No esperen de Evaristo Páramos el carisma autodestructivo de los Sex Pistols. Ni el izquierdismo culto de The Clash. Ni la imagen cool de los Ramones. Este hombre es otra cosa. Un obrero gallego educado de forma autodidacta que leyó a Marx y a Sade con devoción febril. Que entendió —en el polvo de una fábrica de cementos— que el trabajo asalariado no forja dignidad sino que adiestra, y que el sueño burgués de conseguir montañas de dinero y vacaciones de lujo no libera sino que apenas tapiza la jaula. Mientras otros trepaban con disciplina la escalera del estatus, él eligió serruchar los peldaños.
En 1979 fundó La Polla Records, probablemente la banda de punk más pirateada en Hispanoamérica. Páramos convirtió la rabia de clase en sarcasmo lúcido, y destiló la retórica progresista en frases afiladas que las clases populares podían memorizar: «Somos los nietos de los obreros que nunca pudisteis matar». «La solución es una cámara de gas con los políticos adentro». «Un poco de calma, tan grave no es, hagan otro esfuerzo hasta fin de mes, mientras tanto yo contento con mamar del presupuesto».
Fue censurado en España, vetado en radios, retenido por la policía, amenazado por la ultraderecha, y aun así su voz cruzó el Atlántico en grabaciones piratas y fanzines fotocopiados. Después de cuatro décadas de entretenimiento blasfemo con múltiples proyectos —La Polla, Gatillazo, The Meas, The Kagas, Tropa do Carallo— decidió, por fin, hacer uno de los conciertos más ansiados en la historia del punk colombiano.
No esperen de Evaristo Páramos el carisma autodestructivo de los Sex Pistols. Ni el izquierdismo culto de The Clash. Ni la imagen cool de los Ramones. Este hombre es otra cosa. Un obrero vasco educado de forma autodidacta que leyó a Marx y a Sade con devoción febril.
Nadie, sin embargo, sabía en qué condiciones ocurriría.
La llegada de Evaristo al país se vio envuelta en un corrillo de rumores que no hizo sino crecer en los días previos. Todo comenzó con una foto publicada en Facebook: un fan, más entusiasta que prudente, compartió una imagen del escenario a medio montar. Daba la impresión de que la tarima que emergía en el parqueadero del Centro Comercial Bima, en el extremo norte de Bogotá, era algo pequeña y un tanto raquítica para la magnitud del evento.
El temor no era infundado.
Quienes llevamos años en la escena punk tenemos grabados en la memoria ciertos naufragios: conciertos realizados en bodegas industriales sofocantes, eventos históricos clausurados a última hora por falta de permisos, avalanchas de mohicanos que tumbaban puertas para ingresar sin boleta, enfrentamientos con la Policía que echaban a perder todo antes de que pudiera desatarse el primer pogo.
A la zozobra logística se sumó la incertidumbre humana.
En un intento por calmar las aguas, los organizadores publicaron una foto de Evaristo recién aterrizado desde Buenos Aires. Ya no era el hombre peligroso que censuraba la Guardia Civil española por sus burlas antiautoritarias, sino un cuerpo frágil, extenuado y encorvado de 64 años. La amenaza degradada por el peso del tiempo. El ídolo convertido en carne vapuleada.
¿Asistiríamos a la ceremonia salvaje que esperábamos desde hace décadas o nos tocaría presenciar otra derrota? ¿Aguantaría el cuerpo de Evaristo, exprimido por los excesos y la edad, el peso de tres conciertos internacionales en cuestión de ocho días? ¿Habría buses suficientes a la salida para regresar a casa con la Autopista Norte inundada?
El punk tercermundista ha sido siempre un acto de fe: lanzarse al abismo sabiendo que abajo podría no haber suelo. Compré la boleta y me dejé caer.
Atravesé Bogotá en dirección al Portal Norte de TransMilenio. Bajo el cielo nublado y el aire cortante, pequeñas procesiones de punks, skins y rockeros de todos los pelambres esperaban el alimentador que nos llevaría a Bima. Chaquetas cosidas y recosidas a mano, cabelleras quemadas por tintes de supermercado, rostros decorados con cicatrices: cada cuerpo revelaba una biografía escrita a dentelladas. Escuché con atención las conversaciones flotantes:
—No estoy tomando. Tuve una sobredosis hace seis meses. Casi me muero.
—Estábamos en una farra y llegaron los fachos. Tenían un revólver.
—¡Qué mierdero se armó en el toque!
Había en sus relatos una suerte de risa animal, un estallido de placer por merodear en la boca del lobo, un regusto de haber sobrevivido una vez más. La calma se evaporó al llegar a Bima. Punkis y Cerebro, la icónica banda de Medellín, empezó a tocar. Afuera, las filas eternas se desbordaron. La ansiedad hizo que la multitud comenzara a empujar. Cayeron vallas, tambalearon carpas, se oyeron gritos de los operadores logísticos. Algunos asistentes terminaron en el suelo y, como insectos furiosos, se reincorporaron a codazos, buscando recuperar su sitio en la avalancha. Ese breve caos sirvió de recordatorio: el punk es una fuerza indomable que incluso interrumpe el orden de sus propios espacios.
Al cruzar ileso el borbollón de la entrada, supe ante qué estaba. Los rumores previos al concierto se desvanecieron: al frente había una tarima digna, con pantalla electrónica, y un buen sonido. Vi un grupo de gente que avanzaba como podía: en sillas de ruedas, con muletas, con miembros amputados. Otros habían llegado desde Panamá, Costa Rica, Ecuador, Bolivia, Venezuela, y desde los márgenes de Colombia. Se trataba de una cita, quizás la única cita posible, con un hombre que había partido en dos la historia del punk en lengua española.
Evaristo Páramos —hoy al frente de Tropa do Carallo— fue la voz de La Polla Records, una banda que desde el aislamiento rural de Salvatierra, un pueblo de cinco mil habitantes en Álava, quebró el pacto de silencio que sostenía a la España posfranquista. Mientras otros grupos punk fabricaban una rebeldía de muecas y rudeza varonil, La Polla inventó un lenguaje en el género: letras punzantes, irónicas, ingeniosamente lúcidas. Su blanco no era solo el poder, sino la pasividad colectiva. Se burlaron de la Iglesia, la monarquía, la democracia ceremonial, la policía, la prensa, el trabajo asalariado, el narcisismo de las buenas conciencias. Pero no desde el panfleto, sino desde la sátira: hicieron de la insolencia una ética, y del juego humorístico, su arma política.
En sus canciones hay ecos de Rousseau, Marx y Thoreau, pero despojados de solemnidad. La crítica al Estado y a los artificios de la civilización moderna no llega revestida de citas densas, sino de frases callejeras que invitan a sospechar. El filósofo Tomás García Azkonobieta lo entendió con claridad en su ensayo La filosofía es La Polla, en el que cuenta que sus alumnos comprendían más sobre crítica social escuchando esas letras que leyendo tratados académicos. Allí las ideas complejas eran traducidas en un lenguaje mordaz.
En «El congreso de los ratones», Evaristo canta: «Lo llaman democracia, y no lo es». Basta esa línea para intuir, sin necesidad de haber leído El contrato social, que las instituciones no siempre representan la voluntad del pueblo. Mientras Rousseau escribió que «el pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca: solo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; tan pronto como estos son elegidos, se convierte en esclavo, no es nada», Evaristo lo puso en boca de los barrios con una frase que puede pintarse en una pared.
Tal vez por eso, décadas después, esas letras siguen vivas en territorios donde nunca se prensaron sus discos ni sonaron en la radio. Como la filosofía en su sentido más radical, La Polla Records no instruía: desprogramaba. Y esa es quizás su intersección más profunda con el pensamiento filosófico: la sospecha de que los patrones acelerados del mundo van a rompernos la cabeza, y que para entenderlo —o burlarse de ello— hay que empezar por desmontar el lenguaje con el que se lo disfraza.
Los Suziox, la emblemática banda paisa, supieron encender la juerga. Cada himno era candela sobre el asfalto mojado. Bajo la llovizna persistente, el parqueadero se transformó en un campo de batalla jubiloso: cuerpos empapados chocándose desbocados y coreando consignas. Pero su música, además de preparar el terreno para el acto central de la noche, tendió un puente hacia el pasado. Si uno afina el oído, aparece vivaz la huella de La Polla Records: progresiones melódicas precisas, coros armónicos y entrañables, letras con esa ironía política que punza y divierte.
Pasadas las 9:30 de la noche, Evaristo se plantó en el escenario sin ceremonia. No hubo saludos, ni arengas, ni gestos emotivos. Como si supiera que todo lo necesario ya estaba dicho en las canciones, dejó caer el primer acorde de «Nuestra alegre juventud»
Y entonces apareció.
Pasadas las 9:30 de la noche, Evaristo se plantó en el escenario sin ceremonia. No hubo saludos, ni arengas, ni gestos emotivos. Como si supiera que todo lo necesario ya estaba dicho en las canciones, dejó caer el primer acorde de «Nuestra alegre juventud». La primera parte del set tomó a muchos por sorpresa. En lugar del esperado desfile de clásicos, ofreció una muestra variopinta de sus proyectos menos populares: The Kagas, The Meas, Tropa do Carallo. No era una gira para explotar la nostalgia, sino una exposición de su archivo más íntimo. El hombre desadaptado de Salvatierra se presentó como un mito viviente que aún grita, gesticula en modo paródico y gasta bromas. Hizo una declaración de principios: no vino a invocar el pasado que lo volvió mediático, sino a reafirmar su terca fidelidad a sí mismo.
Pero en la segunda mitad del set algo cambió.
Como una compuerta que cede de a poco, comenzaron a filtrarse los himnos que todos ansiaban: los de La Polla Records, los de Gatillazo. Yo, que últimamente me atrinchero en las esquinas para ver los conciertos desde una distancia prudente, entendí que esta vez no bastaba con mirar. Me lancé de frente al epicentro de la masa hirviente. Busqué el corazón del torbellino. Entre empujones, codazos, banderas y bengalas, levantaba la vista cada tanto: Evaristo estaba ahí, histriónico, vibrante, sólido como un poste en medio de la tormenta. Supongo que para alguien que descree de todo, estar tan cerca de ese hombre puede ser lo más parecido a una conexión divina.
Entonces pasó lo inevitable: un golpe seco de costado y mis gafas salieron volando por los aires. No las volví a ver. ¿Quién va a un pogo con gafas? Yo. Porque necesitaba ver a Evaristo para constatar que estaba allí. Encendí la linterna del celular con la esperanza inútil de encontrarlas, pero hallé otras cosas: zapatos sin par, camisetas, bufandas, gorras: todo un tenderete regado sobre el asfalto. A nadie parecía importarle. Quizás todos habíamos ido a despojarnos de algo, a desarmar el personaje de todos los días, a entregarse al delirio como bestias sin amo.
En cada canción, alguien lanzaba una camiseta al escenario. Decenas. Evaristo se las ponía, una tras otra, dejando ver su piel colgante y desecha. En medio del ajetreo, soltó una frase:
—Cómo les encanta verme los pechos.
Dos horas de show. Más de cuarenta canciones. Solo pequeños recesos para beber algo y recuperar el aire. Su voz ahora sonaba con un timbre nuevo: ya no irradiaba la furia filosa de los veinte años, sino el temblor áspero y entrañable de un abuelo hereje.
Y en la última canción, «Ellos dicen mierda», ocurrió el milagro.
«Mogollón de gente vive tristemente
Y van a morir democráticamente
Y yo, y yo, y yo no quiero callarme
La moral prohíbe que nadie proteste
Ellos dicen mierda, nosotros amén
Amén, amén, amén, amén o nos llueve».
Y llovió.
Una cortina súbita de agua cayó sobre el recinto, como si el cielo hubiera estado esperando el estribillo para entrar a la escena. Nadie, por supuesto, corrió. Cientos de desconocidos empezaron a cantarle en la cara a otros desconocidos, como si tuvieran la urgencia afectiva de hermanarse y reconocerse.
Quizás eso es el punk: capotear los descalabros de la vida con gente que uno no conoce.
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