fidel f. Sí, me interesa su perdón.
rosalba. Ojalá le interese porque de mi parte no lo va a tener.
Pero sí va a tener mi agradecimiento por parar de hacer daño,
de provocar dolor.
(A la magistrada)
Y le agradezco a la Corte este espacio porque a usted…
(Señala a Franco)
…no lo quiero volver a ver, pero sí necesitaba decirle esto en la cara.
Mantener el juicio
Obra del autor
La época de prestigio
El concepto de perdón adquirió prestigio en nuestro país debido a las conversaciones de paz con grupos armados al margen de la ley. Previo a eso, el concepto estaba ligado principalmente a la religión, sobre todo antes de 1991, cuando constitucionalmente Colombia dejó de ser un país confesional católico. En otros ámbitos, como la vida amorosa, laboral y familiar, el perdón no era una palabra que tuviera un lugar importante en nuestro lenguaje.
Después de la Constitución de 1991, los eventos
más importantes en términos sociopolíticos han sido la firma de la paz con la guerrilla de las farc-ep y la instauración de la jep, que es la corte creada por ese Acuerdo de Paz y que tiene como fin satisfacer los derechos de las
víctimas a la justicia, ofrecerles verdad y contribuir a su reparación.
Pero no hablaré de política, mi campo es el teatro. Allí es donde hemos podido preguntarnos si el perdón es importante, necesario y si aporta algún beneficio.
Como en teatro
En la preparación para una obra sobre el tema tuvimos la posibilidad de tener varias reuniones con cooperantes de la jep (quienes se encargan de dar acompañamiento a víctimas y responsables que potencialmente puedan encontrarse cara a cara) y descubrimos que su posición sobre el perdón es arriesgada y renovadora. Según ellos (por lo menos con quienes hablamos), no es un elemento determinante y, más allá de eso, es contradictorio; sostienen que a pesar de que se acude rápidamente a esa inflexión ética es incuestionable que el perdón invierte la carga.
Lo puedo explicar mejor si lo vemos como un ejercicio teatral: sobre el personaje del victimario debería caer todo el peso del proceso; la carga y las miradas deberían ser sobre él y sobre si se hace responsable de reconocer las atrocidades cometidas, pero si el énfasis está en el perdón, la carga, las miradas y la espera de respuestas caen sobre el personaje de la víctima.
Lo primero es el reconocimiento, el personaje del victimario debe reconocer, ver en qué medida está ofreciendo su arrepentimiento y ojalá su vergüenza. El perdón no es necesario, a menos que las víctimas lo necesiten, lo pidan.
Otra afirmación, para mí reveladora y muy en sintonía con lo dramático, es la de que el perdón cierra, no transforma ni exige, no produce alternativas ni precisa reparación o forma alguna de restauración. Si se perdona en tono religioso y se condona la falta sea cual fuere su contenido u origen, la escena se acaba. Como si el victimario dijera: «¿Qué tengo que hacer, pedir perdón? Listo, pido perdón y ya».
Al igual que una regular obra de teatro donde el problema se resuelve de inmediato, el conflicto es inexistente y el problema desaparece. Así pasa con ese tipo de perdón.
Imaginemos esta escena:
Una madre juega con su hijo en el jardín que tienen frente a su casa. Mientras lo hacen, un hombre se acerca, toma al niño por un brazo y le dice a la madre:
—Perdón, señora, debo raptar a su hijo. Cuando yo era niño en mi casa no teníamos jardín y mi mamá jamás jugó conmigo, jamás me llevó a un parque, no puedo soportar ver una escena que yo nunca viví. Tampoco he podido perdonar a mi mamá por no haberme dado eso que usted sí le entrega a su hijo. En ese orden, para que su hijo valore el hecho de tener una madre cariñosa, me lo llevo y, tal vez, se lo regrese en unos días. Esto puede ser brutal para usted, por eso le pido que me perdone, perdóneme.
La madre lo mira, mira el brazo del niño rodeado por la mano enorme del raptor y le dice:
—Entiendo tu situación. Dado que me aclaraste las razones por la cuales estás haciendo esto, y me diste un panorama del contexto geográfico y emocional en el que creciste, lo que acabas de hacer es comprensible,
te perdono.
—Gracias, señora —responde el hombre y se aleja aliviado llevándose al niño.
La escena acaba ante la ausencia de reacción lógica.
En una línea de pensamiento tradicional una madre se abalanzaría sobre el criminal y daría su vida por evitar que su hijo sea llevado por un extraño, pero no lo hace. Su comportamiento además de inexplicable es imperdonable.
El agresor no está asumiendo su falta, sino que se pone en el plano de víctima por su pasado, le traslada la responsabilidad a la madre, la madre lo entiende y lo perdona (cosa que el agresor no ha hecho con su madre ni con su pasado) y de inmediato es ella quien pasa a ser la responsable por no actuar según la lógica para preservar la vida de su hijo.
¿Mejor la venganza?
Esta argumentación parecería una apología al no perdón y sus derivados como el odio, la venganza o la justicia salvaje, pero lejos estamos de esa visión.
No perdonar no significa lo contrario, puede ser un llamado a que quien pida el perdón lo haga
primero consigo mismo.
Simón Wiesenthal (1908-2005), en su famoso libro Los límites del perdón, plantea una escena de la vida real (mientras estuvo confinado en Auschwitz), pero que tiene todo el tono teatral por su complejidad y ruptura de la tradición en cuanto a la relación víctima/victimario.
Un soldado nazi, atormentado por los crímenes cometidos, quería confesarse y obtener la absolución de labios de un judío.
¿Podemos y debemos perdonar a un criminal arrepentido? ¿Podemos perdonar los crímenes cometidos contra los demás? ¿Cuál es la deuda que tenemos con las víctimas?, pregunta Wiesenthal.
Según el Rabino Harold Kushner, el gran error del nazi radica en que le pidió perdón a alguien que no tenía el poder de otorgarlo. Si quería morir sintiéndose perdonado, debería haberse dicho a sí mismo: «Lo que hice fue terrible y estuvo mal y me avergüenzo de mí mismo por mi comportamiento».
Eso nos lleva a preguntarnos si el perdón lo
puede otorgar alguien más allá del responsable mismo. Como si una vez, en términos de tragedia griega, el personaje acepta su error trágico (hamartía) y reconoce quién es, se descubre (anagnórisis) y en esa medida ya no justifica su acto atroz, sino que lo condena y se arrepiente; ya no quiere ser esa persona que hizo daño, la rechaza; quiere ser otra persona de aquí en adelante, ahí se podría perdonar.
¿O no?
Para bien del Teatro esperemos que no.
Volveríamos otra vez al final de la acción, al cierre del conflicto. El perdón, si se da, es necesario aplazarlo porque una vez dado activa el aburrimiento, el responsable queda libre de culpa y la víctima ya no carga con ese resentimiento hacia el causante de sus dolores. Cada vez que piense en él ya no le hará el mismo daño que le hacía antes de perdonarlo.
¿O sí?
Para bien del Teatro esperemos que sí.
Justicia salvaje
Dentro de las múltiples variantes de no perdón, aquellas que acuden a la ley del talión o al regocijo por la desgracia y el dolor del ofensor, la venganza está en primer lugar, esa venganza efectiva que aboga por un mal equivalente o mayor al mal recibido para que el vengador se sienta resarcido.
A pesar de ser atractiva como argumento infalible en dramaturgia, es claro que se encuentra inscrita en el derecho penal primitivo y tiene una finalidad alejada de la restauración o la reparación, y se acerca más a un sadismo primario a veces avalado por muchas figuras. Figuras de la cristiandad como Santo Tomás —«los bienaventurados verán en el reino celestial las penas de los condenados para que su bienaventuranza les satisfaga más»—, figuras de la aristocracia como Federico II,
quien, según Dante, a los reos de lesa majestad les hacía poner capas de plomo para derretirlas luego en el fuego, o la interminable lista de castigos horrendos a los que someten a Damiens en las primeras páginas de Vigilar y castigar, de Michel Foucault (recordemos que nunca maldice y solo dice «perdón, señor»).
¿Qué se ubica entonces entre la perversidad de la venganza y la levedad del perdón exprés?
Me atrevería a decir que el reconocimiento.
Perdón por nacer
Uno de los vicios morales más vergonzosos y poco aceptados es la envidia (otra de las pasiones infalibles en la construcción de personajes), y es común, más a este lado del mundo, que aquel personaje que es envidiado tenga que pedir perdón por sus logros, sus éxitos, sus triunfos o, simplemente, por no haber sufrido en la medida que lo ha hecho el envidioso.
Los casos son innumerables: el personaje femenino que debe renunciar a sus victorias para que su pareja masculina no se hunda en el mar de la inferioridad o el personaje que supera los obstáculos y adquiere una reputación significativa, pero debe pedir perdón a quienes no los superaron y se abrigan en la cueva del anonimato. ¿Y cuál es la forma exigida de ese perdón? La abdicación a la posibilidad de ser eficaz para que sus cercanos no sufran el dolor de no ser el personaje que superó la mediocridad.
Unos y otros no tienen perdón.
No llore
En Mantener el juicio, la obra que realizamos entre el Teatro Petra y la jep, una madre se enfrenta a quien mató a sus dos hijos; el actor que hacía de victimario (Jorge Iván) lloraba a mares cuando pedía perdón, era inquietante verlo; Marcela, la actriz que hacía el personaje de la madre, insistía en que ese llanto era excesivo, que él iba a conmover más que las víctimas. No lográbamos descifrar por qué esa solicitud y ese otorgamiento del perdón estaban incompletos.
¿La culpa era del exceso de lágrimas?
Hicimos muchos ensayos, pero las lágrimas de él eran inevitables, hasta que un día Marcela, encarnando el personaje de la madre y llorando, pero menos que él, le dice antes de salir: «No llore, que esas lágrimas a usted no le pertenecen». Ella lo perdona, pero le deja claro que el perdón no significa que no lo rechace.
El reputado perdón no es sinónimo de olvido.
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