El maestro joyero José Ramón Ferrín tiene en su mesa de trabajo un frasco de vidrio a medio llenar con piecitas de oro que sus clientas han recogido en los ríos cercanos a Barbacoas. Son dijecitos, narigueras, ofrendas y cuentas de collar hechos por los pueblos prehispánicos que habitaron el territorio selvático en el sur de Nariño, rescatados entre las arenas por mujeres mineras que playean los ríos con sus bateas. A veces las mineras le piden al maestro que las monte en un collar, a veces le piden que las funda para hacer una joya nueva, pero Ferrín se niega a fundirlas, le encanta mirar estas piecitas, le parecen de una factura prodigiosa, dice que traen una historia que hay que guardar y que mejor las vende al guaquero. Las mujeres negras que playan la arena oscura de los ríos repiten la relación ininterrumpida que ha tenido la gente en la región de Barbacoas con el oro y la joyería: los antiguos tumacos, y después los sindaguas y los barbacoas, transformaron el oro en exquisitas piezas de orfebrería, al igual que lo hacen ahora los joyeros descendientes de esclavizados africanos de la minería. El oro ha marcado la vida de todos aquellos que han habitado el litoral Pacífico.
Para llegar a Barbacoas hay que tomar un jeep en el cruce de Junín, sobre la vía que comunica a Pasto con Tumaco. La carretera se descuelga hacia el abismo verde oscuro de la selva de donde viene el calor húmedo, en el horizonte se ve la raya del océano Pacífico, y al final de este camino cenagoso y abrupto está Barbacoas, la mítica ciudad del oro, de oscuro cemento hecho con la arena negra de sus ríos.
Hoy en día es más difícil leer a Barbacoas en clave de oro. Se ha convertido en un centro bullicioso que se disputan todos los actores de las economías ilícitas y mafiosas, pero en 2012 era fácil seguir en sus calles las huellas del oro y la joyería. Un par de joyeros martillaban el metal sobre el tronco de trabajo que habían sacado del taller a la calle principal y, más abajo, llegando al puerto sobre el río Telembí, los negocios exhibían una pequeña vitrina con una balanza para pesar y comprar el oro que a diario venden mineros artesanales. Una hilera de compradores informales de oro solía apostarse los sábados frente a las carnicerías y en la misma esquina funcionan todavía dos prósperos negocios de compraventa de joyería. A la salida de la misa de doce del domingo, mujeres y hombres, adornados con sus joyas de oro, suelen conversar un poquito antes de volver a casa. En el Pacífico colombiano hay una cadena de valor del oro cuya última expresión es la joyería, magnífica y deslumbrante, cargada de significados, resultado de una tradición de oficios, creencias y ritos.
Aquel primer viaje apresurado a Barbacoas dejó en mí una fascinación nueva por la belleza escueta de la joyería que usa la gente negra en las selvas del Pacífico, terminada con el color mate del oro de la mina, ajena a las tendencias de la moda global.
El oro es libertad
Las comunidades afrodescendientes que habitan el Pacífico tienen un vínculo ancestral muy poderoso con el oro. Muchas de las personas que conocimos en el Chocó y en Nariño hicieron referencia a los sofisticados conocimientos de la minería que trajeron sus ancestros y al esplendor de los reinos de donde venían. Los historiadores que han rastreado el origen de los esclavizados llegados a Colombia encontraron que muchos conocían la minería porque venían de los reinos del oro de África occidental, los descendientes de los fanti y los ashanti, donde reinó Sundiata Keita, el gran emperador malí. La resistencia y la lucha por la libertad de los esclavizados de la minería dio lugar al cimarronaje y a los primeros caseríos de los libres y, junto con la compra de la libertad personal y de los familiares, con la abolición de la esclavitud en 1851, las gentes negras se dispersaron por el territorio selvático del litoral Pacífico, conviviendo y aprendiendo de los indígenas. El pasado de esclavitud y el oro forman parte de la gran saga de las comunidades negras.
Poco a poco, a espaldas del país andino, convulsionado por las guerras civiles, las comunidades negras del Pacífico fueron construyendo una forma de habitar la geografía de la selva, arañándole terrenos para los policultivos, practicando la caza y la pesca en territorios de propiedad colectiva, y haciendo lo que saben hacer, la minería. Las familias extendidas que se diseminaron por el territorio de selva y ríos son un campesinado verdaderamente libre, sin patronos, sin salarios, sin conflicto por la tierra. «Por el oro vinimos, por el oro nos quedamos, por el oro hemos sido libres», dice el maestro joyero Elpidio Mosquera, de Andagoya. Florece en la selva una cultura de libertad en la que el oro es el fundamento y la joyería su expresión más sofisticada y bella. La gente negra del Pacífico se adorna con sus magníficas alhajas en un gesto que reitera su pertenencia a una historia heroica y a la vez trágica.
Pero la vida en este territorio es dura. El relato de la libertad está enmarcado en una vida de carencias, el trabajo en la mina es agotador y los mineros aspiran a liberar a sus hijos de esa exigencia física, que estudien y hagan una vida lejos de la mina, como dice Cruz Neyla Murillo, barequera de Andagoya.
El cofrecito que me regaló la abuela: el circuito económico y cultural del oro y la joyería
Las personas negras que viven en las regiones mineras del Pacífico trabajan la mina familiar algunos días de la semana. Una parte del oro recogido se vende en los centros urbanos para comprar los complementos de la vida en la ribera: arroz, aceite, herramientas y manufacturas necesarias; otra parte se va guardando hasta tener lo suficiente para encargar una alhaja al joyero del pueblo. Las joyas que los mineros mandan a hacer le agregan valor al oro que han recogido con sus bateas, se convierten en el ahorro resultante del trabajo en la mina, son el patrimonio económico de la familia. Y también son el más importante y valorado patrimonio cultural, son una herencia cargada de afectos y significados que hay que tratar de conservar para los hijos.
En Condoto, el grupo de alabaos del pueblo es solicitado para cantar en un velorio. Está conformado por mujeres que se han dedicado desde niñas al oficio del barequeo, como casi todas las mujeres de las zonas mineras. Al embarcadero del pueblo frente al mercado llega la familia del difunto para comprar la comida y el trago para los parientes y amigos que van al velorio, las telas para vestir el altar, los cigarrillos, el café y las velas. Para ello, muchas veces empeñan las joyas familiares en la compraventa. Las joyas sacan de apuros como este a las familias, son un tarjetazo, la manera tradicional de acceder al dinero en especie y al crédito. La gente no quiere perder las joyas. Son un lazo que les ata a su historia personal y a sus ancestros. A veces se pagan intereses por encima del valor de la prenda, para no perderla, porque el valor espiritual y afectivo que tiene la pieza es enorme.
Las joyas conforman, por tanto, un circuito económico y monetario fundamental en la vida cotidiana de las personas que viven en las regiones mineras del litoral Pacífico. La sociedad no está interesada en la bancarización, no ve las ventajas del endeudamiento financiero frente a la práctica tradicional de acceder al crédito mediante un contrato de compraventa de sus joyas en una casa de empeño; entregar las joyas como prenda para recibir un préstamo, recuperarlas con la disciplina y el prestigio del «buena paga», es una práctica cultural basada en la confianza, una manera de guardar fidelidad a las tradiciones.
En el taller del maestro William Mena Palacios, en Quibdó, siempre hay gente de visita, clientes o amigos que comentan las cosas del día. Se habla de política, del futuro, del precio del oro; los transeúntes pasan saludando, las puertas están abiertas a la calle, es un lugar de encuentro. Es aquí, en el taller del joyero, donde se elaboran las hermosas joyas de filigrana y chapa que la gente negra del Pacífico guarda en sus cofrecitos personales, las joyas del bautizo, las joyas de protección, las de los quince años, las que se heredan de los ancestros, las que se encargan para eventos especiales. O porque sí, por el placer de lucirlas y tenerlas. El joyero de los pueblos mineros transforma el oro que le traen sus clientes en un objeto precioso, es un artista que sabe interpretar sus deseos, es el depositario de una de las tradiciones más valoradas en la tierra de la selva y el oro; ha heredado los saberes del oficio de los maestros más viejos como aprendiz en sus talleres, se ha ganado el derecho a conocer los secretos del oro.
Pero el oficio está en riesgo: las compraventas desplazan al joyero local con sus talleres de segundo piso, dominan la venta y compra de la joyería con vitrinas atiborradas de joyas, apoyadas en grandes capitales y alianzas que les permiten tomarse el mercado. Llegaron casi al tiempo con las máquinas de la minería informal, detrás de la cual llegaron también las mafias transnacionales del lavado, de la extracción ilegal de oro y del narcotráfico. Todos ellos han cooptado los territorios mineros tradicionales, han contaminado los ríos, han destruido la naturaleza, han desplazado la minería tradicional de almocafre y batea y han desplazado a los actores locales de la cadena de valor de la joyería.
Salir embambao. Usos y significados de la joyería
Temprano en las mañanas, las mujeres de los pueblos mineros salen a comprar en las tiendas locales las provisiones, adornadas con sus magníficas joyas de filigrana. Su uso es un acto natural y cotidiano, es algo que la cultura obliga, como dice la señora Ana Gilma Ayala, escritora quibdoseña. Usar la joyería de oro es un gesto que reitera y reproduce los valores culturales tejidos alrededor del oro.
En las selvas del Pacífico la orfebrería es una rica expresión artística que, al paso de los siglos, ha modelado un estilo propio, sofisticado y exquisito, de uso exclusivo local. El anillo colepato o los aretes de chuchas del Chocó, el cordón barbacoano con sus campanas colgantes, el anillo de espigas de Tumaco, los collares de filigrana repujada, son unos pocos ejemplos en los que aprecio la depuración de un estilo muy sofisticado y la maestría artesanal de los orfebres locales.
No hay duda de que los usos y significados que la gente otorga a sus joyas llevan huellas de africanía. Antes de nacer, los niños ya han recibido una joya regalada por sus padrinos para que tengan una vida sin privaciones. Se les regala también algún dije que se manda a curar —un rezo o bendición que se les hace a los objetos— para que los proteja. Los adultos usan anillos de oro que absorben las malas energías, y otras veces las cadenas y los anillos sirven para llamar la buena fortuna y para festejar acontecimientos importantes de la vida. Todavía se le encarga al joyero la confección de las mandas, objetos votivos y de agradecimiento, para pagar favores al santo Ecce Homo de Raspadura o a san Francisco. Son muchos los usos rituales y supersticiosos de la joyería, pero lo más importante de las joyas es lucirlas. Como dice Henri Valoyes, joyero de Quibdó, al negro le gusta salir embambao a la calle, le gusta echar percha, lucir sus cadenas, anillos y aretes de oro amarillo mate sobre su piel morena; le gusta que se note que no están hechas en el oro despercudido de dieciocho kilates, sino que guardan el color intenso del oro que se recoge en la batea.
Las joyas conforman un circuito económico y monetario fundamental en la vida cotidiana de las personas. La sociedad no está interesada en la bancarización. no ve las ventajas del endeudamiento financiero frente a la práctica tradicional de acceder al crédito mediante un contrato de compraventa de sus joyas en una casa de empeño.
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