrados en botellas de vidrio. Le enseñé el respeto de sí misma, le di aire para que respirara a fondo y fuera lejos. El hombre de los cabellos rubios es un niño mimado, un señorito estéril. Anoche la puso ante el dilema de casarse con él, abandonando sus proyectos de trabajo, o quedarse sola.

Adriana no debe perder su rumbo. Qué de penas me procuró de niña, qué difícil me resultó desprenderla de ese mundo disparatado en el cual se extraviaba viajando por el caleidoscopio del tiempo hasta robarle sus secretos al pasado. Cuántas veces encontré su cuerpo yerto, sus pupilas vacías de expresión y corrí a buscar una manta para cubrirla. Cuántas veces me habló de dos lunas girando alrededor de un planeta, de multitudes aterradas contemplando un cielo encendido en llamas y arrojando piedras de fuego que sembraban la desolación. Me describía acontecimientos ocurridos en otros universos, conocía la posición de estrellas imposibles de descubrir con la vista. Mucho me costó desbaratar sus visiones, limitarla a la simple experiencia humana, a esa lógica que ahora expresa construyendo en sus sueños una casa y cuya cohesión mantendrá mientras se aferre a la realidad y tenga un oficio que la ocupe.

Entre el sueño y la vigilia hay un tiempo en que dos pájaros vuelan en direcciones opuestas dejándole paso a la lucidez. Espero su aparición escondida en el espíritu de Adriana. Cuando llega subo por los hilos de su pensamiento y le proyecto la imagen de lo que podría ser ella misma dentro de veinte años. Aún dormida la siento estremecerse: al final de un camino en el que todas las piedras son iguales, una mujer anestesiada y un poco triste, que exalta la maternidad y se aburre en silencio, ha perdido sus ilusiones y a duras penas se reconoce una identidad. Ya no lee, ni piensa, ni tiene argumentos para discutirle al hombre de los cabellos rubios. Adriana se acuerda de mis recuerdos y adivina que su madre la trajo al mundo para morir. Se despierta con sobresalto, pero un momento después se calma pensando en sus libros de Derecho, en el despacho y los clientes que heredó de su padre y, poco a poco, siente que una paz interior le invade el alma.

La brisa me recupera, me empuja hacia los salones, recorro terrazas y galerías, salgo a la calle por la hendija de una puerta. El sol ha secado las gotas de rocío y los arbustos se agitan sacudiéndose el polvo, ofuscados de calor. Un resplandor dorado ilumina el cielo. Acaricio los rojos pétalos de las cayenas, me sumerjo en las flores blancas de un alelí. De lejos me llega el pregón de una vendedora, la ciudad se anima. Oigo un toque de clarines y ruido de camiones. Rondo por el jardín encrespando coquitos y malas hierbas. Dos caracoles avanzan por las rugosas piedras de la paredilla, hormigas negras se afanan transportando diminutas hojas verdes. No sé muy bien quién soy, pero me dejo llevar por el aire y convertida en granos de arena busco refugio entre las ramas del caoba que sembré cuando vine a vivir aquí. Las sombras me protegen, la oscuridad regresa, creo que alguna vez lloré la muerte de alguien y quedé para siempre envuelta en brumas de nostalgia.

París, agosto de 1989.

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