Lo de Nijolė Šivickas (Kėdainiai, Lituania, 1925 – Bogotá, Colombia, 2018) siempre fue férreo. Arraigado, como el trigo a la tierra en la que se siembra, de la que nace. Tenaz y empecinada, contradijo las leyes de lo establecido para hacerse artista en la Alemania de la posguerra y, luego de emigrar a Colombia en 1950, hizo convivir los preceptos de la Bauhaus que la formaron y las esculturas precolombinas que descubrió en tierras americanas. Los fundió.
Se hizo preguntas y se acercó a responderlas en dos idiomas –lituano y español–, y a través de ese lenguaje labró un camino artístico guiado por el instinto de quien observa y se detiene, piensa y discute, cuestiona y crea. «Para mí no existe ni feo, ni bello —existe solo vivo o muerto», escribió en sus diarios de trabajo en ese dialecto propio, tan de allá y tan de acá, con el que [se] interpelaba todo el tiempo.
En el centenario del nacimiento de la artista, la Sala de Arte Bancolombia presenta la exposición Interludios. Archivo y derivas alrededor de la obra de Nijolė Šivickas, en la que se entrecruzan dos elementos cruciales para entender sus motivaciones: la primera, el archivo, que permite conocer sus reflexiones en torno a la creación, así como apreciar los bocetos que evidencian el estado primigenio de su trabajo, la idea original, y los conceptos que la soportan. Estos diarios de trabajo fueron redescubiertos a partir de un proceso de organización documental, iniciado en 2020, para contemplar mejor una obra que, si se lee con detenimiento, revela conexiones con el arte bizantino y primitivo, el expresionismo alemán y el arte indígena. Une distancias en apariencia diametralmente opuestas.
Vincula, por ejemplo, el rostro de la virgen recostado a la cabeza de su recién nacido, retrato universal, desde el hieratismo y la ausencia de volumen hasta la tridimensionalidad de una escultura abstracta que casi se derrama en un altar de hierro. Y lo hará de todas las diversas maneras que encuentre para hallar los «muchos yo» de un mismo objeto. Amante de crear imposibles –porque, ¿para qué representar lo ya existente?–, los versionó hasta el no cansancio. Para ella nunca fue suficiente.
Interludios, denominada así por, entre otros, ese hiato en el que habitó Šivickas durante casi toda su vida –ni lituana ni colombiana; ni artista ni artesana–, propone seis conceptos para que el público se acerque a la obra de una creadora que encontró la armonía en la dinámica: Tierra, Centro, Hueco, Primigenio, Cruz y Vivo; una constelación de definiciones a una ironía: «La naturaleza habla algo que uno no puede entender», anotaba en cuadernos, que a la vez revelan sus modos de entender esa naturaleza indómita y misteriosa. De, al menos, intentarlo.
La potencia de su trabajo no solo está cimentada en el barro que fundió para lograr un corpus que va desde lo figurativo hasta lo experimental, lo abstracto: una amalgama escultórica que juega con diversos tamaños hasta abarcar los volúmenes imposibles que habitan –como un personaje más– su taller, en el tradicional barrio bogotano de Quinta Paredes. El barro, «tan cómodo y tan mentiroso», que mimó con celo en cada cocción de sus hornos caseros, ardientes y gigantes, dominados por ella, tan menuda y perspicaz.
El ímpetu de Šivickas nace y permanece en las fuerzas invisibles que tensan la naturaleza, que hacen del vacío un lugar, y que con misticismo nos hablan de lo vivo y lo muerto. En lo hueco encontró el centro –equilibrio del mundo–, como las concavidades que son receptáculo de la vida, tema recurrente en su obra, que también reúne pintura, grabados y gráficos que diseccionaron el cuerpo para estudiarlo como mecanismo de lo físico, como metáfora divina que se autoexamina y se descubre.
En su casa, su núcleo creativo, aún late su energía vital: un museo repleto de obras hechas para permanecer allí e hilvanar un relato paralelo –total, sólido– que revela la idea de madre nodriza. Un espacio hueco en el que vertió su obra para dotarlo de sentido. Un lugar que hay que leer desde las pulsiones de su creadora, entregada al potencial de las cuatro paredes que podían contenerlo todo hasta no dar tregua, hasta llenarlo y habitarlo. Desbordarlo. Dispuesto a recibir presencias que supieran verlo. No como el albañil aquel que, una vez allí, le dijo que, si tuviera tiempo, él podría recrear todas esas cosas que poblaban la casa.
«Para sentir mi obra, tan solo por el silencio se puede», escribió. Convendría callar por esta contemplación para escuchar atentamente el eco de sus figuras al ser tocadas como quien llama a una puerta. El sonido de la ausencia. Su rastro presente.
Pero la exposición no solo se detiene en la obra, sino en la posibilidad de revisitarla hoy, a la luz de los años que pasan, del tiempo que nos cambia. Esta muestra habla de la belleza nostálgica del archivo, del poder de resguardar. Cada pieza nos espera porque alguien la atesoró con recelo, así como a los diarios de trabajo de la artista. Son la oportunidad de conocerla más y mejor, y de siempre sorprendernos con lo que narra.
El público está invitado a involucrarse e interrogarse, a habitar el vacío elocuente de una artista que forjó su mundo desde la mirada de mujer, de inmigrante y de creadora. De quien, a falta de certezas, moldeó preguntas y las hizo pasar por el fuego. «Por fin estoy segura de mi trabajo: no es ni creación, ni material, ni movimiento. Sólo soy otro yo en material de las tierras». Del «horno de la tierra», escribió: «Lo más bello que haya visto».
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