Traducción: Diana Agámez
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En una entrevista, Jung recordó haber predicho el ascenso al poder de Hitler simplemente escuchando los sueños de sus pacientes en los años inmediatamente anteriores al advenimiento del nazismo. Intentaba explicar con ello que la historia a menudo no es más que la conversión en acontecimiento de ciertas pulsiones del inconsciente colectivo.
Lo útil de esta teoría es la idea de que, más allá de las opiniones formalizadas por los individuos, existen creencias colectivas por así decir asintomáticas: brotan y se propagan utilizando la conciencia individual como incubadora inconsciente y permanecen sustancialmente ilegibles hasta el momento en que emergen con la rapidez de una pandemia, cuando se compactan en una sola figura de significado, ya sea atroz o virtuosa. Así descrita, la historia deja de ser simplemente un fenómeno generado por aquellas lógicas que los historiadores están encargados de descifrar, y entra de lleno en el ámbito del hacer mítico: se convierte en historia aquello que los humanos no saben qué piensan hasta que no logran producirlo para sí mismos, sintetizarlo y nombrarlo en forma de acontecimiento histórico.
La Pandemia es un acontecimiento histórico de este tipo.
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La Historia es aquello que alcanzamos a pronunciar de nuestras premoniciones. Es siempre eco de una profecía, desordenada ceremonia de una confesión, tardía detonación de instintos reprimidos durante largo tiempo. La Historia es un grito.
Quien no siente ese grito no puede escuchar, y por lo tanto se limita a observar. Aquello que provoca esa sordera es un detrito mudo: los nombres avalados por las ciencias.
Los nombres de la ciencia son las caracolas que permanecen en la arena cuando la ola del Mito se retira atraída por los campos magnéticos de las mareas.
Virus: moluscos.
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Se debería entonces pensar la Pandemia como criatura mítica. Mucho más compleja que una simple emergencia sanitaria, representa una construcción colectiva en la que diversos saberes e ignorancias han empujado en una misma dirección. Inofensivos eventos deportivos, perfiles sociales aparentemente insignificantes, gobiernos frágiles, periódicos al borde de la quiebra, simples aeropuertos, años de política sanitaria, el pensamiento de innumerables intelectuales, comportamientos sociales arraigados en las más antiguas tradiciones, aplicaciones tecnológicas que de repente se revelan muy útiles, el regreso al escenario de los expertos, la silenciosa existencia de los gigantes de la economía digital; todo ha trabajado para generar no un virus, sino una criatura mítica que, desde el inicio del virus, se ha apoderado de toda la atención y todas las vidas del mundo. Primero, y más rápido que la enfermedad misma, está la figura mítica que ha contagiado al mundo. Esa es la verdadera Pandemia: antes que tocar los cuerpos de los individuos, toca el imaginario colectivo.
Es la explosión de una figura mítica, con una potencia y velocidad desconcertantes. No es casualidad que a muchos les recordase la experiencia de la guerra. Las circunstancias prácticas son diferentes —no se dispara una sola bala, no hay enemigos—, pero lo que mucha gente ha registrado en su memoria es que el otro único acontecimiento que tuvo un efecto pandémico tan implacable fue la guerra. Instintivamente, la Pandemia se alinea con las otras grandes criaturas míticas de las que se tiene memoria y se acepta por lo que realmente es: un contagio de mentes antes que de cuerpos.
Instintivamente, la Pandemia se alinea con las otras grandes criaturas míticas de las que se tiene memoria y se acepta por lo que realmente es: un contagio de mentes antes que de cuerpos.
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Antes de la Pandemia ya se registraba una actividad sísmica inusual allí donde un cierto sentir colectivo asintomático se desbordaba hasta generar historia. En poco tiempo, varias figuras míticas de proporciones considerables comenzaron a rediseñar, como impulsadas por una urgencia repentina, el skyline mental de los humanos. Mientras la revolución digital construía imparable en todo el planeta el mito por excelencia, el de la tierra prometida, en áreas más limitadas del mundo florecían grandes relatos mitológicos de espléndida factura: la guerra contra el terrorismo, la amenaza de los inmigrantes, la emergencia del cambio climático, con un gran clásico en perspectiva: el fin del mundo. Después de décadas de aparente anemia mítica, un magma subterráneo de altísimas temperaturas parecía haber encontrado una boca desde la que erupcionar –rugido y resplandor.
Luego, la Pandemia.
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Afirmar que la Pandemia es una creación mítica no quiere decir que sea una fábula, ni mucho menos que no sea real. Al contrario, implica saber con certeza que una gran cantidad de decisiones muy reales primero la hicieron posible, luego la invocaron y después definitivamente la generaron, ensamblándola a partir de un número infinito de pequeños y grandes comportamientos prácticos. En ellos se puede leer una especie de voluntad mayoritaria, una corriente dominante, que desde hace tiempo fluía en una dirección muy clara. Se podría decir que casi todas las elecciones de cualquier tipo que han tomado los seres humanos en los últimos cincuenta años parecen haber sido a propósito para crear las condiciones de una pandemia. No necesariamente negativa o mortal, y seguramente no limitada por el estrecho marco de un suceso de tipo sanitario. Se ha trabajado mucho para crear un terreno de juego único en el que moverse con una velocidad y una facilidad nunca antes conocidas: vale la pena recordar cómo, si tenemos que elegir una palabra para nombrar esta marcha asombrosa, acabamos eligiendo, con un instinto seguro, la palabra viral. Hemos reconstruido un Todo, o mejor dicho, varios Todo. Hacer correr por ahí información, dinero, números, noticias o música cambia poco las cosas: es siempre un juego pandémico. Si un virus hace su aparición, no puede desencadenar nada más que una pandemia. Quizás no la primera vez, quizás tampoco la segunda. Pero está claro que tarde o temprano sucederá.
Puede parecer extraño decirlo, pero evidentemente es lo que estábamos buscando.
Nota: agradecemos a la Editorial Anagrama por permitirnos publicar este fragmento de Lo que estábamos buscando, de Alessandro Baricco.
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