ETAPA 3 | Televisión

Orofagia y chatarra

21 de abril de 2025 - 3:39 pm
¿Qué pasaría si a este cuento le agregáramos una hamburguesa bañada en oro y la revistiéramos de una «experiencia» wéstern? Conseguiríamos una metáfora definitiva: el alimento convertido en mercancía de lujo. Una orfebrería de lo banal. Una burla al hambre y una exaltación de lo innecesario.
«En lugar de encontrarme una paila con oro fundido hirviendo, veo al chef despegando láminas doradas de una pegatina y forrando a pedacitos el manjar», Alfonso Buitrago Londoño. Foto de César Romero
«En lugar de encontrarme una paila con oro fundido hirviendo, veo al chef despegando láminas doradas de una pegatina y forrando a pedacitos el manjar», Alfonso Buitrago Londoño. Foto de César Romero

Orofagia y chatarra

21 de abril de 2025
¿Qué pasaría si a este cuento le agregáramos una hamburguesa bañada en oro y la revistiéramos de una «experiencia» wéstern? Conseguiríamos una metáfora definitiva: el alimento convertido en mercancía de lujo. Una orfebrería de lo banal. Una burla al hambre y una exaltación de lo innecesario.

La comida chatarra es un acto de ficción. Cuando comemos en un centro comercial o en un puesto callejero alimentos provenientes de procesos industriales, empaquetados o congelados, rotulados con un octágono negro que advierte de sus excesos en sodio, azúcar, edulcorantes y grasas saturadas, sucede algo similar a cuando leemos una novela: establecemos un pacto, suspendemos nuestro apego a la realidad y nos dejamos engañar gustosamente.

La reserva del restaurante me llegó por WhatsApp:

Alfonso Buitrago
3 de marzo a las 6:30 p. m.
Cumpleaños
3 personas
En la sede del parque de la 93

No era mi cumpleaños, pero así podíamos tomar fotos sin dar explicaciones y comer la hamburguesa bañada en oro de forma más o menos espontánea. Una farsa para tratar de entender otra farsa. Los invitados: tres hombres en sus cuarentas convocados por una extravagancia un lunes después del trabajo. Recientemente había visto el documental Super Size Me, que veinte años atrás hizo famoso a Morgan Spurlock, el periodista estadounidense que decidió someterse a una dieta exclusiva de productos McDonald’s durante treinta días para llevar un registro minucioso de los cambios en su cuerpo y metabolismo. El resultado, que se puede ver en YouTube, sigue teniendo el mismo efecto perturbador que hace dos décadas: aumentó 12 kilos, su porcentaje de grasa corporal pasó de 11 a 18 %, duplicó su riesgo de padecer enfermedades coronarias y fallas cardiacas, hígado graso, colesterol alto, depresión, fatiga y pérdida de apetito sexual. Irreverente e imprudentemente, Spurlock le mostró al mundo su cuerpo enfermo, obeso y con la sangre intoxicada. Los efectos nocivos del éxito de la comida chatarra.

Al terminar de verlo, mi sensación fue de tristeza al comprobar su fracaso en el intento de ayudar a contener la expansión global de este tipo de comidas —se espera que alcance un mercado de cerca de nove- cientos mil millones de dólares en 2032—; aumentada por haberme enterado de que el año pasado Morgan murió de cáncer a los cincuenta y tres años —tenía treinta y tres cuando se empachó con hamburguesas—. Pese a que en sus obituarios no se hacía ninguna conexión entre su experimento gonzo y el hecho de que muriera de cáncer de páncreas, era inevitable pensarlo: una historia en la que arriesgas tu salud, te hace famoso y te cuesta la vida. Y, sobre todo, me sentía ridículo, presto a comerme una hamburguesa forrada en oro para escribir esta historia. Una reluciente frivolidad.

Sabor salvaje o cuénteme una de vaqueros

El local está en una de las zonas de bares y restaurantes costosos de Bogotá, a media cuadra del conocido parque de la 93. La entrada de vidriera de dos pisos se abre a un primer ambiente con una larga barra de madera, tipo bar wéstern, y a mano izquierda una escalera conduce al piso superior. Arriba un aviso de neón fucsia sobre un espejo: «Cuénteme una de vaqueros» recibe al comensal y en un muro a mano izquierda sobre una pared blanca se ve un rostro de más de dos metros de alto mitad indio mitad vaquero. Las dos caras de un absurdo: una fiebre de oro comestible.

En este local se vende la comida chatarra más lujosa de la ciudad: una hamburguesa doble carne, con trozos de tocineta carameliza, cebolla crispy, doble queso y recubierta por una lámina de oro de 24 quilates. Su precio: trescientos mil pesos, un cuarto del salario mínimo del país.

Quizás lo que más hace pensar que de verdad uno se encuentra inmerso en un cuentazo son las tres pantallas que cuelgan del techo en sendos ambientes del segundo piso y que transmiten un video en loop de la fogata de una chimenea. El frío bogotano del primer lunes de marzo no se deja distraer y uno se pregunta si la escena califica para un neowéstern cundiboyacense de Netflix.

Hacía poco había terminado las cuatro temporadas de la serie del Oeste contemporáneo Yellowstone —protagonizada por Kevin Costner— y todavía recordaba la conversación entre Rip y John Dutton ante la arremetida de los ambientalistas contra la cría de ganado: ¿Y cuando dejemos de criar qué comerán? En la época de la producción de «carne» con inteligencia artificial la pregunta parece irrelevante —busquen la IA Guiseppe si creen que es un cuento de vaqueros—. De hecho, con el auge de la industrialización de la comida y sus sucedáneos y aditivos químicos, en este siglo cada vez comemos menos ingredientes de fuentes naturales y la tendencia al alza amenaza con desplazar del todo las preparaciones tradicionales, la variedad de recetas y la cultura culinaria de muchas regiones del mundo.

La mesa reservada tenía un par de globos negros dentro de una botella de whisky a modo de florero, un trío de sombreros de vaquero tejano y un plato con la frase «¡Feliz cumpleaños!» escrita con chocolate. El mesero, obviamente, estaba vestido de vaquero, sombrero negro, camisa de botones y manga larga, también negra, y un delantal de cuero café. Me dio la bienvenida a la experiencia del «sabor salvaje» y me ofreció la carta. Después de repasar la oferta de hamburguesas, con propuestas inusuales como ponerles plátano maduro con reducción de panela, arepa, carne desmechada con suero costeño o pollo desmechado con salsa tártara, le pido que me traiga la estrella de la casa, la de Oro, que promete en la carta «desatar mi excentricidad».

El mesero va a la cocina y regresa con cara de preocupación. ¡Ese día no habían llevado el oro! De repente éramos tres forajidos sin diligencia para el asalto. Pensé que me había librado de la tentación orofágica y de mis conjeturas sobre lo que supondría su digestión y posterior expulsión, pero la imagen de un inodoro incandescente no me abandonaría tan fácilmente. Acordamos que volveríamos en dos días, con la garantía de que el botín estaría humeante sobre la mesa.

Un pacto ficcional con la chatarra

El pacto ficcional del consumidor consiste en entregar la conciencia de su bienestar a cambio de un placer momentáneo, sin importar el riesgo. Sabemos —pero lo ignoramos, como si viéramos una cinta que dijera «No lea aquí»— que la comida chatarra es potencialmente dañina, pero nos escapamos a mordiscos de cualquier insinuación de esa realidad agobiante y vergonzosa que llamamos hambre. Preferimos comer mentiras a digerir verdades.

Dice Martín Caparrós en Hambre, que esa palabra es la condición original de la especie, que la civilización es el trayecto que va desde invertir gran parte de nuestro tiempo y energía en conseguir comida hasta ser capaces de obtenerla sin espabilarnos. «Somos más humanos cuanto más saciados. Y somos más humanos cuanto menos tiempo debemos dedicar a saciarnos… Cuanta más hambre, más animales; cuanta menos, más humanos», dice. El truco se ha hecho más fácil hoy en día: la comida basura está en todas partes.

Y esa capacidad particular —necesidad— de escabullirnos lo más pronto posible de la condición primigenia de hambrientos ha devenido en una forma cultural que parece imprescindible, como parece inevitable que de lo que consumimos no nos queden más que los desperdicios. Cocinar nos permitió tener reservas, acumular grasas y ampliar los horizontes de cualquier despensa. Conseguimos comer prácticamente de todo en cualquier momento, y así nos hicimos a nuestra primera marca de éxito evolutivo: omnívoros que tragamos sin necesidad. El que puede comer a toda hora, triunfa.

Dice el periodista estadounidense Eric Schlosser, conocido por su libro —tratado— Fast Food. El lado oscuro de la comida rápida, en el que destripa el combo agrandado del ascenso, el auge y la dominación global del negocio de las comidas rápidas de su país, que la comida chatarra es hoy tan común que expele un aroma de inevitabilidad, «como si fuera algo ineludible, un hecho constitutivo de la vida moderna».

Una vida moderna caracterizada por la penetración constante de unos hábitos y gustos alimenticios moldeados y exportados por la industria estadounidense, que desde mediados del siglo pasado inició su camino de conquista mundial, explotando una ventaja competitiva: reemplazar el tiempo necesario para la obtención y preparación de alimentos por un puñado de ingredientes procesados químicamente, disponibles a conveniencia, muy atractivos al paladar y eficaces para desvanecer el hambre.

Somos los eslabones de la cadena engrasada del negocio de llenarnos a toda costa, y entre más comemos hamburguesas, papas y pedazos de pollo fritos, helados, salsas, perros calientes, pizzas, por no detallar las chucherías empaquetadas, más nos enganchamos a una noria que pone a prueba nuestra supervivencia. Por primera vez comer habitualmente nos puede matar. Engullimos, adictos e hipnotizados, alimentos que «transmiten» enfermedades, crónicamente.

La industrialización del paladar

Gustavo Cediel es docente del Grupo de Investigación de Saberes Alimentarios de la Universidad de Antioquia (U. de A.), experto en nutrición y alimentación. Luego de terminar su carrera en Medellín, en 2007 viajó a Chile para hacer su doctorado. Le preocupaba el problema del hambre y la muerte de niños por malnutrición, que era frecuente en Colombia. Chile encabezaba los países de América Latina que habían erradicado la muerte infantil por desnutrición. Paradójicamente, al aumentar el poder adquisitivo y mejorar las condiciones de vida de gran parte de su población, Chile había pasado de no tener hambre a enfrentar un problema de obesidad y enfermedades crónicas, «que son las que más personas matan en el mundo», dice Gustavo.

La conclusión hoy parece obvia: la repentina obesidad chilena respondía a un problema de patrones alimentarios e industrialización de la alimentación. Una forma de responder a los incentivos en auge de la comida chatarra —bajo costo, conveniencia y gusto exaltado—, apalancados y catapultados por un marketing agresivo y enfocado principalmente en niños y jóvenes, la encontraron en las campañas contra el cigarrillo.

Si estamos de acuerdo en que fumar está relacionado con enfermedades crónicas de la misma manera en que la comida chatarra lo está, pues es lógico que también esta tenga el mismo tipo de advertencias en sus empaques y se restrinja su acceso a las poblaciones más vulnerables. Además, porque también están comprobados sus potenciales efectos adictivos. «Si se deja de consumir, da síndrome de abstinencia, depresión, falta de sueño», dice Cediel.

Chile fue pionero en imponer a la industria lo que conocemos como etiquetado frontal —el octágono negro—, que hoy encontramos en los alimentos procesados y ultraprocesados que consumimos en Colombia, e inspiró la lucha de organizaciones de la sociedad civil locales como Red PaPaz —autores de la campaña «No comas más mentiras»— y la parti- cipación del grupo de investigación de Cediel para sacar adelante la Ley de Comida Chatarra (Ley 2022 de 2021), que establece que los alimentos deben tener sellos frontales que identifiquen sus componentes y su valor nutricional y regula la publicidad, la promoción y el patrocinio dirigidos a niños y adolescentes.

En una conversación telefónica, Gustavo Cediel me explica el Sistema NOVA de clasificación de alimentos, como preámbulo para entender su más reciente investigación publicada en la revista académica PLOS Global Public Health: «The increasing trend in the consumption of ultra-processed food products is associated with a diet related to chronic diseases in Colombia», en coautoría con su colega de la Universidad de Antioquia. Diego Gaitán, Elisa María Cadena (Universidad de los Andes), Pamela Vallejo (Ministerio de Salud y Protección Social) y Fabio da Silva Gomes (Organización Panamericana de la Salud).

«NOVA incluye alimentos no procesados o mínimamente procesados, NOVA2 comprende los ingredientes culinarios, NOVA3 cubre los alimentos procesados y NOVA4 los productos comestibles ultraprocesados», me dice Cediel y continúa: «Esto quiere decir cuánto consume la población alimentos naturales; cuánto ingredientes culinarios, como sal, azúcar, panela, mantequilla, aceite; cuánto productos procesados que se hacen en la industria, pero que todavía tienen alimento natural, entre ellos las conservas, los panes, los quesos; y el cuarto grupo, que es del que estamos hablando, que le llamamos comida chatarra en nuestro argot popular, son productos que tienen poco o nada de alimento natural».

Con base en la Encuesta Nacional de Consumo de Alimentos, que en Colombia debería hacerse cada cinco años —se realizó en 2005, 2010 y 2015, pero hace diez años que no se realiza—, y una muestra representativa de más de treinta mil individuos, Cediel y sus colegas compararon el consumo de cada tipo de alimento en 2005 y 2015 y encontraron que bajaron los alimentos naturales e ingredientes culinarios y aumentaron las preparaciones listas para consumir, es decir, los procesados y ultraprocesados.

En países como Estados Unidos e Inglaterra casi el 70 % de la energía diaria de un ser humano proviene de este tipo de alimentos, en Colombia alcanzamos el 20 %, «todavía la mayoría de nuestra alimentación es natural, pero el segundo grupo que más consumimos es ultraprocesados: hemos industrializado nuestro paladar», dice. Esos son nuestros nuevos patrones alimentarios al alza, que están asociados con obesidad, hipertensión, enfermedades crónicas y cáncer.

Cuando le pregunto a Cediel por las comidas rápidas que encontramos en la calle o en los restaurantes de cadena, no duda en decirme que «en la comida callejera abundan ejemplos de estos productos, como los snacks, gaseosas, bebidas con saborizantes, perros calientes y hamburguesas, con embutidos, panes, salsas, etc., ingredientes principalmente ultraprocesados».

Le pido entonces que despiecemos una hamburguesa: «El pan de una hamburguesa es ultraprocesado, porque esa harina fue transformada, modificada y agregada con aceites que sufren un proceso de hidrogenación que está relacionado con enfermedades crónicas. Masas con mucho sodio, que también las conservan, y aditivos que vaya usted a saber cuáles son, porque están protegidos por patentes y no los conocemos. La carne de hamburguesa tipo embutido, que es lo más común en la calle, es sobrante de carne, le agregan aditivos y colorantes con nitritos, que le da el color; la conserva tiene un sabor particular y está asociado al cáncer, además de potenciadores de sabor que hacen que uno se vuelva adicto. El 99 % de las salsas son ultraprocesadas, tienen más de veinte aditivos, con sodio que no es sal de mesa, se le llama «sodio escondido» y está relacionado con hipertensión, el primer causante de enfermedades cardiovasculares y paros cardíacos. El queso quizás se pueda salvar, son lácteos con sales que clasifican como NOVA3, alimentos procesados. El oro sería un aditivo cosmético, lo que suma como característica de clasificación 4, producto comestible ultraprocesado».

El becerro de oro o el hambre no es un problema, es un negocio

El miércoles a la misma hora de la primera reserva regreso al restaurante. Sin rodeos del Oeste, pido la hamburguesa de oro. En una de las mesas del segundo piso una pareja mira el menú y detrás de ella se ve la cocina, abierta a la mirada de los clientes. Pasan los minutos. Pienso en que debo mirar la preparación y me acerco a donde está el cocinero. Pulcramente vestido de blanco, uniforme de chef, gorro en la cabeza, ya tiene la hamburguesa montada sobre el mesón. No huele a nada, la cocina parece un laboratorio de química.

En lugar de encontrarme una paila con oro fundido hirviendo, veo al chef despegando láminas doradas de una pegatina y forrando a pedacitos el manjar.

Ya no disimulo, estoy excitado.

Nunca había tenido una experiencia como esta, le digo. Los ingredientes van desapareciendo lámina tras lámina hasta quedar convertida en un lingote ovalado y deforme. ¿Y ese oro lo consiguen aquí?, pregunto. Es importado, dice el mesero, que disfruta viendo mi sorpresa. Se usa mucho para postres, agrega.

El administrador del local entra en la cocina y desenfunda una pistola gris conectada a una manguera. El chef sostiene en la mano una tapa de cristal con la que cubre ese amasijo de ingredientes convertidos en un tótem: es el becerro de oro de la comida chatarra. El administrador inserta la pistola en el plato con su tapa ovalada y empieza a dispararle humo al interior, como si lo conectara a un exhosto. Empieza el ritual de adoración. Una experiencia mística en la que el adorador se apresta a comer el cuerpo de su deseo hasta fundirlo en sus entrañas y mezclarlo con su sangre. ¿Existe mayor riqueza a la de tener oro corriendo por tus venas?

Para acabar esta historia con una historia —y no romper el pacto ficcional—, en Netflix también se encuentra la película tailandesa Hambre, dirigida por Dom Sitisiri Mongkolsiri, rica en su reflexión sobre la comida y lo que significa hoy en nuestras vidas: un espectáculo al alcance de pocos.

El antagonista es un chef tirano encumbrado a la condición de artista que solo cocina para ricos.La protagonista es una joven cocinera de un barrio popular que fríe fideos en el restaurante de su familia. Por su talento para manipular el fuego llega a hacer parte del equipo del chef artista, buscando triunfar en las altas esferas de la sociedad y ser famosa. Cuando el chef es apuñalado por uno de sus cocineros, ella lo visita en el hospital y tienen una conversación sobre el secreto que esconde la mejor comida.

Ella cree que es el amor que hay detrás de las preparaciones tradicionales, la sazón de la madre, el vínculo filial que nos conecta con nuestros orígenes.

—Lo que comes representa tu estatus social, no tu amor —le dice él—. Los pobres comen para saciar el hambre. Pero cuando puedes comprar más que comida nunca sacias tu hambre. Tienes ham- bre de aprobación, de algo especial, de experiencias exclusivas.

Al final de mi conversación con Gustavo Cediel le pregunto qué representa para él una hamburguesa bañada en oro. «El capitalismo atrapa todos los fenómenos de vida y ha capturado el sistema alimentario privatizando la tierra, las semillas, el agua. Y, por supuesto, nuestro cuerpo, nuestro paladar y nuestro deseo. Las hamburguesas gourmet, en la mayoría de las ocasiones, siguen siendo comida chatarra, solo que presentan un valor simbólico adicional, aspiracional, de pertenecer a una clase social».

Ya sentado en la mesa recibo el plato ahumado, acompañado por dos velas chisporroteantes. El mesero y el administrador cantan el happy birthday y terminan con un «¡Feliz cumpleaños, vaquero!». Levantan la tapa y el humo se disipa dejando un leve olor a olla de aluminio recalentada. Rodeada de papas a la francesa doradas y crujientes, la hamburguesa me parece una criatura forrada en látex.

Dudo si aniquilarla con los cubiertos o dominarla con los dedos y clavarle los dientes de una buena vez. Finalmente, la agarro con las manos y me dejo caer sobre ella con la boca tan abierta como puedo. Mastico la porción lentamente, como si fuera la última vez que voy a comer, inundado de saliva. Siento la laminilla esparcirse por mis encías y me imagino que debo parecer como si tuviera dientes de oro y les estuviera echando brilla metal.

El sabor de la carne, nada muy distinto a una hamburguesa doble carne común, me resulta indiferente, mientras me paso la lengua por los dientes intentando identificar a este nuevo visitante. Me siento lamiendo un tenedor. Muerdo, mastico y me relamo. Los dedos se me impregnan de una mirilla grasosa, como si estuviera escarbando en la batea de un barequero.

Completo la tarea con parsimonia, soportando el regusto metálico y ese olor leve a exhosto que me hace pensar que me está alimentando una máquina. Me chupo los dedos y me aseguro de no desperdiciar ni un solo gramo, que todo entre en mi sistema, así tenga consecuencias inesperadas. Confío en que mi cuerpo se encargará de deshacerse de ellas y a la mañana siguiente compruebo que no quedó ningún rastro. Quizás por unos días se me dore el carácter.

Cocinar nos permitió tener reservas, acumular grasas y ampliar los horizontes de cualquier despensa. Conseguimos comer prácticamente de todo en cualquier momento, y así nos hicimos a nuestra primera marca de éxito evolutivo: omnívoros que tragamos sin necesidad. El que puede comer a toda hora, triunfa.

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