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La novela latinoamericana

17 de abril de 2025 - 2:00 am
En 1982, GACETA publicó la introducción del crítico uruguayo Ángel Rama a su libro La novela latinoamericana. Rama fue uno de los críticos literarios más importantes de su tiempo, y en este libro analizó la nueva ficción narrativa que surgió en la región entre 1920 y 1980. Fue en este periodo cuando surgieron fenómenos como el Boom Latinoamericano, del que hizo parte el peruano Mario Vargas Llosa. Luego de su fallecimiento a los 89 años, republicamos el texto de Rama para pensar con él sobre nuestras letras y su desarrollo en el siglo XX.
Mario Vargas Llosa. Foto: Robert Nickelsberg, de Getty Images.
Mario Vargas Llosa. Foto: Robert Nickelsberg, de Getty Images.

La novela latinoamericana

17 de abril de 2025
En 1982, GACETA publicó la introducción del crítico uruguayo Ángel Rama a su libro La novela latinoamericana. Rama fue uno de los críticos literarios más importantes de su tiempo, y en este libro analizó la nueva ficción narrativa que surgió en la región entre 1920 y 1980. Fue en este periodo cuando surgieron fenómenos como el Boom Latinoamericano, del que hizo parte el peruano Mario Vargas Llosa. Luego de su fallecimiento a los 89 años, republicamos el texto de Rama para pensar con él sobre nuestras letras y su desarrollo en el siglo XX.

Este libro, más que una obra mía, lo es de Juan Gustavo Cobo Borda, de su infatigable celo por reconstruir el mapa de las letras hispanoamericanas del siglo XX, ahora que parece haber agotado el mapa de las letras colombianas en el quinquenio que dedicó a Colcultura. Como no le basta con haber leído «todos los libros» y como descubrió tempranamente que, vistas las ásperas condiciones de la vida intelectual en América, la mayoría de sus producciones aparecieron en revistas, periódicos y allí continúan, decidió trasladarlas orgánicamente a libros confiando que así serán menos perecederas. Esperanza que yo abandoné antes que él cuando un comedido funcionario de la Library of Congress me escribió alertándome sobre el papel en que estaba editando una revista, el cual según los expertos, no tendría una vida superior a los cien años.

Escribimos en Nuestra América sobre el papel del tiempo, sobre el tiempo perecedero, escribimos sobre la urgencia del lector y el medio y la hora que vivimos o nos vive, y sin duda el tiempo nos escribe y nos dispersa y en cenizas nos convierte.

Después de tantos años desconfiando de la ilusoria pompa eternizante del libro, debo estar envejeciendo cuando me pongo a recopilar pacientemente los quinientos años de cultura latinoamericana para la Biblioteca Ayacucho, galeras que legaré a Cobo Borda, cuando aceptó reunir en un volumen lo que yo mismo he escrito en este mínimo lapso que va de 1964 a 1981 en que seguí paso a paso el ascenso de la novela. Escritos desperdigados en libros y revistas de aquí y de allá, sin orden, respondiendo a la demanda de la hora, esa que no viene de nuestro interior y nos aparta de lo que quisiéramos hacer, para lo cual quizás nunca encontraremos el ocio propicio. Cuando estaba por morir, Pasteur confesaba que no eran las vacunas y los estudios sobre el ántraz y las bacterias lo que hubiera querido hacer, sino aquellos estudios de cristalografía que había iniciado en su juventud y que había tenido que abandonar una y otra vez por lo que le pedían unos señores endomingados que venían a golpear a la puerta de su laboratorio, siempre muy urgidos de su ayuda. En la misma circunstancia, yo tendré que decir que hubiera querido escribir unas páginas sobre poesía, unas pocas páginas para testimoniar un reconocimiento personal, porque como al rilkeano personaje de los Cuadernos de Malta Laurids Brigge, la poesía me había permitido resistir.

Pero no es sobre poesía que en este libro se habla, sino sobre la narrativa latinoamericana, y más estrictamente aún, sobre la del siglo XX, desde la eclosión de la vanguardia. Una selección, además, de aquellos estudios de tipo panorámico que diseñan los movimientos generales, pretenden desvelar los procesos internos de un género en un continente inmenso lleno de millones de hombres incomunicados. La explicación es la misma: todos responden a demandas externas, formuladas para antologías, números especiales de revistas, semanarios, porque, no es necesario insistir, la novela es el género vulgar de la época, el que enciende el imaginario de los más, aquel en que ha venido a cifrarse el honor triunfante del continente, olvidando que sus virtudes mayores están en su poesía o en su ensayística, los viejos géneros reales. Los señores, endomingados o no, golpearon a la puerta de mi estudio para pedir eso y no otra cosa.

Creo que me place más demorarme en un libro que en un autor. Detenerme en una obra, revisarla y hacerla mía, escribir a partir de ella más páginas de las que componen el texto originario, desplegar una escritura que asume y sume aquella de que ha partido y la transpone a un discurso intelectual que es otro. Porque la crítica, a pesar de su habitual mala prensa entre los escritores, es siempre creación autónoma.

Posible resabio de profesor educado en «L’explication para les textes» de sus maestros franceses, pero mucho más emanación del placer de la lectura, goce franco e impúdico ante esa invención sin igual que es la literatura, sortilegio, ilusión, locura. (Tenía veinte y pocos años cuando decidí empezar mi curso con Los hermanos Karamazov, y pasó el año entero y «pasó un águila sobre el mar» y yo seguía con mis alumnos metidos todos en el seno de la familia maldita. Cuando se lo conté a Onetti me habló de un amigo que se encerró en su casa, a pasar todos los años que le quedaban, con A la recherche du temps perdu. Envidiable). La profundidad de un texto es lo que nosotros resolvemos que sea profundo. Y ni siquiera eso: es el impulso y el goce quienes resuelven el tiempo amoroso, y yo sé que me adhiero a ese prolongado conocimiento que busca sin cesar y siempre encuentra algo nuevo para encender el deseo. Cuando al mismo Onetti le entregué mi estudio sobre su primer relato, El pozo, dijo irónico: «Es el doble de largo», con lo cual no pude agregar que me parecía breve e incompleto.

De él, de Julio Cortázar, de José María Arguedas, de Gabriel García Márquez, de Mario Vargas Llosa, para citar algunos de los contemporáneos, he escrito largos ensayos tras la lectura jubilosa de sus libros, con la certidumbre de que era poco para lo que de sus obras

se podía decir, prometiéndome siempre el libro-ferrocarril sobre cada uno de ellos, el que a veces la mera acumulación me ha deparado casi sin proponérmelo: así descubrí un día que tenía un libro hecho sobre Salvador Garmendia, y otro sobre José María Arguedas. He pensado que esa concentración absorbente se la debo a mi madre, quien no leía otro libro que la Biblia, puesta siempre sobre su mesa de luz, y allí encontraba la suma del saber universal, pudiendo explicar los sucesos cotidianos con la vida de los Jueces o de los Profetas, entremezclados apaciblemente con los Pedros y Juanes de nuestra calle.

Pocos de mis libros me han resultado más placenteros que uno mecánicamente titulado Primeros cuentos de diez maestros latinoamericanos, porque los diez cuentos primerizos allí reunidos (de Mario de Andrade, Carpentier, Guimaraes Rosa, Lezama, Rulfo, entre otros) están asediados uno a uno por mi escritura crítica, que procura entender quiénes eran cuando ardieron en esos relatos, a veces imperfectos, posesionados del demonio del arte como solo se lo está cuando se es nadie y se quiere serlo todo. GGM me escribió diciéndome que, con una lágrima, había visto caer, con ese texto, su juventud. No, no derramó ninguna lágrima, pero lo que decía era bonito, pues era el fuego del arte lo que yo había querido desentrañar tras los renglones inseguros de su escritura juvenil.

Si nunca he podido soportar la vanidad difundida entre quienes son meros aprendices es porque nunca me han interesado los autores, sus pequeñas historias y sus gloriolas efímeras que oscurecen su yo profundo, sino la belleza, la verdad, el placer de las obras de arte, como si no tuvieran autor, como si no fueran escritas por la Historia, o la Sociedad, o Dios, por todas las mayúsculas ignotas, y quedaran para nuestro esplendoroso regocijo escritas en la eternidad. Este encuentro con la plenitud del arte está fuera de todas las coordenadas mundanas, nada tiene que ver ni con la fama, ni con el trabajo, ni con la ambición: algún día encontraré editor para las Mejores novelas cortas de diez maestros latinoamericanos, porque en ese género es donde han llegado más alto nuestros narradores, quienes inútilmente han procurado superarlo con largas y brillantes novelas: no valen los Cien años lo que El coronel no tiene quien le escriba; ni Terra nostra lo que Aura o Agua quemada; ni Gran Sertao: Veredas lo que Cara de bronce; ni Rayuela lo que El perseguidor; ni El Siglo de las Luces lo que El arpa y la sombra; ni La vida breve lo que Para una tumba sin nombre; ni La casa verde lo que Los cachorros. Pero vaya usted a convencer a los autores, en esta época institucionalizada, de que el arte no tiene que ver con las dimensiones ni con las ambiciones.

Esos muchos escritos sobre obras, asimismo dispersos, no están en este libro, que se consagra a los «panoramas»: visualizaciones de conjunto en que el autor y sus obras son meros puntos de apoyo para el diseño de las fuerzas tendenciales, y éstas se coordinan para dibujar la «figura» que compone una época. Si muchos de mis ensayos sobre obras literarias nacieron del deseo, todos los panoramas responden a solicitaciones externas, alternando con mi trabajo más personal.

Tiene esto que ver con una tendencia que, más que a mí mismo, atribuyo al medio cultural en que me formé. Parodiando a Graham Greene podría decir que «Uruguay made me»: el espíritu crítico que allí se desarrolló en un determinado periodo histórico en que a mí me tocó vivir fue tan dominante que concluí titulando el libro que dediqué a las letras uruguayas de 1939 a 1968 La generación crítica. Todos, poetas, narradores, ensayistas, fueron poseídos por el espíritu crítico, fueron escritos por el tiempo, por la urgencia con que la sociedad se había enzarzado en su auto escudriñamiento, luego de un largo periodo alegre y confiado, hasta no dejar resquicio para otra consideración valorativa.

Es esta la lección del tiempo a la que me he referido. Leyendo a Sartre en la juventud aprendí que resultaba vano aspirar a estar por fuera, soñar con una visión como la que harán por su solo riesgo los hombres del dos mil. De ella estaremos fatalmente ajenos, como de otras muchas epocales: mejor cultivar el jardín que nos había tocado en suerte, con la mayor lucidez posible, y tratar de no engañarnos. Por lo tanto no había otro modo de leer la literatura que sobre el marco histórico de nuestras vidas, el cual, fuera de toda restricción partidista o doctrinaria, me acostumbré a designar como el de la cultura que construye un pueblo en las circunstancias que le han tocado. Esto, en otro momento, lo hubiera teorizado; ahora puedo limitarme a decir que nací en un barrio popular, de padres españoles inmigrantes, que en él y en la escuela pública cercana me eduqué, dentro de una sociedad abierta y aluvional que había cifrado en la democracia sus esperanzas, su felicidad y su realización. No peor que otras sociedades, aunque quizás puedan elegirse mejores marcas. Pero igual que con el tiempo histórico, con el país en que se nace, con la familia a que se pertenece, con la sociedad dentro de la cual se crece, se trata de coordenadas previas que, aun negadas, no dejan de explicar los componentes fundamentales de una vida y una tarea intelectual. En mi caso fueron queridas, aceptadas. Quizás esas coordenadas no alcancen a explicar el porqué de un afán de la belleza cifrado en las palabras, y algo debería haber dejado a la cuota biográfica e intransferible, no discernible sobre un campo colectivo de fuerzas formativas. Pero aún ese afán buscó situarse en el social vasto, en los movimientos de los grupos sociales, en las lecciones de las circunstancias, necesitado de los pies en la tierra que reclamó Marx.

En todo caso, es de ese entendimientor del mundo que surge la necesidad de los panoramas, como la de marcos en los cuales situar ordenadamente las producciones artísticas humanas. No era novedad en un país que había contado con el magisterio de Alberto Zum Felde, aunque quienes preferentemente los practicamos estábamos ya muy lejos de sus esquemas interpretativos: Carlos Real de Azúa y yo. Aunque Real es lamentablemente poco conocido en América, su nombre es obligado entre los perspicaces críticos de esta segunda mitad del XX, y aunque no podía haber filosofia de la historia más distante de la mía, siempre he respetado su saber y, sobre todo, su pasión de la cultura, pues es ella la que distingue al intelectual de raza. Cuando pasé a dirigir la Enciclopedia Uruguaya repartí con él (y con Benvenuto) los tres cuadernos iniciales que debían recorrer la historia íntegra del país: él se encargó de la historia política y yo encaré los «180 años de literatura uruguaya». Un ejercicio del arte panorámico, a saber, el diseño de una estructura de significación, en que lo central no son las sucintas referencias a autores u obras, o los adjetivos calificativos, sino el tejido que se construye con las generaciones, las corrientes, las estéticas, las doctrinas, el diálogo con la historia que entablan las producciones artísticas.

Pocas tareas intelectuales más «datadas» que ésta. Como sabe cualquier autor seguro de sus fuerzas, la obra que ponga en circulación no solo impondrá un valor sino que rearticulará la urdimbre del pasado, establecerá una nueva genealogía, reorganizará la sucesión literaria. Más que sobre el futuro, en lo inmediato actuará sobre la herencia literaria. Esta fuerza de cualquier novedad artística apoya la concepción de quienes, como Hauser, entienden que nuestras valoraciones del pasado derivan de la estética del presente: solo seríamos capaces de «ver» el barroco si los impresionistas ya han hecho su obra, o el manierismo, si los surrealistas han cumplido exitosamente la suya. Como quien dice: son los ojos del tiempo los únicos que ven. Aunque cabría agregar, pensando en la arqueología del saber de Foucault,

que también la velocidad del cambio en que se sustituyen dentro de nuestra propia vida los tiempos, nos ha permitido «ver» los diferentes estratos históricos con sus peculiares leyes, y, pensando en la contribución de la psicología y la antropología contemporáneas, que la fragmentación y estratificación de la sociedad nos ha permitido «ver» la pluralidad de culturas superpuestas con sus floraciones literarias específicas, alcanzando así una percepción de la complejidad y la sensibilidad del panorama.

Así, aun cuando los panoramas llevan fecha al pie y vocación arqueológica, permiten revisar la visión del tiempo sobre la literatura, a través de las construcciones edificadas por la crítica. Quienes a la pasión del arte agregan la pasión del conocimiento, querrán interpretar la visión que Baldomero Sanín Cano tuvo de las letras de su tiempo, o la de Silvio Romero sobre la

literatura del Brasil hasta 1900 o la de Alfonso Reyes sobre las letras de la Nueva España o la que del pasado y el presente literarios fue construyendo Pedro Henríquez Ureña entre 1910 y 1945. Cuando Rafael Gutiérrez Girardot y yo emprendimos la tarea de recopilar los ensayos dispersos de Henríquez Ureña en el volumen La utopía de América no era solo la admiración al maestro lo que nos movía, sino el placer de seguirlo en su lectura, observando su descubrimiento de las semejanzas entre El Bernardo, de Balbuena, y The Faerie Queene de Spenser, el juicio sobre el primer Borges aun tan lejos de su posterior fama, la evolución de su lectura de los padres y maestros mágicos de su educación, Rodó y Darío, el impacto social y nacionalista que sobre él ejerció la Revolución Mexicana, su encuentro, luego del muralismo, con la pintura de Pettorutti. Esa doble lectura favorecía un entendimiento mejor de la cultura latinoamericana, porque recuperaba la producción literaria y, al tiempo, las estructuras de significación que se diseñaron en un período. Ocurre que si la crítica no construye las obras, sí construye la literatura, entendida como un corpus orgánico en que se expresa una cultura, una nación, el pueblo de un continente, pues la misma América Latina sigue siendo un proyecto intelectual vanguardista que espera su realización concreta.

Además, Sanín Cano y Silvio Romero y Alfonso Reyes y Henríquez Ureña, cabales maestros de la crítica, son parte indispensable de ese esfuerzo en que todavía estamos: la edificación de la literatura, tal como la ha entendido lúcidamente Antonio Gandido en sus ensayos, como un sistema que religa plurales fuentes culturales. A veces aparecen beligerantes demandas de una crítica, nueva como la nueva narrativa, se dice, y en las citas al pie ninguno de aquellos maestros es recordado sino los autores del «new criticism» o del estructuralismo francés, cuando no es que se reclama total autonomía e independencia del resto de la cultura universal, a la que fatalmente pertenecemos, en nombre del pensamiento marxista. Confieso que ese fue uno de los motivos por los que fundé la Biblioteca Ayacucho: el espectáculo desconcertante de un continente intelectual reclamando su identidad y su originalidad, sin citar las espléndidas obras que en siglos se habían acumulado en esta misma tierra americana, pacientemente rearticuladas por el pensamiento crítico de nuestros antecesores. En ese sentido, la lección de Martí es siempre la más equilibrada y perspicaz: somos hijos de alguien y padres de alguien, pertenecemos al proceso siempre transformador, venimos de y vamos a, y aunque pensemos en el futuro, nos enriquece una selectiva lección del pasado que nos ha dado fuerzas para ambicionar el cielo. Hubiera querido persuadir a mi amigo Augusto Salazar Bondy de que nuestro legítimo derecho a la justicia, y aun a la revolución, no podía fundarse en otra cosa que en esa acumulación americana de la que éramos gozos herederos y que negarla era simplemente condenarnos.

Eso es patente cuando llegamos a la nueva narrativa latinoamericana, porque no ha faltado quien la atribuyera a una perfecta generación espontánea o quien la hiciera miméticamente dependiente de las vanguardias europeas, sin percibir el proceso interno, evolutivo y creciente, sin observar que previamente a ella hubo una revolución poética que facilitó la audacia renovadora de la prosa, y que esa misma revolución(Vallejo, Neruda, Huidobro, López Velarde, León de Greiff, Mario de Andrade y tantos otros) se había sostenido sobre la autonomización de las letras del período internacionalista que había edificado los mecanismos artísticos. Como la narrativa ha conquistado a públicos lectores que poco o nada sabían de la evolución poética del continente, no es raro que ellos hayan sostenido la concepción de absoluta novedad y/o extranjerismo, según sus inclinaciones, lo que los periodistas pusieron negro sobre blanco.

Llegados a la época de masificación y a sus instrumentos de comunicación, la tarea crítica es más difícil y a la vez más necesaria. No hay sociedad que entre repentinamente al desarrollo económico (el cual nunca anuncia su llegada) donde no sean anegados los valores fijados por las élites anteriores y se asista al triunfo de los best sellers improvisados, encarecidos por los instrumentos de difusión, y es en esas sociedades y en esos períodos revueltos donde más urgente resulta la reestructuración de las literaturas que, aun haciendo caudal de las transformaciones habidas, procure establecer valores, órdenes, jerarquías, como esas que relucen en el pasado remoto y que no son sino la consecuencia de una larga y paciente atención crítica. En la América Latina contemporánea, el ejemplo venezolano es conclusivo sobre esta pérdida del rumbo que ha sumido en el marasmo al espíritu crítico, y ha hecho tan ardua su tarea.

Pero así como hay una crítica más académica, que examina desde una perspectiva sedimentada las obras que han conquistado un consenso aprobatorio, hay otra crítica que trabaja más asiduamente en la emergencia de esas obras, elaborándose sobre el mismo proceso que siguen las letras, juzgando sobre la marcha, eligiendo o rechazando, componiendo el tejido panorámico a medida que se mueven las lanzaderas en el telar. Más cerca de esa crítica se encuentran los panoramas aquí reunidos, aunque algunos revisan varias décadas del pasado. Lo hacen desde la perspectiva dinámica del presente productivo, desde las opciones artísticas y culturales que en él hacía el crítico, en un período histórico que no en vano se designó como el de la «literatura urgente».

Ese período fue también el de la sorprendente aparición, para los lectores comunes, de la llamada «nueva narrativa» que en 1964 cobró reconocida carta de ciudadanía en toda América. Los dos textos iniciales, «La generación del medio siglo» que prologó la antología que Marcha dedicó al conjunto literario y «Diez problemas para el narrador contemporáneo» que prologó el número 26 de la revista Casa, dedicado a la nueva narrativa, son de ese año 1964, iniciando una estimación global y panorámica del movimiento. El último, diecisiete años después, sirvió para prologar la antología de Novísimos narradores en marcha en que recogí colaboraciones de veinte nuevos narradores aparecidos después de los fastos del «boom», entre quienes está la conducción distinta de la narrativa en los años futuros. A mitad del camino, el ensayo «Medio siglo de narrativa latinoamericana» fue la introducción a la enorme antología compilada por Franco Mogni para la editorial italiana Vallechi, en 1973, bajo el título Latinoamericana 75 Narratori cuyos dos tomos son, a mi conocimiento, la más amplia u sistemática selección de la narrativa contemporánea de América Latina que se haya llevado a cabo en el exterior. Más brevemente, el ensayo «A quien leyeres, extranjero», introducía la antología norteamericana preparado por Brof y Carpenter, bajo el título Doors and mirrors, que ligaba prosa y poesía en un volumen de la editorial Grossman (1972). Los dictadores latinoamericanos no fue otra cosa que la recopilación, llevada a cabo por el Fondo de Cultura Económica de México, de los tres artículos que había publicado a la aparición de las novelas de Garcia Márquez, Carpentier y Roa Bastos sobre dictadores; el título es también de la editorial. Los demás ensayos, «La formación de la novela latinoamericana», «El boom en perspectiva» y «La tecnificación narrativa» son ensayos académicos de un proyectado libro sobre la llamada nueva narrativa, ahora que su ciclo se puede considerar concluído.

De un modo elusivo, es todo ese proceso el que se recorre con estos ensayos, aunque bajo la guía establecida por Martí: «Cada estado social trae su expresión a la literatura, de tal modo que por las diversas fases de ella pudiera contarse la historia de los pueblos, con más verdad que por sus cronicones y sus décadas».

 

 

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