Una mujer envía un telegrama con una pregunta, y esa pregunta se repite a lo largo de El mal de la taiga (2012). Imagino que cuando la mexicana Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1960) escribió esta novela —en la que una detective y un traductor buscan a una mujer que escapó de todo y de todos—ese telegrama, esa pregunta abierta también exploraba su propia escritura: ella es la mujer que escapa, también es la detective que rastrea sus pasos, e incluso es el traductor que interpreta y decide sobre el lenguaje, que revela las decisiones que lo crean. El telegrama es enviado desde un pueblo olvidado: «Cuando decimos adiós, ¿qué otra cosa saludamos en realidad?».
Rivera Garza —directora del Programa de Escritura Creativa en Estudios Hispánicos de la Universidad de Houston— se llevó el Pulitzer de 2024 en la categoría de memoria o autobiografía por El invencible verano de Liliana. Liliana era su hermana. Tenía veinte años cuando su exnovio la asesinó el 16 de julio de 1990. El trabajo de archivo se mezcla con la biografía que se mezcla con la poesía: Rivera Garza desestabiliza los límites que distinguen los géneros para acercarse a esta herida. Conoce bien todos los códigos literarios, y los utiliza para darles la vuelta y encontrar caminos salvajes que recorre en busca de un nuevo lenguaje. Es, de nuevo, la mujer que escapa, la detective, y el traductor.
En su escritura despierta el lenguaje que dormitaba por inercia. La voz narrativa cuestiona los verbos que está a punto de utilizar en El mal de la taiga y entonces se sienten tan vivos, otras bestias que acechan tras la niebla. Y en su libro Dolerse: textos desde un país herido, considera el lenguaje del dolor, que está ahí, tartamudo, cuando el terror acaba con el sentido. Rivera Garza propone que Edmond Jabès tenía razón cuando criticaba a Adorno: «No se trata de que después del horror no debamos o no podamos hacer poesía. Se trata de que, mientras somos testigos integrales del horror, hagamos poesía de otra manera».
Si hablamos de los adioses de Rivera Garza, hablamos de las tradiciones que recibe, que cuestiona, que subvierte. Puede ser la tradición de los géneros literarios; la de Juan Rulfo, que protagoniza su libro Había mucha neblina o humo o no sé qué; o la del lenguaje patriarcal. Su vena académica late en la forma que estudia con cuidado todas estas herencias y cómo las considera, las cuestiona, las reinterpreta. No es una escritora misteriosa para quien las oraciones florecen por mecanismos misteriosos. Rivera Garza desmonta esos mecanismos, levanta el velo fetichista, y revela las condiciones materiales de la escritura, la investigación y el trabajo de archivo que la sostienen, los lenguajes colectivos que la impulsan.
En contraposición al modelo del escritor que encuentra la inspiración en su despacho cerrado está una escritora, que ante la paralísis que trae el horror, opta por la palabra. Abraza ese dolor y tiembla con él, con todo un país y un mundo que se duele. Y decide escribir de otra manera.
«Cuando decimos adiós, ¿qué otra cosa saludamos en realidad?».
Estamos lanzando el número de Frontera de GACETA, algo importante en tu obra. Naciste cerca de una frontera, te mueves en las fronteras de los géneros literarios, has abordado las fronteras psiquiátricas. ¿Cómo te has movido alrededor de estos límites en tu literatura?
Fíjate que yo vengo de una familia fronteriza. Nací en el lado mexicano de la frontera entre México y Estados Unidos y, como cuento en mi libro Autobiografía del algodón, formo parte de una tradición de migración muy larga. Mis abuelos paternos y maternos cruzaron la frontera entre estos dos países y han estado repartiendo sus vidas entre los dos. Creo que en ese sentido, el hacerlo yo misma, en lugar de ser algo único u original, realmente es parte de una tradición familiar. Como escritora, lo abordó en ese libro, en Autobiografía del algodón: es un recorrido por la experiencia migratoria de mis abuelos, especialmente en la frontera entre Tamaulipas y Texas a inicios del siglo XX.
Pero de una manera más amplia, el tema fronterizo ha estado en mi trabajo entre géneros. Muchos de mis libros no pueden ser encapsulados en un solo género. Si es ficción, también hay no-ficción. Si es poesía, hay investigación también. Si es cuento, hay partes de crónica. Estoy siempre tratando de reconocer cuáles son esos bordes y hacer las preguntas que me permitan cruzarlos. Y luego, entonces, ponerlos en cuestión. Creo que poner en cuestión es parte de lo que la literatura trae a una conversación social y cultural más amplia. Es algo lo que a lo que le dedico mucho tiempo. ¿Cómo escribir de tal manera que todo lo que nos ha sido dado, que las tradiciones de las que venimos puedan ser subvertidas, puedan llevarnos a otros lados?
En El mal de la taiga, por ejemplo, subviertes el lenguaje con la forma en que te detienes en los verbos. Los desnaturalizas y también llamas la atención al oficio de la escritura y lo que implica elegir un verbo sobre otro, qué efecto genera.
Especialmente en esta novela, que tal vez es una de las más ficción-ficción que tengo, el reto como escritora para mí era poner en evidencia las muchas mediaciones por las que pasa el lenguaje. El lenguaje no surge, como lo has dicho, nada más porque sí. No está ya listo para contar la historia, hay que trabajarlo de múltiples maneras. De hecho, muchas veces hay que violentarlo para que que diga otra cosa a lo que está acostumbrado a decir. Y a mí me interesaba, con el uso de la partícula «que», al inicio de muchas de estos párrafos, implicar que hay algo anterior, que el narrador está repitiendo algo que ha ha sido dicho antes. El lector no tiene que saber todo eso que estoy diciendo, pero incluso si es inconsciente, esa partícula, en esa ubicación, hace que se pregunte quién lo dijo antes, qué es lo que se está repitiendo.
Incluso la figura del traductor también señala que esto es un texto reescrito una y otra vez, borra la originalidad, que es un tema que tú también has tratado.
Así es.
A propósito del lenguaje: en Dolerse. Textos desde un país herido tú reflexionas sobre la relación entre lenguaje y violencia, y cómo encontrar un lenguaje que sea preciso para la violencia que vivía México. Al leerlo, de hecho, lo sentí también como un libro colombiano, en ese sentido. ¿Cómo han cambiado tus ideas sobre esta relación entre lenguaje y violencia en México desde entonces?
En México y en el mundo, ¿no? Habría que cruzar esas fronteras nacionales.
Sí, es verdad.
Yo creo que uno de los resultados de la violencia, o al menos de sus resultados esperados, es precisamente el dejarnos sin lenguaje: paralizarnos de tal manera que no podamos reaccionar, que no podamos hacer algo. Esto es lo que la filósofa Cavarero llamó «horrorismo», ¿no? El producto de tanta violencia es que te sientes inarme e incapacitado para responder. Por lo tanto, me parece que una de las primeras resistencias es intentar decir.
Pero los escritores no somos dueños de un lenguaje único. Para poder enunciar necesitamos conectarnos con y pedir prestados los lenguajes que existen en la sociedad. El lenguaje del dolor a mí me parece que es la manera en cómo expresamos una crítica a las causas, a los orígenes, precisamente de esa violencia. Por eso ese libro se llama Dolerse y por eso me parece tan importante la capacidad de experimentar en carne propia lo que está ahí afuera también, ¿no? Creo que retirarnos, crear una distancia con la indolencia, con los indolentes, es una labor política y importante, pero también una labor estética importante. Finalmente, la indolencia es un extremo de la indiferencia. Y la literatura —y la escritura, más en general— me parece que están justo en el otro extremo. Son justo lo que lo que nos podría sacar de esa indolencia y nos podría poner en contacto con los otros.
Ahora hablábamos de subvertir, y entonces pensé de nuevo en El mal de la taiga: lo que más me quedó de ese libro es ese ambiente denso, espectral. Y si pienso en lo espectral en la literatura mexicana pues tengo que pensar en Juan Rulfo, que es el centro de tu libro Había mucha neblina o humo o no sé qué. ¿Cómo recibes ese legado espectral y cómo lo subviertes?
Siempre me ha parecido muy importante conocer mi tradición. Saber con quién o con qué están dialogando mis libros. De hecho, cuando doy talleres o cuando dirijo tesis en el programa de escritura creativa que dirijo en la Universidad de Houston, esa siempre es mi primera pregunta, ¿no? ¿Con quiénes estás dialogando? Y eso se consigue leyendo mucho, haciendo investigación, trabajando. Pero una cosa es investigar esa tradición para confirmarla, que no es mi caso y no me interesa. Y otra es saberlo muy bien para saber cuáles son sus talones de Aquiles: dónde puedes poner ese cincel para que lo que parece eterno, lo que parece natural, realmente muestre su otra cara.
Yo creo que en eso radica mucho la capacidad crítica de la escritura y del trabajo con el lenguaje. ¿Cómo le hacemos en términos de escritura para despertar un lenguaje que muchas veces termina haciéndose cómplice del poder? ¿Cómo podemos mover la alfombra, atacar con el cincel, testerearlo de tal manera que nos deje ver otra posibilidad de presente y otra posibilidad de futuro? Y bueno, mi intento en Había mucha neblina o humo o no sé qué, que es este recuento crítico de Juan Rulfo, es un poco eso. Para mí, como para muchos en México, y diría que en en habla hispana, Pedro Páramo y las cuentos de Rulfo y sus guiones de cine han sido fundamentales. Y por lo mismo creo que merecen una lectura crítica. La adoración acrítica no le hace bien a nadie. No le hace bien a Rulfo, no le hace bien a la literatura. A la familia de Rulfo no le gustó, pero por fortuna pues hay otras editoriales y hay otro público lector que puede encontrar otra cara igualmente interesante, muy compleja también, de un autor fundamental en las letras en español.
Y este diálogo subversivo con tu tradición también incluye a Amparo Dávila, ¿no?
Bueno, fíjate que eso ha sido parte de una estrategia en varias novelas que he escrito, ¿no? Está Amparo Dávila en La cresta de Ilión; Alejandra Pizarnik en La muerte me da; en mi primera novela, Nadie me verá llorar, que acabamos de reeditar en México, los escritores son estos autores inéditos de sus propias historias de vida, son los pacientes del manicomio general de la Ciudad de México, de La Castañeda. Entonces siempre hay, en mi manera de abordar los proyectos, esta búsqueda de cómo ha sido dicho antes, qué hay y qué ha sido construido. Y qué es lo que no hemos visto, también, en una revisión más amplia de lo literario. Cuando yo escribí La Cresta de Ilión casi nadie estaba leyendo a Amparo Dávila. Ya no es el caso ahora, ¿no? Ha sido reeditada, muchas escritoras jóvenes de varios lugares de habla hispana la han retomado también como una precursora del género de horror, entre otras tantas cosas. Entonces me da gusto que algo que en mi caso empezó para retomar un diálogo importante, estético, con Amparo Ávila, pueda dar como resultado múltiples lecturas de su obra.
Sigo pensando en la subversión, pero esta vez del poder. Hay una entrevista en la que tú recordabas tu entrada al mundo mexicano y cómo fue ruda; decías que habías hecho algunos comentarios sobre Octavio Paz que no habían sido recibidos. Y decías que desde el inicio tu objetivo era subvertir el lenguaje patriarcal. ¿Cómo ha cambiado esa búsqueda a medida que tu carrera ha ido creciendo, te has hecho más famosa y te ganaste el Pulitzer? Imagino que trae más posibilidades, pero también puede traer otras dificultades para esa subversión que buscabas.
Fíjate que ayer platicaba, precisamente, con un escritor acerca de algo que creo que es parte del trabajo de la escritura. Yo creo que este es uno de los oficios en los que si realmente estás empezando un proyecto, lo inicias desde cero. Es decir, tienes que aprender tanto como desaprender, ¿no? Y en ese sentido los premios son maravillosos, hay una reverberancia más amplia y los aprecio. Pero el trabajo de la escritura, de irse a la investigación, de pensar qué tipo de oración me va a funcionar aquí, cuáles son las palabras que voy a utilizar para describir esto, todo eso no se hace de la acumulación, no pasa de un proyecto a otro. Todo eso requiere estar escarbando y haciendo ese trabajo que es muy poco glamuroso. Requiere años, pero para mí también es lo más gozoso de la escritura.
¿Y empieza con cada libro?
Debe empezar con cada libro. Si no, ¿para qué? Imagínate estar repitiéndote a cada rato, sería aburridísimo.
Cristina, muchas gracias.
Muchas gracias por tus preguntas, y qué bien que hablamos de El mal de la taiga. Casi nadie me pregunta por El mal de la taiga, estoy muy feliz con eso.
A mí me encantó sentir que ese ambiente me daba miedo y no saber el porqué.
Hay libros en los que los temas requieren un un lenguaje más claro, un poquito más más transparente, si quieres. Pero este es mi regodeo de escritora de hacer con la oración lo que me da la gana para meterse ahí.
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