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Estado y azúcar: «capitalismo compinchero»

27 de abril de 2025 - 3:39 pm
Decir que el azúcar tiene que ver con el aumento de las enfermedades crónicas ya parece obvio. De lo que no se habla mucho es de las formas en que distintos Gobiernos han consentido esta industria. ¿Cuál es el impacto del azúcar, no solo en la salud física, sino en la salud económica, social y ambiental de Colombia?
Trapiche panelero. Foto de Jairo Escobar.
Trapiche panelero. Foto de Jairo Escobar.

Estado y azúcar: «capitalismo compinchero»

27 de abril de 2025
Decir que el azúcar tiene que ver con el aumento de las enfermedades crónicas ya parece obvio. De lo que no se habla mucho es de las formas en que distintos Gobiernos han consentido esta industria. ¿Cuál es el impacto del azúcar, no solo en la salud física, sino en la salud económica, social y ambiental de Colombia?

El periodista y crítico de cine Ben Kenigsberg escribió alguna vez que después de ver la película La tierra y la sombra le resultó muy difícil percibir una bolsa de azúcar igual a como lo hacía antes.

Las razones que cambiaron su forma de relacionarse con el azúcar no son las típicas, las que de unos años para acá se oyen cada vez con más fuerza y argumentos científicos: el consumo excesivo de azúcar refinada está vinculado con el aumento en las cifras de sobrepeso y la obesidad, dos factores de riesgo de enfermedades crónicas como la hipertensión, algunos tipos de cáncer y la diabetes mellitus, causante de accidentes cerebrovasculares e infartos, entre otros males de una larga lista.

No. En su reseña para The New York Times sobre la película que tal vez ha ganado el premio más importante del cine colombiano en el extranjero (el Cámara de Oro del Festival de Cannes, en 2015), Kenigsberg dejó claro que lo que lo marcó fue otra cosa: una imagen, la de la lluvia de pavesa, un hollín que se derrama sobre campesinos, cultivos y hogares mientras se quema la caña de azúcar antes de la cosecha.

Si uno pudiera oler las escenas de una película, si el televisor o la pantalla de la sala de cine tuvieran ya el poder de emitir aromas, el más fuerte de La tierra y la sombra sería el de las partículas ácidas y de azufre que se liberan con la quema de los cañaduzales, que además quedan suspendidas en el aire durante varios días y viajan muy lejos, gracias al viento. Los cultivos arden.  El cielo se tiñe de un gris casi negro, de un naranja vivo. Y la misión de los corteros, con las cañas todavía encendidas, es ir detrás, con su machete, mientras se ahogan con la ceniza, mientras respiran el fuego.

Kenigsberg no tenía por qué saberlo cuando escribió su reseña, pero existen investigaciones que demuestran que en Palmira, el municipio con mayor área de caña de azúcar sembrada en Colombia, la principal fuente de contaminación atmosférica son las quemas y que estas se relacionan, de manera indirecta, con las llamadas infecciones respiratorias agudas.

 Dime de qué familia eres y te diré qué tanto poder tienes

La historia del azúcar acumula decenas de tomos. Aunque no existe un consenso sobre la fecha exacta de su aparición, algunos registros indican que las primeras plantaciones se encontraron en India, entre los años 4.500 y 3.000 a. C. Unos siglos más tarde, los cultivos ya habían llegado a China y Persia. Según el libro Sugar Blues, de William Dufty, «la investigación y desarrollo de un proceso para solidificar y refinar el jugo de la caña conservándolo sin fermentación», y la consecuente facilidad para transportarlo y comercializarlo, se le deben al Imperio islámico. Con la expansión de este último, el azúcar se tomó Portugal y España, a mediados del siglo XV.

En 1492, Cristóbal Colón lo trajo a América. Y fue aquí, en esta zona del mundo, donde se volvió costumbre que la mayoría de los trabajadores de las plantaciones de azúcar fueran esclavos, pues esos cultivos siempre han sido agotadores y exigentes, y los esclavos eran los más resistentes a enfermedades comunes de los climas tropicales donde crecen los cañaverales, como la malaria y la fiebre amarilla.

En Colombia, según reseña la Asociación Colombiana de Productores y Proveedores de Caña de Azúcar (Procaña), que une a los pequeños y medianos productores de panela —no es lo mismo que Asocaña, cuidado con la confusión—, el cultivo se estableció por primera vez en 1510 en Santa María la Antigua del Darién, Urabá chocoano. En 1541, Sebastián de Belalcázar, fundador de Cali, plantó la caña en su hacienda de Yumbo. Los cultivos comenzaron a esparcirse por la cuenca del río Cauca y en 1721 ya había en la región treinta y tres trapiches en funcionamiento, en buena medida porque el clima y la altura permiten que haya zafra (cosecha) durante todo el año.

Sin embargo, solo desde 1901 se puede hablar de la modernización del sector cañero en Colombia. Ese año, Santiago Martín Eder fundó el primer ingenio en el municipio de Palmira (también fue la primera fábrica de azúcar blanco granulado). Santiago, un migrante nacido en Letonia y criado en Estados Unidos, era el bisabuelo de Harold y Henry Eder. Harold fue uno de los impulsores de la Corporación Autónoma Regional del Valle del Cauca (CVC), la máxima autoridad ambiental de la región, y Henry fue su director entre 1967 y 1976, además de ser alcalde de Cali entre 1986 y 1988, cargo que hoy ocupa su hijo Alejandro.

En 1926, Modesto Cabal Galindo fundó Central Azucarero del Valle, hoy Ingenio Providencia, en manos de la Organización Ardila Lülle. Cabal compró luego la hacienda Pichichí, donde se fundó el ingenio que tiene el mismo nombre y que durante mucho tiempo perteneció a la familia de María Fernanda Cabal, senadora del Centro Democrático. En 1928, el empresario Hernando Caicedo Caicedo fundó Ingenio Riopaila y, en 1945, repitió la misma operación con Central Castilla (luego creó Colombina S. A., un emporio de los dulces que hoy se ha extendido a varios países).

A mediados del siglo XX, el Valle del Cauca ya era el principal productor de azúcar de Colombia y existían cerca de quince ingenios, entre ellos Bengala, San Carlos, San Fernando, Meléndez (de los Garcés) y Mayagüez. A la familia creadora de este último (Hurtado Holguín) pertenece Susana Correa Borrero, exsenadora del Centro Democrático y directora del Departamento para la Prosperidad Social y Ministra de Vivienda durante la presidencia de Iván Duque.

El economista e investigador Mario Pérez Rincón, director del Instituto de Investigación y Desarrollo en Abastecimiento de Agua, Saneamiento Ambiental y Conservación del Recurso Hídrico de la Universidad del Valle (Cinara), asegura que buena parte del poder político y económico del Valle del Cauca está concentrado desde hace casi un siglo en manos de unas pocas familias tradicionales, todas con raíces en los ingenios azucareros.

Esas empresas vivieron una época dorada en la década de los sesenta, gracias a que el bloqueo económico de Estados Unidos a Cuba, tras la revolución de 1959, convirtió al Valle del Cauca en uno de los principales proveedores de la demanda de azúcar del mercado estadounidense. En 1960, según la investigación El valle geográfico del río Cauca: un espacio transformado por el capital agroindustrial, de Hernando Uribe Castro, había 61.000 hectáreas de caña sembrada y, una década más tarde, había 91.000 hectáreas. En 1977, 12 ingenios pertenecientes a solo 4 familias controlaban el 76,3 % del mercado azucarero: Caicedo (30 %), Eder (24 %), Cabal (17,8 %) y Garcés (4,5 %).

Hoy, el sector de la caña de azúcar genera unos 286.000 empleos y ocupa más de 240.000 hectáreas de tierra, el 80 % de toda el área cultivable de la región. Y aunque pesa solo el 0,6 % del pib total del país, según el informe 2023-2024 de Asocaña, su influencia en las dinámicas de poder local, regional y nacional en las políticas públicas es enorme.

Adicción y dispensadores automáticos de insulina

La Organización Mundial de la Salud (OMS) califica a la diabetes como una epidemia y asegura que el número de personas que viven con esa enfermedad pasó de 200 millones en 1990 a 830 millones en 2022.

Existen tres tipos de diabetes: la 1, antes llamada juvenil, que no se puede prevenir y cuyas causas son aún desconocidas. La 2 o mellitus, cuyos principales factores de riesgo son el sobrepeso y la obesidad, además de la falta de actividad física. Y la gestacional, que se produce durante el embarazo. Del total de casos registrados por la OMS, el 95 % pertenecen hoy a la diabetes tipo 2, una variedad que también era conocida como «de inicio en la vida adulta» porque se daba generalmente después de los cuarenta o cincuenta años. Sin embargo, es cada vez más común en niños y jóvenes.

En 2016, el Ministerio de Salud de Colombia calculó el gasto anual que hace el Estado solamente para cubrir los tratamientos de diabetes tipo 2, atribuibles al consumo de bebidas azucaradas: casi 740.000 millones de pesos.

Detrás de estos datos perturbadores hay varias razones, una de ellas, la adicción que generan los azúcares industrializados. Porque es muy importante tener clara la diferencia: una cosa es el azúcar natural, el que siempre ha estado en los alimentos, como frutas, verduras y lácteos. Y otra cosa es el azúcar refinado o industrializado.

«Por eso a nosotros no nos gusta la categoría de “alimentos saludables”. En estricto sentido, todos los alimentos lo son. No tendrían porqué causarnos daño. Cuando yo me como una mandarina estoy también comiendo fructosa, que es el nombre técnico del azúcar presente en las frutas, y esta tiene una forma de metabolizarse en el cuerpo que es absolutamente saludable. Lo mismo pasa con la lactosa presente en un vaso de leche natural, sin ningún azúcar añadido. O con la remolacha de la ensalada», explica Mylena Gualdrón, nutricionista y magíster en Seguridad Alimentaria y Nutricional.

Estos alimentos no solo proporcionan energía, también nos entregan vitaminas, fibra, proteínas, hierro, calcio, magnesio, potasio y otros minerales. Todos, nutrientes que «ralentizan la absorción del azúcar y facilitan su asimilación por parte del organismo».

«Hace unos años, el enemigo fue el huevo. Luego el aguacate, dizque porque su grasa era mala. Pero esos alimentos no son un problema. El azúcar resultado del proceso industrial sí es un problema, porque despoja al jugo de la caña de todos sus nutrientes. De todo lo que realmente puede alimentarnos. Por eso no está bien asimilar al azúcar refinado con un alimento», insiste Gualdrón, que también es investigadora de FIAN Colombia, una organización que trabaja por la garantía del derecho humano a la alimentación y la nutrición adecuadas.

De hecho, sostiene la experta, es un error, cometido a propósito por la industria, que en las etiquetas y la publicidad de los alimentos muchas veces los azúcares sean sinónimo de carbohidratos. Eso es meter en el mismo costal a los cereales naturales e integrales, por ejemplo, que han sido uno de los alimentos más importantes para la humanidad durante miles de años, con el azúcar refinado, un producto fabricado hace unos siglos, con probados efectos nocivos sobre la salud. Un mensaje engañoso, que cala con facilidad en madres y padres que piensan que sus hijos necesitan del azúcar presente en los productos ultraprocesados para sobrevivir y crecer sanos.

Cuando el azúcar se refina para comercializarse en una bolsa, como la que ya no percibe de la misma manera el crítico de cine que vio La tierra y la sombra, o para añadirse a comestibles como el Gansito o el Chocoramo, o bebidas como un jugo Hit o una Pony Malta, puede adquirir decenas de nombres distintos: ingredientes que terminan en «osa» —como sacarosa o dextrosa— o que dicen «jarabe» —como jarabe de malta o jarabe de maíz dealta fructosa, mucho más barato y nocivo que el azúcar refinado—, pero significan lo mismo: son azúcares añadidos al producto para que se conserve mejor y por más tiempo, para aumentar su textura o volumen, o para endulzar y mejorar su sabor. Sin embargo, esos azúcares son «calorías vacías» o «desnudas», porque las que aportan no tienen ningún nutriente.

Gualdrón lo explica en relación directa con la evolución humana. «Toda la vida hemos consumido alimentos como las frutas o la leche en su presentación natural. De hecho, durante milenios el único líquido dulce que tomamos fue la leche, de nuestras madres y de otros mamíferos. Evolutivamente, el mecanismo de saciedad se activa cuando comemos una naranja o un mango. Nos podemos comer dos, máximo tres seguidos, pero al cuarto ya sentimos hostigamiento, porque además de la fructosa ingerimos fibra, vitaminas, proteínas, minerales. Todo eso hace que uno se detenga. Lo mismo pasa con la leche. Al tercer vaso ya no voy a tener ganas de más. La forma en que tomamos el azúcar de los alimentos reales nos dispara mecanismos de saciedad que evitan un consumo compulsivo, pero con el azúcar industrializado solo tenemos un aporte de energía, que además no dura, y el sistema nervioso de nuestro organismo no está preparado para activar ningún mecanismo de saciedad, entonces podemos comer o beber esos productos sin parar».

Por fortuna, insiste, en 2025 ya no es tabú decir que el azúcar industrializado es adictivo, y hay varios estudios científicos que demuestran que se trata de una sustancia que, como la nicotina, el alcohol o la cafeína, para quedarse en el campo de las legales, puede generar consumos problemáticos o compulsivos.

El problema es la normalización, en muchos casos, de que la solución no es dejar de consumir azúcar sino, si llega la diabetes, depender de la insulina o de otros medicamentos: un mercado cautivo y creciente para la industria farmacéutica. Cien años después del descubrimiento de la insulina, ya se puede conseguir hasta en dispensadores automáticos.

La producción y el consumo mundial de azúcar siguen disparados: en 2022 se produjeron 178 millones de toneladas y el consumo per cápita promedio fue de 22,1 kilogramos, según la Organización Internacional del Azúcar. En Colombia, de acuerdo con esa misma entidad, en 2022 el consumo per cápita fue de 32,7 kilogramos. El equivalente a la cantidad de azúcar presente en 934 latas de 330 mililitros de Coca-Cola. Es decir, 2,55 latas de Coca-Cola diarias.

«Esas son formas reduccionistas de entender el problema, pensar que no importa la manera en que la gente coma, que solo importan los medicamentos, las unidades de insulina», opina Hernando Salcedo Fidalgo, médico y magíster en Sociología y excoordinador del área de nutrición en FIAN Colombia.

El problema es la normalización, en muchos casos, de que la solución no es dejar de consumir azúcar sino, si llega la diabetes, depender de la insulina o de otros medicamentos. Un mercado cautivo y creciente para la industria farmacéutica. Cien años después del descubrimiento de la insulina, ya se puede conseguir hasta en dispensadores automáticos.

Borona, 2014. Chocoramo adaptado a la forma del territorio nacional. Esta imagen hizo parte del Atlas Subjetivo de Colombia. Obra de Maite Ibarreche F.
Borona, 2014. Chocoramo adaptado a la forma del territorio nacional. Esta imagen hizo parte del Atlas Subjetivo de Colombia. Obra de Maite Ibarreche F.

El día en que a la industria se le apareció la Virgen

Si uno hiciera un recorrido por carretera para abarcar los trece ingenios ubicados hoy a lo largo del valle geográfico del río Cauca —que comienza en Santander de Quilichao, en el norte del Cauca, pasa por municipios como Villa Rica, Guachené y Puerto Tejada en ese departamento y luego atraviesa todo el Valle del Cauca hasta llegar a La Virginia, en el sur de Risaralda— el paisaje del monocultivo de caña de azúcar se extendería durante unas cuatro horas y casi trescientos kilómetros. La cantidad de cañaverales continuos es tan abrumadora que los ingenios son usados incluso como puntos de referencia geográfica. «Allá donde queda Mayagüez» o «de San Carlos tres minutos hacia adelante» son formas cotidianas de ubicarse en la zona.

Lo que pocos saben es que, aunque el monocultivo se extienda, los ingenios no acumulan más tierra. Solo el 25 % de las hectáreas donde hay cañaverales pertenecen a esas empresas. El 75 % son alquiladas, lo que les evita algunos costos, como el pago de impuestos prediales.

Ese crecimiento de la agroindustria cañera fue posible, en buena medida, por dos factores: la explotación de sus trabajadores (documentada en varias investigaciones y cientos de denuncias de tercerización laboral, sueldos a destajo o enfermedades incapacitantes, entre otros, y en los paros y las huelgas de los corteros), y los subsidios y regalos que ha recibido por parte de distintos Gobiernos.

Su estrecha relación con el poder político pasa por la financiación de los ingenios a campañas de alcaldías, gobernaciones, Congreso y hasta la Presidencia de la República. Y fue clave para que el 19 de septiembre de 2001 se aprobara la Ley 693, que reglamenta el uso del etanol (subproducto del proceso de fermentación de la caña) y determinó que toda la gasolina comercializada en las ciudades de más de quinientos mil habitantes debía incluir un porcentaje progresivo de etanol en la mezcla.

La ley del alcohol carburante, como también se le conoce, comenzó siendo del 5 % en 2005, en 2018 llegó al 10 % en todo el país y hoy está en un promedio del 6 %. Mejor dicho, cada vez que usted le pone gasolina corriente o extra a su moto o su carro, también les paga a los ingenios el etanol que viene mezclado en el combustible.

El principal argumento oficial detrás de la medida era que «oxigenar» así la gasolina sería mucho más ecológico y reduciría la huella de carbono del transporte vehicular en Colombia. Pero de eso tan bueno no dan tanto. Porque sí, es cierto que el etanol se produce a partir de recursos naturales renovables, pero también lo es que tiene un impacto ambiental y social gigantesco: incrementa la demanda de agua; contamina los suelos por el uso exagerado de agroquímicos para aumentar la productividad de la caña; obliga a empujar aún más la frontera agrícola, y pone en riesgo la seguridad alimentaria, porque el monocultivo de caña de azúcar ha desplazado cultivos tan diversos como los de plátano, cacao, yuca y cítricos.

El Valle del Cauca fue una de las principales despensas de alimentos del suroccidente colombiano. Sin embargo, por la extensión del monocultivo de caña de azúcar, destinado tanto a la producción de azúcar como de etanol, ya no produce ni siquiera su propia comida y es uno de los departamentos que más depende de alimentos que vienen de otros lugares. Según una investigación de 2017 dirigida por el profesor Pérez en la Universidad del Valle, al comparar los kilómetros recorridos por los alimentos para ser consumidos en Bogotá, Medellín y Cali, esta última registra los trayectos más largos.

Un documento del Departamento Nacional de Planeación de 2015, que evaluó los resultados del Conpes que se elaboró en 2008 para promover la producción de biocombustibles, reconoció que la mezcla de etanol con gasolina, «en cualquier proporción», obliga a los motores de los vehículos a aumentar el consumo total de combustible entre un 3 % y un 15 %, lo que al final también produce un aumento en las emisiones contaminantes de dióxido de carbono.

«Con esa ley se le apareció la Virgen al sector cañero», afirma el economista y profesor de la Facultad de Estudios Ambientales y Rurales de la Universidad Javeriana Carlos Alberto Suescún Barón. Para cargar de sentido a esa frase basta ver lo que pasaba en los años noventa: los cultivos solo ocupaban el 40 % de la tierra fértil de la zona, y las importaciones y los precios internacionales del azúcar venían en caída libre.

Según «Los dueños del azúcar», un especial periodístico de varias entregas realizado por Vorágine en 2021, en el Ministerio de Minas y Energía del Gobierno de Andrés Pastrana había consenso sobre que la ley parecía «diseñada a la medida de la industria azucarera», pues eran las únicas empresas nacionales con capacidad e infraestructura para producir millones de litros de etanol en poco tiempo.

Con un agravante: para el Estado colombiano resultaba mucho más barato comprar el etanol para mezclar con la gasolina a países como Brasil o Estados Unidos, que lo producen no de la caña de azúcar sino de la remolacha o el maíz, entre otros.

El economista Salomón Kalmanovitz lo denunció varias veces en el diario El Espectador. En la columna titulada «Los azucareros y el gobierno», por ejemplo, aseguró que aunque durante 2019 el valor internacional del etanol estuvo en 1,40 dólares ($4.800 pesos de entonces), el Ministerio de Minas y Energía «les reconoció $8.800 a los ingenios, con una diferencia que les arrojó un subsidio de más de medio billón de pesos, salidos de los bolsillos de los usuarios del transporte público y privado».

Y en otra columna llamada «El cartel del azúcar», el exdirector del Banco de la República mostró cómo entre 2000 y 2014 la producción de azúcar en Colombia se estancó mientras la de etanol, «dotada de enormes subsidios», registró un crecimiento sostenido.

El título no era casual. En 2015, tras una denuncia presentada por la Asociación del Bocadillo Veleño, la Asociación de Paneleros, la Compañía Nacional de Chocolates, Noel, Nestlé de Colombia y empresas de gaseosas que son competencia de Postobón, entre otras, la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) sancionó a Asocaña, dos comercializadoras y doce ingenios por haber conformado un cartel para manipular los precios y las cuotas de producción del azúcar.

Según la resolución de la SIC, durante muchos años los ingenios se pusieron de acuerdo para obstruir o restringir la competencia internacional mediante aranceles y prohibiciones de importar a un precio más bajo que el fijado por el Fondo de Estabilización de Precios del Azúcar, donde se sientan representantes del Gobierno nacional y del gremio, pero parece que solo estuvieran estos últimos.

Muy serio, sin pudor alguno, el entonces abogado de varios de los ingenios, Néstor Humberto Martínez (fiscal general de la nación entre 2016 y 2019; ministro en los gobiernos de Juan Manuel Santos, Andrés Pastrana y Ernesto Samper), declaró que la sanción era «una pena de muerte para el sector azucarero». Pero la multa, que parecía un chiste, fue en realidad una anécdota que alcanzó solo para los dulces: después de apelaciones quedó en a penas 260.000 millones de pesos.

Y la producción nunca se detuvo. En 2023, los seis ingenios que además de refinar azúcar se metieron en el negocio del etanol (Incauca, Providencia, Risaralda, Mayagüez, Manuelita y Riopaila Castilla) produjeron, según Asocaña, 328 millones de litros de alcohol carburante. En 2020 habían sido 394 millones de litros y, en 2008, 247 millones de litros.

¿Qué hace que el negocio sea tan rentable para la industria? La respuesta puede comenzar con la ley que creó el «programa de oxigenación de la gasolina», pero debe ir mucho más lejos: incluye un paquete largo de otras leyes, resoluciones y decretos, y hasta un documento Conpes (los que orientan las políticas públicas), que han consentido al sector con exenciones del IVA, deducciones del ICA y hasta del 40 % del impuesto de renta sobre las inversiones en proyectos agroindustriales. Sin entrar en los detalles del programa Agro Ingreso Seguro, que entre 2007 y 2009 destinó millonarios recursos que debían llegar a campesinos que fueran pequeños productores agrícolas, a través de subsidios para riego y drenaje, y créditos sin intereses, a varias de las empresas agroindustriales más grandes de Colombia, incluidos los ingenios.

Durante muchos años, además, hasta la aprobación de la primera reforma tributaria del Gobierno de Gustavo Petro, en 2022, la industria bloqueó el impuesto a las bebidas azucaradas y endulzadas. A la cabeza de la estrategia de lobby, dádivas y desinformación que lo hizo posible estuvieron siempre Postobón, Asocaña y la Asociación Nacional de Industriales (Andi).

El libre mercado parece aplicar, en este caso, cuando a las empresas les conviene. Cuando no, sus intereses son protegidos por el Estado, en desmedro de los ciudadanos. Hace un tiempo, Kalmanovitz le puso un nombre a ese fenómeno: «capitalismo compinchero», porque «el éxito de los negocios no depende del desempeño de los empresarios sino de sus influencias políticas y familiares».

La deuda ambiental

Los tentáculos del poder político y económico de los ingenios también se reflejan en las escasas regulaciones ambientales de las que son objeto. «La industria azucarera tiene cooptadas a las autoridades ambientales de la región desde hace décadas», denuncia el profesor Pérez, que tiene una maestría y un doctorado en Ciencias Ambientales. La corporación autónoma de la región, por ejemplo, contó con el apoyo del Gobierno nacional cuando se creó, en 1954, pero la idea fue de los dueños de los ingenios.

Lo paradójico, como lo registró una de las investigaciones de Vorágine, es que fue la misma cvc la que publicó un estudio que afirma que, entre 1957 y 1986, el Valle del Cauca perdió el 72 % de sus humedales y el 66 % de sus bosques por esta agroindustria.

La mayoría de las concesiones de extracción y uso de agua del departamento, que en la región entrega precisamente la cvc, son para caña de azúcar. Pero su huella hídrica es de las más altas del sector agroindustrial en Colombia. Por cada tonelada producida se usa el triple de agua que la que se usa en un cultivo de maíz, por ejemplo. Y está también el impacto del uso de fertilizantes y pesticidas, como el glifosato, que ayudan a que la caña madure más rápido.

«En 15 años hemos reducido en un 50 % el consumo de agua gracias al uso de la tecnología y a sistemas de riego especializados», le explicó a Vorágine Claudia Calero, presidenta de Asocaña, en 2021. En su informe de sostenibilidad más reciente, de 2023, el gremio asegura que anualmente invierte más de 47.000 millones de pesos en «acciones de innovación, investigación e implementación de nuevas tecnologías» y que eso incluye «el uso eficiente de los recursos naturales, la implementación de economía circular en todas las etapas del proceso, la conservación y restauración de cuencas hidrográficas, la promoción y adopción de medidas de adaptación a los efectosdel cambio climático, la dinamización de economías locales, el apoyo a emprendimientos regionales y la contribución a la salud de comunidades rurales vulnerables», entre otros.

Además, dice Asocaña, en 2009 los ingenios azucareros constituyeron el Fondo Agua por la Vida y la Sostenibilidad, «para gestionar proyectos de restauración y conservación de ecosistemas estratégicos para la producción y regulación del agua en 26 cuencas hidrográficas del valle geográfico del río Cauca». Y en 2023 llegaron a un millón de árboles sembrados en la zona e implementaron un sistema de monitoreo hidrológico en la cuenca del río Amaime.

Sin embargo, el ingeniero agrónomo australiano Douglas Laing, director por dos décadas del prestigioso Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT) de Palmira, sentenció lo siguiente en una entrevista con la agencia de noticias de Univalle: «Con caña, el Valle no será sostenible al 2065». En una investigación titulada Deuda social y ambiental del negocio de la caña de azúcar en Colombia, publicada en 2009, la politóloga Paula Álvarez y el economista Mario Pérez calcularon el valor total de los tres tipos de subsidios que recibe la industria cañera en Colombia, para los años 1990 a 2007: los subsidios financieros (ley del alcohol carburante, diferencia entre los precios interno y externo del azúcar y exenciones tributarias) sumaron 10,6 billones de pesos. Los subsidios ambientales (uso del agua para los cultivos, contaminación del recurso hídrico por la transformación de la caña y contaminación atmosférica por las quemas) sumaron 37.237 millones. Y los subsidios sociales (empeoramiento de las condiciones salariales y laborales de los corteros de caña que son contratados indirectamente a través de Cooperativas de Trabajo Asociado y no de los ingenios, una práctica que se ha reducido en los últimos años): 468.000 millones.

En total: 11,1 billones de pesos. De ahí el título del libro. ¿Cuántas viviendas de interés social hubieran podido construirse con ese dinero? ¿Cuántos habitantes de la región hubieran podido tener, por fin, acceso al agua potable? ¿Cuántos cupos se hubieran podido crear para que los jóvenes del departamento terminaran el bachillerato y cuántas becas para que estudiaran una carrera, de forma gratuita? Las proyecciones de Álvarez y Pérez son demoledoras.

Limpiar el paladar… más allá de la responsabilidad individual

Según la última Encuesta Nacional de Situación Nutricional (Ensin), en la que se basan las principales decisiones y políticas públicas sobre nutrición y seguridad alimentaria del país, 1 de cada 4 niños de 5 a 12 años y 1 de cada 4 adolescentes de 13 a 17 años tiene sobrepeso u obesidad. Además, 1 de cada 4 adultos tiene sobrepeso y 1 de cada 5 es obeso. En total, el 56,4 % de la población colombiana tiene exceso de peso.

Aunque hace diez años no se actualizan (la nueva Ensin debía presentarse en 2020 y todavía no la conocemos), las cifras son preocupantes. Y a ellas pueden sumarse los datos más recientes de la Encuesta Nacional de Salud Escolar (ENSE), publicada en 2018, según la cual solo 1 de cada 10 niños o jóvenes en edad escolar consume frutas o verduras en la cantidad recomendada diariamente por la OMS, y el 74 % consume bebidas azucaradas una o más veces al día.

Varios expertos han emprendido una cruzada para dejar de cargarles toda la culpa de datos como estos a los consumidores. «Hay que salir de la perspectiva punitiva y prohibitiva típica del doctor Jaramillo, que en general responsabiliza a los consumidores, y apelar primero a la responsabilidad del Estado, sobre todo en lo que tiene que ver con los conflictos agrícolas, económicos, ambientales y sociales producidos por el cultivo de la caña de azúcar, la industria del etanol y la de las gaseosas y comestibles ultraprocesados», asegura el médico Salcedo. «Medidas como el etiquetado frontal de advertencia y los impuestos saludables podrían tener un efecto importante, aunque aún no tenemos cómo saberlo con certeza, y permitir que la sociedad comprenda que esta agroindustria también debe asumir una responsabilidad en este problema», agrega.

«Es increíble ver cómo las mamás y los papás muchas veces nos echamos a cuestas la culpa de que nuestros niños coman mal, mientras la industria no aparece por ningún lado, y la publicidad buena tampoco. ¿Existe alguna campaña masiva del Ministerio de Salud para explicar cómo funciona la ley de etiquetado frontal con sellos octagonales? Nada, ni siquiera un comercial en la tv pública —afirma Milena Gualdrón—. Esos sellos pueden ser una gran herramienta pedagógica, se prestan para hacer ejercicios de matemáticas, para aprender sobre los ingredientes… pero siempre que le recordamos al Ministerio que están obligados a hacerlo su respuesta es que tienen otras prioridades y por ahí han puesto algunos mensajes en Twitter».

El Estado está desperdiciando, aseguran Salcedo y Gualdrón, una oportunidad dorada para abrir una conversación distinta sobre la alimentación que necesitamos. Existen estudios que plantean que saborear el azúcar desde que uno nace tal vez condicione nuestro gusto por el dulce y nos impida apreciar el sabor dulce de los alimentos naturales. Para limpiar el paladar y luchar contra la adicción al azúcar, el autor de Sugar Blues cita un antiguo axioma budista: «Si buscas lo dulce, tu búsqueda no tendrá fin; nunca estarás satisfecho. Pero si buscas el verdadero sabor, encontrarás lo que quieres».

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23 de abril de 2025
Entre el 23 y el 27 de abril, el festival In-Edit presentará catorce documentales de música en Bogotá; C. Tangana, John Lennon y Blur son algunos de los protagonistas. Y una de las principales novedades es It was all a dream (2024), un documental de la periodista dream hampton que retrata el hip-hop de los noventa y sus principales estrellas como The Notorious B.I.G. en toda su explosión creativa y comercial al mismo tiempo que critica su machismo y considera los retos del periodismo para cubrir esta cultura.

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22 de abril de 2025
Tras la muerte del Papa Francisco, el primer Papa latinoamericano de la historia, Hernán Darío Correa reflexiona sobre la visita del Papa a Colombia en 2017, la historia de los jesuitas y su rol en la construcción de paz y modernización de las naciones donde han estado presentes desde su fundación en el siglo XVI.

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21 de abril de 2025
Arepas, coladas, potecas: todo un recetario alrededor de la bienestarina muestra que esa mezcla blanquecina, que se insertó en la dieta de tres generaciones de colombianos, promueve una idea de los alimentos carente de significados culturales. Un entramado de intereses geopolíticos y corporativos, creados a partir de la desnutrición en África y Centroamérica, nos ha hecho creer que una naranja no es simplemente una fruta.