Poco tiempo después de la presentación del cinematógrafo en París, en 1895, los hermanos Lumière, dueños del nuevo invento, ordenaron a sus camarógrafos que se fueran por el mundo y abrieran sus lentes para capturar toda novedad que encontraran a su paso. El cine nació con un destino de asombro y exploración por delante. En ese encuentro entre mundos, el aparato óptico-mecánico de la cámara fue maniobrado por sujetos que difícilmente podían suspender los prejuicios de su mirada.
La aventura de los pioneros del cine tuvo gruesos trazos coloniales, y, sin embargo, una pátina de poesía puede aparecer al imaginar las aventuras y desventuras de los operadores trashumantes de los Lumière. Un siglo largo ha corrido desde entonces y lo que nos queda de ese pasado es un mausoleo de gestos y mitos; un «palimpsesto de ruinas semióticas», escribió el filósofo hispano-francés Paul B. Preciado a propósito de Emilia Pérez en un artículo publicado en español por el diario El País. Hablaba de representaciones de personas trans en el cine y, por extensión, de cómo el cine imagina y crea la diferencia.
La película del francés Jacques Audiard, que acaba de ser arropada con trece nominaciones en los premios Oscar 2025, es tan apática y perezosa que no pasó siquiera por el incordio de una filmación en México que conectara, al menos en eso, con los orígenes expedicionarios del cine. El premiado director filmó en París, en un rodaje en estudios. Esto le permitió, según sus palabras, «producir forma». Tal vez pensó que si ya disponía de un México imaginario, creado, compartido y disfrutado por muchos, qué necesidad había de viajar al México real. Este texto tratará de esas geografías imaginarias con las que ocurre un pequeño impasse: suplantan a las geografías reales; y, sobre todo, de la pobreza de tal suplantación, de su carencia, no de realismo, sino de una mínima verosimilitud.
Aprovecharé la coincidencia en cartelera de otra película –Queer del italiano Luca Guadagnino– mucho menos polémica que Emilia Pérez, para mencionar coincidencias entre las dos. Ambas ocurren la mayor parte del tiempo en un México supuesto y recreado en estudios, son filmadas por directores no latinoamericanos, abordan disidencias (o afirmaciones) de sexo y género, y se ocupan, en dos momentos históricos distintos, del consumo y circulación de drogas. Tanto Emilia Pérez como Queer muestran (y ocultan) viajes y mercancías; de manera más o menos consciente hablan del capitalismo y de cómo este lo absorbe todo: experiencias, identidades, deseos.
Las dos películas se basan en libros previos, y en el caso de Queer es muy difícil disociar lo que vemos del mito que carga el autor de la novela, William Burroughs, y de sus viajes reales por América Latina, buscando, en estas geografías, respuesta a sus crisis personales, a su tortuosa homosexualidad y a su adicción a la heroína. Emilia Pérez es, sin entrar en pormenores, la fábula sobre un poderoso y sanguinario narco mexicano, «Manitas» del Monte, que ilusionado con cambiar de vida empieza por cambiar de género, y que para ese fin obtiene la ayuda de Rosa Mora Monte, una abogada curtida en defender indefendibles.
Como saben, todo el argumento del film, hilvanado con desdén –desde el guion y el montaje– se pliega al estilo de un musical y su abdicación del realismo. Los defensores de la película de Audiard exageran la idea de que el musical está eximido de construir un mundo social con sentido y perspectiva histórica. Puede ser, pero no lo está de construir su propio código de verosimilitud.
En Emilia Pérez vemos a los personajes enfrentados a dilemas que, ya sea en el arte o en la realidad, deben tener peso y significado. No lo tienen en la película. No hay modo de saber si la decisión de Manitas de convertirse en mujer es un acto oportunista para «blanquear», en varios sentidos, su imagen; su afirmación de que es lo que siempre se sintió (mujer), ocurre en el vacío. Tampoco podemos experimentar ningún interés real por Rita, salvo admirar alguna gracia que tiene al cantar o bailar. Pero un personaje cinematográfico no es solo lo que hace; es lo que esa cadena de acciones muestra como horizonte de sentido.
No hay que pasar por alto, además, que Emilia Pérez no solo es un musical. Acude a una mezcla de géneros y estilos que pasa también por el culebrón, la película de explotación y el thriller. Apunta en varias direcciones, pero no da nunca en un blanco. No lo encuentra ni le interesa encontrarlo. Hay que ser claros, pues estamos ante un tipo de película tan seductora como engañosa (yo mismo estuve bajo su efecto embriagador algunas horas): Emilia Pérez no tiene nada importante que decir sobre violencia, corrupción y desapariciones en México, ni hace ningún aporte revelador o empático a las representaciones de personas trans o las experiencias de afirmación de género.
La película es incapaz de proceder bajo otros términos que no sean los impuestos por el capital. Por eso es sintomático que la película empiece con un pregón callejero que anuncia la venta de electrodomésticos, pase rápidamente a grupos de personas que se amontonan en las calles y construya un recorrido frenético de transacciones y transiciones. Emilia Pérez se alinea a la idea de que la promesa mayor del capitalismo es la posibilidad de volverse otra persona, limpiarse de culpas y empezar de nuevo, y que la vía para lograrlo es, claro, el dinero. La fábula capitalista perfecta. El problema no es que la película imagine un camino de redención (muchas grandes obras lo han hecho, de Dostoievski a Paul Schrader) sino la inanidad de su fantasía redentora: Emilia Pérez, la exnarco, convertida en patrona y benefactora de los desaparecidos mexicanos.
Una redención menos complaciente pasaría por la audacia de imaginar otro modo de ser de las cosas, que tenga peso poético y moral, y no la entelequia que Audiard nos ofrece y les ofrece a sus personajes. Por el contrario, Emilia Pérez, como película, luce muy cómoda en un orden dado que nunca cuestiona, como escribió el crítico mexicano Nicolás Ruiz Berruecos. Para Ruiz Berruecos, lo que las películas de Audiard nos dicen una y otra vez es «(de) lo más banal y triste: que este mundo es como es y no puede ser de otro modo, que nacemos como nacemos, que soñarnos distintos es una quimera de santos y mártires».
Los países como telón de fondo y parques temáticos
El capitalismo también consiste en la asignación de identidades (aunque mejor hablar de experiencias) en relación con geografías. Por eso, no es gratuito ni casual que Emilia Pérez utilice a México para su fabulación sobre cuerpos que se borran (los desaparecidos) y cuerpos que emergen (el cuerpo «sacrificial» de Emilia Pérez). Al fin y al cabo, Latinoamérica en general y México en particular siempre han sido esas geografías imaginarias a la que es posible llegar y dejarlo todo atrás para empezar a ser otr_s. Así entró América en la mentalidad europea, y Audiard es el obediente heredero de esa «ruina semiótica».
México y Latinoamérica también son los lugares donde hay vidas (cuerpos) que no son dignas de ser vividas, que valen menos y pueden ser borradas en los trabajos sucios de las economías extractivas, por ejemplo las del narcotráfico. Al final, los cuerpos trans y los cuerpos de los desaparecidos se unen en la narración de Emilia Pérez en la misma economía de religión, redención y sacrificio. La película los convierte en pantallas en blanco sobre las cuales proyecta sus fantasías (etnográficas, sexistas y homofóbicas); una imaginación que no libera sino que hace más honda la subordinación.
Ver Queer, por otra parte, es hacer arqueología de experiencias y sensibilidades que marcaron una forma moderna de ser gay. Hay que encarar el hecho de que el deseo homosexual entró en los discursos y las representaciones asociado a experiencias de colonialismo y con el telón de fondo de submundos criminales que eran su condición de posibilidad. El sur de Europa, el norte de África y Latinoamérica fueron algunas de esas geografías difíciles en las que la anomia social hizo posibles intercambios sexuales «consentidos» entre turistas del norte y locales, en un trasfondo, muchas veces, de miseria o hambre.
A Sebastian Venable, el aristócrata sureño de Suddenly, Last Summer, obra de Tennessee Williams llevada al cine por Joseph L. Mankiewicz, los jóvenes de estas geografías, en palabras de su prima Cathy, le resultaban apetitosos y saciaban su hambre de experiencias y sensaciones. El propio William Burroughs en el libro de entrevistas Cónsules de Sodoma, da más pistas sobre esa geografía del deseo gay: «Verán: la homosexualidad es un hecho económico de alcance mundial. En los países pobres –como ocurre en Marruecos y en partes de Italia– ésa es una de las grandes industrias, uno de los principales caminos para que un joven pueda llegar a algún lado».
En Queer, William Lee (Daniel Craig) no es simplemente un consumidor de cuerpos del sur, aunque también lo es; de hecho, se enamora en México de un norteamericano, y esa pasión acelera su desesperación. Lee vive en México porque, como adicto a los opiáceos que es, sería un delincuente en su país. Pero el escritor de la novela y la película, y alter ego de Burroughs, está más interesado en otro tipo de transacciones: las que tenga que hacer para llegar al yagé. En las geografías del trópico y la selva latinoamericanas están puestas las ilusiones de Lee de acercarse a un camino de redención, que para él es lograr una comunicación y una unidad más intensa que las que ofrecen los sentidos con o sin los efectos de los opiáceos a los que está encadenado.
Al igual que la de Audiard, la mirada de Guadagnino sobre México es apática e indolente, aunque en distinto grado. En Queer, México, y en menor medida Panamá y Ecuador, son un marco geográfico para la aventura del protagonista. Esta nueva película del director de Call Me by Your Name luce casi siempre errática, e incapaz de conectar a un nivel profundo con su personaje. Y Latinoamérica es apenas un lugar vistoso donde hace calor y existe una misteriosa planta que se vuelve para Lee una suerte de piedra filosofal.
A Audiard y Guadagnino lo que les interesa de nuestros países es el cliché. Si se piensa bien el cliché es una producción de forma (como diría Audiard), pero que se vuelve fórmula. En beneficio de Guadagnino hay que decir que Queer es menos perezosa e irresponsable en su recreación de México y de Latinoamérica (la mayor parte rodada en los estudios Cinecittà de Roma). Siguiendo la ruta de las transacciones y el capitalismo, las dos películas se entregan a lugares comunes que circulan con tanta rapidez como se olvidan: imágenes dicientes de este capitalismo abrumador que parece haber aniquilado la posibilidad misma del encuentro directo, de la incertidumbre y la aventura.
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