Cuatro años después de la muerte de Arnoldo Palacios, la editorial Seix Barral publicó, en 2019, la reedición de sus memorias Buscando mi madredediós y, al año siguiente, hizo lo mismo con Las estrellas son negras. Todo indicaba que pronto habría una nueva edición de La selva y la lluvia, novela que completa la trilogía de las obras mayores de este celebrado escritor chocoano. Pasaron uno, dos, tres años. Como en una especie de hechizo eterno, parecía que la novela volvería a atravesar dificultades para ver la luz, tal y como había sucedido hace casi setenta años, cuando por la coyuntura política del país, Palacios viajó a las tierras de la URSS para que su creación fuera publicada bajo el sello de la Editorial Progreso. Pero en febrero de este año, la espera terminó y recibimos una buena noticia cuando Seix Barral lanzó una nueva edición de La selva y la lluvia.
Esta novela, publicada originalmente en 1958, encierra la mística de un tesoro perdido en el tiempo y en los anaqueles de bibliotecas públicas y privadas, buscado incansablemente, incluso por el mismo autor: «El libro se agotó pero cultivó un raro silencio y aún debe andar rodando por doquier», contó Palacios. «Alguien comentó haberlo visto en los anaqueles de la Biblioteca Central en Washington. Lo busqué allí y no lo encontré».
La selva y la lluvia apareció en un lugar propicio para que el olvido no terminara imponiéndose: en la biblioteca de Germán Arciniegas. Entre los miles de libros que el ensayista, diplomático y político bogotano donó a la Biblioteca Nacional de Colombia se encontraba un ejemplar que Palacios le había regalado en un encuentro que tuvieron en Varsovia, en 1959. En 2010, de esa copia se hizo una edición que se agotó rápidamente, pero que volvió a entrar en un «raro silencio».
Este olvido y silencio tienen múltiples explicaciones. Aunque su primera novela, Las estrellas son negras (1949), tuvo un buen recibimiento entre un grupo de intelectuales, las visiones políticas de Palacios y su origen racial marcaron el destino de su reconocimiento literario en el país. Al igual que muchos de sus pares afrocolombianos, su exclusión del canon literario colombiano obedeció a una doble estigmatización: por un lado, su declarada identificación con las ideas de izquierda le pasaron factura en el mundo bipolar que surgió al calor de la Guerra Fría; y, por el otro, ser un escritor negro en una sociedad que, producto del racismo, se resistía a la ampliación e innovación del campo literario propuesto por varios escritores afrocolombianos desde los años treinta.
Aunque su primera novela, Las estrellas son negras (1949), tuvo un buen recibimiento entre un grupo de intelectuales, las visiones políticas de Palacios y su origen racial marcaron el destino de su reconocimiento literario en el país.
Arnoldo Palacios innova en varios temas en La selva y la lluvia. Aun siendo una novela que relata la vida rural del olvidado Chocó en la primera mitad del siglo XX, se aleja de los modelos costumbristas y de la exaltación del mundo campesino tan populares en la escena literaria colombiana de la época. La descripción de la Bogotá de 1948, de su modernización, de la migración y del miedo de la «alta sociedad» frente a los «provincianos» «vulgares» que «no tienen buenos modales», acerca a La selva y la lluvia a la novela urbana, pero con una visión más amplia: la de entrecruzar la mirada de un migrante en la urbe con las voces de aquellas regiones alejadas del centro político.
Innovador también es el análisis alternativo que Palacios hace del Bogotazo y de la violencia de mediados del siglo XX, al insertarlos en un contexto de convulsión social, explotación económica y luchas obreras. De allí surge esa ingeniosa concatenación literaria entre la persecución de los conservadores contra los liberales y el asesinato de Gaitán con las huelgas de los tranviarios en Bogotá y de los mineros de Andogoya en Chocó. Esta perspectiva aleja a La selva y la lluvia de un simple relato de denuncia del racismo y el abandono estatal del Chocó. Palacios construye un relato complejo de la Violencia, polifónico y contado desde distintas geografías, en el que da entender que bajo el odio político entre conservadores y liberales subrayase un malestar social por la explotación y la discriminación.
El racismo juega un papel fundamental en la novela. Y aquí volvemos a encontrar la experticia de Palacios, que va más allá de la denuncia de situaciones discriminatorias protagonizadas por una élite blanca, andina o extranjera contra la población afro o indígena, y se propone mostrar al racismo como una ideología que permea todos los espacios de la sociedad colombiana, incluso el de las relaciones al interior de la clase alta. Esta situación es narrada magistralmente en la escena cuando Pepe, el hijo menor del doctor Jiménez, se siente discriminado por haber nacido con apariencia indígena:
«Sentóse en el césped del jardín del colegio, bajo un pino, y empezó a enjugar unos lagrimones que le brotaban de algo que se había roto violentamente en su propio ser; algo que antes no tuvo el coraje de afrontar, quizá por ser muy niño e impotente. “Leonor es bonita, casi rubia; la llaman la ‘mona’. Alberto es alto, fornido, de ojos azules, se dijera hijo de un inglés. Yo fui el único que salí ‘negro’, con pelo indio, como mi abuela. El ‘negro’ me han llamado cariñosamente”. Ahora notaba cómo se sentían engreídos los hermanos cuando se les apellidaba comúnmente, el mono Alberto, la mona Leonor».
En ese análisis complejo del racismo, Palacios, a través del minero Baltasar «Caimacán» Mosquera, también cuestiona el significado de libertad para los sujetos racializados. En un aparte de la novela, la reflexión sobre ese tema aparece en boca de Caimacán: «He sido…, hemos sido un fracaso… Colombia entera hasta hoy había sido un fracaso frente a sus hijos… Si bien se le concedió la libertad al negro, eso había sido un espectro de la libertad parido sobre las mantillas de la ignorancia y la miseria… ¿En qué habíamos venido a parar hoy todos nosotros? Ni más ni menos que en la esclavitud moderna para el negro, para el indio, para las masas… Cada cual lleva en este país su boleta de encarcelación, su sentencia de muerte…». Esta referencia puede parecer un detalle menor, sin embargo, da cuenta de cómo, para mediados del siglo XX, los incipientes círculos intelectuales afrocolombianos, comenzaban a analizar críticamente lo que había representado la abolición de la esclavitud en una sociedad que mantenía un racismo estructural.
El enfoque complejo e innovador sobre fenómenos sociales de la primera mitad del siglo XX, así como de cuestiones filosóficas e ideológicas, hace de La selva y la lluvia una novela que mantiene su actualidad, pese a haber sido publicada hace casi setenta años. Este libro, cuya apuesta estético-política venció el peso del olvido, no es solo un relato de cómo era el Choco de los años de la Violencia bipartidista, sino también una reflexión muy actual sobre el racismo estructural del que aún no escapa la sociedad colombiana.
El racismo juega un papel fundamental en la novela. Y aquí volvemos a encontrar la experticia de Palacios, que va más allá de la denuncia de situaciones discriminatorias protagonizadas por una élite blanca, andina o extranjera contra la población afro o indígena, y se propone mostrar al racismo como una ideología que permea todos los espacios de la sociedad colombiana, incluso el de las relaciones al interior de la clase alta.
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