Este artículo es una versión resumida y editada de un ensayo escrito en el año 2017 con motivo de la visita del Papa a Colombia. El ensayo completo, saldrá en el próximo libro de su autor, titulado La alegría (y la pena) de leernos.
En ocasiones el sentido de una historia se revela en acontecimientos que de un solo golpe anudan los hilos silenciosos con los que aquella se había venido tejiendo. Fue el caso del encuentro de la década pasada de dos figuras de la Compañía de Jesús: Francisco de Roux y el Papa Francisco (Jorge Mario Bergoglio), fallecido el 21 de abril de 2025. Ambos se habían proyectado en un primerísimo plano sobre el telón del titubeante proceso de paz nacional. De Roux era el presidente de la Comisión de la Verdad en un contexto en el que el plebiscito de apoyo a la paz se perdió por la activa participación de las iglesias protestantes, convocadas por una derecha explícitamente ultramontana. El Papa Francisco, por otra parte, se dirigió a los jóvenes y al episcopado en su visita a Colombia de 2017: a los jóvenes les dijo «no se dejen robar la esperanza»; y al episcopado, que en su mayoría guardó silencio durante la campaña del plebiscito: «muchos pueden contribuir al desafío de esta nación, pero la misión de ustedes es singular, ustedes no son técnicos ni políticos, son pastores, y por lo tanto deben insistir en la reconciliación del país».
Los jesuitas se han alternado como sombras y luces a partir de su fundación a comienzos del siglo XVI por San Ignacio de Loyola. Eran los albores del capitalismo y del debate ante la reforma protestante, y los jesuitas se extendieron desde el Vaticano hasta las provincias más apartadas, las de los «infieles», a donde llegaron sus legendarios misioneros o sus exiliados: China, Vietnam, Japón, India, Paraguay, Rusia o Polonia. La Compañía de Jesús también llegó hasta los pasillos de las Cortes, los parlamentos o los barrios y fábricas obreras, las universidades y colegios, las iglesias nacionales y las comunidades campesinas europeas o latinoamericanas.
Jean Lacouture, en su libro Jesuitas, nos ofrece unas ventanas magistrales para asomarnos a estos cinco siglos de tensión entre su misión evangelizadora, la búsqueda espiritual de sus miembros alrededor de la razón, la ciencia y la fe, así como la investigación y el reconocimiento del mundo y su diversidad, los juegos de poder entre el Vaticano, los episcopados nacionales, las monarquías y las repúblicas de los nacientes Estados nacionales. Ante todo, los jesuitas derivan su potencia de una estructura institucional cuya fuerza reside en su capacidad de rehacerse desde las cenizas a las que los redujeron varios Papas cuando decidieron disolverlos, diversas expulsiones continentales o nacionales, o sus propias contradicciones, a partir de dos aspectos centrales, según Lacouture: «Una estructura rígida, y experiencias múltiples». A esto se suma una exigente ruta de iniciación para sus miembros, que deben recorrer en su devenir iniciático los caminos de los fundadores: ir descalzos por el mundo evangelizando mientras asumen la búsqueda espiritual y de Dios, forman a la juventud y aportan al desarrollo de las ciencias. Según las configuraciones de poder de cada país, los jesuitas han acompañado, combatido o eludido su modernización, bajo el principio inamovible de obediencia al Papa y una casuística de realismo político, de apego al poder como forma de relanzar sus propósitos evangelizadores.
A mediados del siglo XIX, el Syllabus de Pio IX —anexo a la encíclica Quanta Cura (1864) como un catálogo de los males del siglo— llevó a un superior jesuita a esta confesión, citada por Lacouture: «La Compañía de Jesús, al igual que la Iglesia, no tiene hostilidad ni preferencia por los regímenes políticos de los diferentes Estados. Sus miembros aceptan sinceramente la forma de gobierno bajo la cual la Providencia los ha situado, con tal que sea favorable o al menos respetuosa de los derechos reconocidos a todo ciudadano. Si yerra en algún punto, se acepta. Si se reforma, se aplaude el progreso. Si concede nuevos derechos a los ciudadanos, se reivindica la buena acción. Si amplía las libertades, se sirve de ello para desarrollar las obras de beneficencia y de celo. Los jesuitas observan las leyes existentes, respetan a las autoridades, cultivan las virtudes de los buenos y leales ciudadanos, participan en las adversidades y las alegrías del país».
La relación entre los jesuitas y la construcción de la modernidad ha sido compleja. Tan compleja como la razón instrumental que San Ignacio de Loyola aplicó con furor paradójico contra los herejes: o para «extirpar la herejía» o para que «arraigue la religión católica». También para inaugurar la mirada intercultural sobre los pueblos asiáticos, amerindios; y, más tarde, para inspirar y desarrollar las reformas del Concilio Vaticano II en los años sesenta del siglo XX a partir del generalato de Pedro Arrupe, que chocó con Juan Pablo II cuando apoyó el descentramiento de la ciencia y de la fe en torno a la justicia social. Esta lógica contradictoria los ha llevado de un lado a otro en reformas y contrarreformas religiosas, o en los avances, retrocesos y estancamientos políticos propios de las revoluciones y restauraciones de Occidente. Fueron expulsados de la Francia del siglo XIX. Regresaron a Colombia en la Regeneración de Núñez. Y fueron estigmatizados en la república neoconfesional y autoritaria colombiana de comienzos del siglo XXI.
Por bandazos como esos los jesuitas han estado en el centro de las más agudas polémicas. En el tercer tomo de su obra sobre la Compañía de Jesús, Lacouture cita como epígrafe al historiador austriaco René Fulop-Miller, que aborda esta cuestión: «Si se hubiesen contentado con atribuir un papel más importante a la voluntad humana dentro de los límites de la teología católica, a las “obras” un mayor valor y a la gracia una significación diferente (…) nadie, fuera de la Iglesia, habría tenido motivo o derecho a levantar la voz para juzgar estas diferencias de criterio. Pero los jesuitas no se han contentado con servir como “soldados de Cristo” en el silencio de los conventos y los debates de los concilios. Se han derramado por todo el mundo, en los gabinetes de los soberanos y de los ministros, en los parlamentos y las universidades, en las salas de audiencia de los déspotas asiáticos, junto a las hogueras de los pieles rojas, en los observatorios, en los institutos de física y de psicología, en los escenarios, en los congresos de sabios y en las tribunas políticas (…). Han querido ser considerados entre gente mundana como gente mundana, entre los sabios como sabios, entre los artistas como artistas, entre los políticos como políticos, y ser tratados en pie de igualdad en todos estos ámbitos. Por consiguiente, no pueden escapar a esta esfera mundana, a la crítica mundana. Como, además, hay que atribuir a los jesuitas una influencia considerable sobre la civilización intelectual y material de Europa, tenemos derecho a examinar si esta influencia ha significado una ganancia o una pérdida, un “progreso” o una “reacción”».
En nuestro caso, podemos hablar de un feliz encuentro, en el sentido platónico, entre los procesos personales e institucionales del Papa Francisco y De Roux: ambos encarnan el compromiso de contribuir a que Colombia dé un paso adelante. Es feliz porque de la casuística que ha caracterizado a esa «catedral de las ambigüedades», como Lacouture denomina a la Compañía de Jesús, salió un Papa que, para Leonardo Boff, era «pragmático, no doctrinario, cuya apuesta por los pobres se centra en ese concepto jesuita por excelencia». Y también es feliz por alguien como Francisco de Roux, cuyo compromiso con la paz, la educación popular y las víctimas es reconocido y respetado por todos desde varias décadas atrás.
Hay una pregunta que se renovó para el encuentro del Papa Francisco y de Roux, y que todavía es vigente: ¿estarán el episcopado, los partidos políticos y todos los demás actores a la altura de una modernidad que no resiste más aplazamientos? Se trataba entonces, y se trata ahora, de responder preguntas abiertas y urgentes en este país del Sagrado Corazón. Son preguntas que nos conciernen a todos. En la década pasada vimos la configuración de un extraño ecumenismo invertido: a la violencia y la corrupción se sumó un extraño fenómeno de unidad política para que nada cambiara, entre sectores de las iglesias de la reforma y de la contrarreforma, antes enfrentadas en Europa y que de algún modo convivieron durante parte del siglo XX entre nosotros, inaugurando su mutua «tolerancia» con base en el anti-comunismo y en la apertura del Concilio Vaticano II.
En los años setenta, el jesuita estadounidense Daniel Berrigan publicó en Newsweek un mensaje para el presidente Nixon y los responsables de las operaciones militares en Vietnam. Lacouture cita las palabras con las que cierra su misiva. Son palabras necesarias para la decidida acción ciudadana, la única que puede romper este círculo vicioso: «La paz no triunfará sin una acción emprendida por un gran número de hombres y mujeres honestos».
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