Entre mis mejores amigos hay gente que se ha pasado la vida entera sin acordarse de los tres tiempos sagrados de las comidas, y que es incapaz de fijarse si la sopa seca de fideos que le ponen enfrente es una sinfonía de jitomate, queso e hilos dorados de pasta o una atroz masa pegajosteada. Son, sin excepción, gente de altos valores morales y vocación altruista, pero me preocupa su vida espiritual. ¿Espíritu sin pasión? ¿Pasión sin cuerpo? ¿Cuerpo sin alimento? ¿Alimento sin alegría? No entiendo cómo no preocuparse por lo que nos sustenta.
Por ejemplo: Jesús de Galilea era de muy buen diente. Leyendo con atención el Nuevo Testamento se ve clarísimo que el Cristo de los Evangelios se interesa mucho por la comida. Sus parábolas están llenas de cenas y de festines. Siempre está previendo en qué casa él y sus discípulos habrán de tomar sus alimentos. Reconoce sin problemas que no es muy dado al ayuno: «Vino Juan, que ni comía ni bebía», apunta,irónico, «y dijeron: “está endemoniado”. Viene ahora el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: “¡He aquí un tragón y bebedor!”». (Mateo 11:18). Cuando le da hambre, se pone de mal humor: «Sintió hambre. Y al ver a lo lejos una higuera llena de hojas, se acercó a ver si encontraba algo en ella, pero al llegar solo encontró hojas, pues no era tiempo de higos». El error no ha sido del árbol, pero Jesús de todas maneras hace que se marchite (Marcos 11:13).
Su interés, sin embargo, no es solamente por la comida; tratándose de su propia hambre, no es capaz de lograr que dé peras el olmo o tan siquiera higos la higuera. Tratándose de la comunidad que surge alrededor de una mesa, hace milagros. En el Nuevo Testamento cura leprosos, resucita muertos y expulsa demonios, pero también se da tiempo, en repetidas ocasiones, para el milagro aparentemente superfluo de multiplicar los alimentos —no para nutrir a los desamparados (aunque en su prédica les haya dado tan particular lugar), sino para asegurar que la muchedumbre que lo acompaña tenga un almuerzo como Dios manda—. «Me da mucha lástima esta gente», dice en Marcos 8:2, «pues lleva tres días a mi lado y sin comer». Entonces, consternado, hace que el pescado y el pan rindan para cuatro mil.
Me gusta sobre todo el cuento de las bodas de Caná, que narra solamente Juan Evangelista. Alguien se ha casado —no sabemos quién— y entre los invitados están Jesús y su madre. En algún momento María va afligida con su hijo y le cuenta que se ha acabado el vino. Jesús, que suele ser brusco con su madre, le contesta: «¿Y qué nos importa eso a ti y a mí, mujer?». En efecto, no son los invitados los que tienen la obligación de poner la bebida en los casamientos (a menos que se trate de su propia boda, como han especulado muchos exégetas).
En todo caso, María, quien parece ser una madre insistente, manda a los sirvientes de la casa a que le repitan la queja a su hijo. Y he aquí que a ellos Jesús no les dice que El no tiene como oficio andar haciendo milagros estúpidos en las fiestas. Dos personas se han casado, la gente lo está festejando y es menester que haya con qué celebrar. Hace un milagro: convierte el agua en vino. Es el maestresala de la casa el que hace notar con ojo profesional que es muy buen vino (Juan 2:10).
¿Y qué otra cosa podría hacer un hombre verdaderamente sabio? Tener convidados, pensar en sus gustos, poner la casa bonita y luego echarla por la ventana, ofrecer este antojito tan sabroso y luego esta receta que me pasó una amiga, traer a los mariachis y descorchar otra botella, todo por el simple placer de hacerlo, es participar en un ritual que salva a cualquiera de la desesperación existencial. Si bien es cierto que solo los seres humanos fabricamos chismes envenenados y armas mortales, también es verdad que ningún cuadrúpedo sabe ser hospitalario.
Los demás mamíferos no tendrán jamás el gusto de contemplar alrededor de la mesa una guirnalda de caras felices y sonrojadas por la risa, el postre y el vino, ni de despedir ya entrada la noche al último solitario invitado que nos agradece con un «¡Qué rico estuvo!». Ni tampoco está ese placer al alcance de todos los mortales. Los anfitriones que sirven comida prefabricada o fría, que sientan a sus comensales a una mesa sin un solo adorno, que tocan sinfonías de Mahler o música banda durante toda la velada, y que les duele el codo a la hora de sacar la última botella jamás accederán a la gloria. Ahora que, convertir el agua en vino, solamente Cristo.
La muerte no le quita a Jesús ni lo hambriento ni lo hospitalario. En el último capítulo del último Evangelio, Juan Evangelista, el más metafísico de los que narraron los hechos de Cristo, habla del último terrenal encuentro del Jesús resucitado con sus apóstoles, que van regresando de la pesca al amanecer con las redes vacías. Ellos no lo reconocen ni siquiera cuando les hace la siguiente pregunta: «Muchachos, ¿por casualidad tienen algo qué comer?».
Cuando ellos le contestan que no, Jesús les instruye a que echen sus redes nuevamente al agua, mismas que sacan con «ciento cincuenta y tres» peces grandes. Con este milagro los discípulos reconocen nuevamente a Cristo y se lanzan en su barca hacia la playa donde él los mira. «Cuando saltaron a tierra, vieron una hoguera y un pescado colocado sobre ella, y pan… Jesús les dijo: “Vamos, almuercen…”» y comió con ellos.
Por eso me chocan los malos anfitriones; porque no leen con cuidado la Biblia.
Nota: La autora cita en todos los casos la traducción directa del griego de los cuatro Evangelios de Sergio de la Peña, Editorial Aguilar.
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