Lo primero que recuerdo es el día en que perdió las gafas en Bogotá y lo llevé, de urgencias, a la oftalmóloga. Leo en la prensa que murió en Lima, a los 89 años y quiero recordar mis lecturas de algunos de sus libros, pero lo primero que recuerdo es ir con él en una van de lujo, rumbo al consultorio de una amiga, que decidió abrir su consultorio un sábado, sólo para atender al Nobel, que esa misma tarde debía leer un discurso en la Feria del Libro.
Yo era editora en Colombia del sello que publicaba a Mario Vargas Llosa y ese año, 2018, él era uno de los invitados de honor a la Feria del Libro de Bogotá. El país estaba en medio de un difícil periodo electoral en el que nos jugábamos el cumplimiento del acuerdo de paz firmado con las FARC meses antes.
La campaña presidencial se había convertido en la de un segundo plebiscito y para nadie era un secreto que Vargas Llosa también viajaba para participar de reuniones políticas y apoyar a Iván Duque, el entonces candidato de la derecha.
Busco en mi celular las fotos que ese día tomó Morgana, su hija, que fue con nosotros a la consulta. Son cuatro lindas imágenes de un examen de visión, en las que se ven el Nobel y la doctora sobre una pared amarilla, con luz perfecta.
Él está como siempre, impecablemente vestido y peinado, sentado frente a esos aparatos de oftalmología y de cara a la doctora, también impecable, con bata blanca y tomando notas.
Al ver nuevamente esas fotos pienso en cuántas más habrá tomado esa buena fotógrafa que es Morgana de la vida de su padre, el último de los autores del boom, el político, el Nobel y, al final, un señor que un día cualquiera perdió sus gafas.
Esa mañana en el consultorio, al norte de Bogotá, yo completaba 24 horas con Vargas Llosa. Estaba con él porque las editoras no sólo leemos libros, sino que, en tiempos de ferias y festivales literarios, también somos expertas acompañantes de nuestros autores. Por eso también había tenido que recogerlos a él y a su familia en el aeropuerto.
Recuerdo que de la editorial me enviaron en una van elegante con el piso de imitación madera y sillas de cuero negro. Por esos días, Vargas Llosa también era popular por su relación con Isabel Preysler, una mujer de la farándula española y madre de Enrique Iglesias. Ambos estaban en todas las revistas ¡Hola! y había falsos rumores de que no hablaba con sus hijos. Sin embargo, padre, hijos y nietas llegaron sonrientes a Bogotá y desde un primer momento fueron muy amables y agradecieron mi presencia.
Al otro día, un viernes, madrugué para ir al hotel de la familia a recoger al escritor para una primera presentación de su novedad, un libro de ensayos políticos titulado La llamada de la tribu, en los que explicaba su desilusión de la Revolución Cubana y profundizaba en las lecturas que habían marcado su pensamiento político, que él mismo definía como liberal. No era una presentación cualquiera en el contexto electoral en el que nos encontrábamos. Tampoco era una coincidencia que ese libro se publicara en un año en el que había elecciones presidenciales en seis países de América Latina con candidatos como Bolsonaro o Duque.
El acto de presentación era en el Gimnasio Moderno y en la sala no cabía un alma más. Al final del evento, como es costumbre, el premio Nobel firmó libros por un rato y luego nos llevaron a una sala donde compartió brevemente con un grupo de escritores y periodistas que habían venido a saludarlo.
El día siguió entre entrevistas y compromisos de la promoción del libro. En la van, entre un lugar y otro, conmigo y con su familia, Mario Vargas Llosa conversaba. Rara vez se dirigía a mí directamente. Hacía comentarios de política sin jamás mencionar las reuniones a las que yo intuía que asistiría, hablaba de sus recuerdos de Bogotá y opinaba sobre autores colombianos contemporáneos que estimaba. En el trato con sus hijos era fácil ver su amor de padre, especialmente con Morgana, y eran evidentes también el respeto y la admiración que los hijos sentían por él, un señor grande, que siempre hablaba con voz firme y se reía mucho.
No era una presentación cualquiera en el contexto electoral en el que nos encontrábamos. Tampoco era una coincidencia que ese libro se publicara en un año en el que había elecciones presidenciales en seis países de América Latina con candidatos como Bolsonaro o Duque.
Esa noche, cuando ya estaba de vuelta en mi casa, me entró una llamada. Era Morgana para decirme que teníamos una emergencia: el premio Nobel había perdido sus gafas y no veía nada. Le quedaban un par de días más de promoción del libro y no iba a ser capaz de leer. No tenían una fórmula y necesitaba urgentemente unas gafas nuevas.
Yo, que tengo gafas permanentes, entendí de inmediato la crisis. En ese momento ya llevaba unos buenos años atendiendo autores aquí y allá, ejerciendo mi diplomacia y enfrentando contradicciones como las que me representaba esta visita.
Pero tenía que resolver la emergencia, entonces me acordé de que mi mamá tenía una amiga oftalmóloga, hicimos un par de llamadas y al rato teníamos confirmada una cita para el día siguiente a primera hora.
El sábado muy temprano recogí a Mario Vargas Llosa y a su hija y nos subimos de nuevo a nuestra van, rumbo a la oftalmóloga. En la ruta de esa mañana tratamos de reconstruir juntos dónde se habían perdido las gafas. Él estaba preocupado, no era algo que le soliera pasar.
Llegamos al edificio y unas pocas personas a la entrada lo reconocieron y le pidieron fotos. Él sonrío y posó con ellos. Luego subimos a un ascensor lleno de gente que no parecía tener ningún interés en él. En el consultorio lo esperaban la oftalmóloga y su asistente, muy protocolarias y sonrientes, emocionadas de atender a una celebridad.
Como la doctora que nos recibía era amiga, Vargas Llosa me pidió que entrara con ellos al examen. Las saludó con amabilidad y se sentó entonces a descifrar las letras proyectadas en la pared: E, efe, pe, te, o, zeta. Ele, pe, e, de. Renglón tras renglón fue completando su examen de vista.
Dos máquinas más, unas pruebas de lectura de cerca y teníamos una fórmula. En el mismo consultorio Vargas Llosa escogió rápidamente un marco azul, sencillo y sobrio con asesoría de su hija. Luego pagó anticipadamente el marco y los lentes y la doctora se comprometió a tenerle sus gafas listas en un par de horas.
Esa misma tarde recibí un mensaje de su hija agradeciéndome por las gafas que habían llegado. Su papá ya podía leer. También me envió las fotos de ese día, que yo compartí con la oftalmóloga y que sigo guardando en mi celular.
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