ETAPA 3 | Televisión

Pantallazos

Uno de los protagonistas de los setenta años de la televisión en Colombia presenta su viaje histórico y vital por los principales hitos de nuestra pantalla chica. Desde las primeras puestas en escena del teleteatro a la televisión digital, ¿qué tanto hemos cambiado como televidentes?
El embrujo, 2024. Dibujo para GACETA en lápiz y acuarela de Ana Silva Fry (28 × 21,5 cm). La artista recuerda su niñez cuando, incluso rodeada de gente, quedaba hipnotizada por la televisión. No importaba qué estuvieran dando, el poder de la pantalla la hacía olvidarse hasta de su nombre. Esto la llevó a pensar en cómo la televisión reúne a la gente en una experiencia compartida que a la vez aliena, interrumpiendo la comunicación directa, anulando lo que esté pasando alrededor, suspendiendo el paso del tiempo y el peso del cuerpo.
El embrujo, 2024. Dibujo para GACETA en lápiz y acuarela de Ana Silva Fry (28 × 21,5 cm). La artista recuerda su niñez cuando, incluso rodeada de gente, quedaba hipnotizada por la televisión. No importaba qué estuvieran dando, el poder de la pantalla la hacía olvidarse hasta de su nombre. Esto la llevó a pensar en cómo la televisión reúne a la gente en una experiencia compartida que a la vez aliena, interrumpiendo la comunicación directa, anulando lo que esté pasando alrededor, suspendiendo el paso del tiempo y el peso del cuerpo.

Pantallazos

Uno de los protagonistas de los setenta años de la televisión en Colombia presenta su viaje histórico y vital por los principales hitos de nuestra pantalla chica. Desde las primeras puestas en escena del teleteatro a la televisión digital, ¿qué tanto hemos cambiado como televidentes?

Mata tu televisor

El día del funeral del libretista Fernando Gaitán, a Maia Landaburu, la actriz que fue su último gran amor, le robaron el celular. Al salir de la capilla del Gimnasio Moderno en Bogotá, mientras corría el desconcierto entre lágrimas y sabuesos, recordé al realizador audiovisual Carlos Mayolo, que bromeaba años atrás con una de sus frases desopilantes: «En Colombia la gente no va a cine por miedo a que le roben el televisor». Y sí. La televisión, mucho antes del nacimiento de los teléfonos inteligentes, había sido el objeto más preciado en los hogares, no solo colombianos, sino también de los Estados Unidos. El televisor (la tele, o «la tele letal», como reza el palíndromo del programa conducido por Santiago Moure y Martín de Francisco) ha sido el mueble de privilegio en casas y apartamentos, en oficinas y moteles, en cárceles y salas de espera, porque allí se permite, sin mayores esfuerzos, uno de los anhelos más grandes de los seres humanos: la evasión.

Cuando hizo su aparición en la sociedad colombiana, el 13 de junio de 1954 a las nueve de la noche, era muy difícil robarse un televisor. Había que robarse la casa entera. Hoy, setenta años después, se los siguen robando, pero con una diferencia: te los quitan en la calle y se los meten al bolsillo. Como el cine, como los teléfonos fijos, como los tocadiscos, todos han evolucionado, se han traicionado a sí mismos, se han digitalizado, se han robado sus respectivas esencias. «Kill Your Television» se llamaba una canción de la banda inglesa Ned’s Atomic Dustbin, y matando televisores nos la hemos pasado los seres humanos desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, cuando sospechamos, al encender nuestros smart TVs, que estamos oyendo, ahora sí, las trompetas del juicio final.

Desde hace un año largo he estado gozando de eternos insomnios en los que la televisión ha sido mi consuelo y, por qué no, esta crónica es también un homenaje al aparato que me ha salvado la vida. Todos los colombianos, sin excepción, podrían escribir su propia historia de la televisión colombiana, incluso aquellos que la detestan y dicen nunca verla. No ver televisión es también una forma de reflexionar sobre ella. Pero, por supuesto, no iba a cometer el error de aprovechar la coyuntura para despotricar de un medio fascinante y complejo.

Inteligencia natural

Busqué el número del productor de Señal Colombia, Mauricio Tamayo, para preguntarle si en «el canal» habían pensado hacer algo sobre los setenta años de la televisión colombiana. «Claro que sí: vamos a hacer una serie de clips alusivos al tema», me contestó con cierto pesar. «Estamos reventados», me dijo, con ese tono de permanente urgencia que tienen, que hemos tenido, delante o por detrás de las cámaras, los que nos hemos codeado con «el negocio de la televisión». Le agradecí a Tamayo su confianza y apagué el teléfono. Me sentí uno de los seres más solos sobre la Tierra. Encendí entonces el smart TV para calentar los dedos y practiqué el deporte que más me ha gustado desde que se inventó el control remoto: el zapping.

El vértigo siguió instalándose en mi incertidumbre: en Caracol se emitía el Giro d’Italia. En Red+, un comercial sobre medicinas para el alzhéimer. En RCN, de nuevo el Giro d’Italia. En el canal de salud, una receta que explicaba la dieta mediterránea. En el canal de Claro, La niñez de un líder. En el Canal Uno cantaban los cristianos. En CityTV, la información comercial del programa Bravíssimo. En el Canal Institucional, El mundo al vuelo. En el Canal Capital, un programa infantil. En Teleantioquia, La antioqueñita. En Telecaribe, Conexión familia. En Telepacífico, un partido de fútbol femenino. En Canal Trece, otro programa infantil. Apagué el smart TV. Demasiada información.

¿Debo aclarar que estaba en un hotel, en la ciudad de Medellín, en una habitación donde había dos smart TV, dos controles remotos y, de mi parte, un laptop y un celular? Sí. Es preciso aclararlo. Estaba lejos de casa y no tenía mi biblioteca personal para sentirme seguro. «Estás en el siglo XXI», pensé. «Ya no necesitas de una biblioteca, ni de una videoteca, ni de una discoteca. Todo lo tienes a cincuenta centímetros de distancia. En la pantalla de tu computador».

Me dirigí al refugio de internet. «No puedo, no debo escribir lo mismo que se puede consultar en la red», me dije. Pero, si no es en la red, entonces, ¿en dónde investigo? Google: Televisión en Colombia. Historia. Los datos, para el interesado o para el estudioso, eran más o menos conocidos. «En “el canal” no vamos a incluir lo que ya se sabe», me había advertido mi amigo, el productor Tamayo, y el desafío era doble. Por supuesto, el nombre del general Gustavo Rojas Pinilla saltaba en mis recuerdos, pero yo ya había escrito sobre el tema en otra ocasión. No obstante, ¿cómo explicarle el asunto a un joven lector del siglo XXI?

Encendí el televisor de nuevo. Análisis de la situación nacional a través de un noticiero. El primero de mayo de 2024, el presidente de la república, Gustavo Petro, dio un fogoso discurso, donde reivindicó las banderas del M-19. ¿Qué tiene que ver el M-19 con el nacimiento de la televisión? «No le metamos política a este asunto», me dije. Pero no podía evitarlo. La televisión fue, es y será un asunto político.

Rojas Pinilla gobernó a Colombia, tras un golpe de Estado, entre 1953 y 1957. Lo tumbó una junta militar y en 1958 nació el llamado Frente Nacional, donde hubo alternancia del poder entre liberales y conservadores. En 1970, Rojas Pinilla se lanzó como candidato presidencial para el cuatrienio de los conservadores y, al parecer, ganó las elecciones, pero por una confusa trapisonda, se decidió que el nuevo presidente sería Misael Pastrana Borrero. Un sector de la joven izquierda decidió llamar «Movimiento 19 de Abril» a una nueva agrupación guerrillera, en homenaje a Rojas y a la fecha en la que, se supone, le fueron robados los comicios. ¿Rojas Pinilla, aquel que había prohibido el comunismo durante su dictadura, se convirtió en un símbolo involuntario de las vanguardias de izquierda? Así parece.

Ese mismo general había sido el responsable de traer la televisión a Colombia. Rojas había viajado a Alemania en 1936, cuando el nazismo se consolidaba en el poder. Allá trabajó en asuntos militares que no vienen al caso, pero, en alguna ocasión, descubrió un invento en el que se podían ver imágenes emitidas a través de un mueble, como si el cine, sin necesidad de proyectores, estuviera en tu propia casa. «Algún día habrá que llevar la televisión a Colombia», dicen que dijo. Dieciocho años después, ya instalado el general en su propio laberinto, para celebrar su primer año en el solio de Bolívar, sería el mismo «Gurropín» (así se le conocía a Gustavo Rojas Pinilla, de manera coloquial, echando mano a sus iniciales) quien apareciera por primera vez en los cuatrocientos receptores de televisión que llegaron al país.

Esa noche se presentó el primer dramatizado colombiano. Esto es, una pieza teatral, adaptada para la pantalla en blanco y negro, escrita y dirigida por un tío mío llamado Bernardo Romero Lozano. Su esposa, Carmen de Lugo, y su hijo, Bernardo Romero Pereiro, formaban parte del elenco. La pieza interpretada se llamó El niño del pantano y dio la largada para lo que pronto se llamaría los «teleteatros». Romero Lozano era hermano de mi papá, autodidacta y apasionado por las historias para la escena, para la radio, para el cine y, a partir de ese momento, para la televisión. Sin proponérmelo, el aparato en cuestión comenzó a formar parte de todas mis familias. Aún hoy tengo en mi casa uno de los primeros televisores que llegó a Colombia. Era de mi abuelo materno, don Emiliano Rey. Un mueble pesado que terminé heredando, aunque tuviese sus tubos fundidos para siempre.

Pienso en todas las horas en las que pasé sentado frente a esa pantalla, viendo los programas infantiles de Gloria Valencia de Castaño o de Alejandro Michel Talento. Pero esto sucedió después, mucho después. Entre 1955 y 1959 (este último, el año en que nací), la televisión colombiana combinó en su programación los discursos oficiales con los noticieros, la música local con el humor, las series norteamericanas —conocidas como «enlatados», porque se trataba de producciones realizadas en cine y sus imágenes llegaban en latas que protegían el celuloide— con las historias de ficción puestas en vivo dentro de los estudios, como si se tratase de obras de teatro. Hoy nadie hace dramatizados en vivo. Se graba, se repite, se corrige, se borra, se edita. En la primera década de su existencia, la televisión, salvo los noticieros internacionales y las series dobladas al español, todo se emitía sobre la marcha, convirtiendo los errores en un recurso de la creación. El modelo venía de la radio y, por extensión, del teatro. Se ensayaba mucho (no tanto como una obra creada para la escena, pero sí lo suficiente como para solventar los accidentes en vivo) y el público se resignaba a ver lo que se le ofrecía, porque solo había un canal que comenzaba al final de la tarde y se extendía hasta el borde de la medianoche. La imaginación era en blanco y negro. Los receptores se demoraban en calentar y tenían sendos botones para corregir los caprichos frecuentes de la imagen.

 

En 1955, ocho de los treinta y seis programas que ofrecía la parrilla de programación de la tv colombiana eran educativos, el fervor pedagógico se apagó pronto por falta de presupuesto. En la década de 1960, con apoyo de la OEA y la Universidad de Stanford, se relanzó una tv educativa dirigida al público infantil, ligada al plan de estudios del Gobierno nacional y sujeta a una programación regular.

En primera persona

Creo que fue en 1962 cuando vine por primera vez a Bogotá con mis padres. El tío Bernardo me llevó a conocer las entrañas de la televisión en los desaparecidos estudios de San Diego, al lado de la Biblioteca Nacional. Pesadas cámaras capturaban las imágenes, con actores camuflados en sus personajes, bajo potentes chorros de luz cálida, mientras en un cuarto aledaño se musicalizaba, se controlaban los encuadres que llegarían, quién sabe con cuánto tiempo de retraso, al televisor de mi abuelo. Me encantaba venir a Bogotá en las vacaciones, durante la década del sesenta, no solo por los viajes con mi tío, sino porque en la capital había un segundo canal que se conocía como «el Teletigre». Yo adoraba la televisión, pero hablaba poco sobre ella con mis parientes que la realizaban. En realidad, estaba más enterado por mis tías de Buga y, en particular, por mi tía Nelly. Allá, en esa ciudadela del centro del Valle del Cauca, el televisor estaba situado en la gran casa de los Romero Lozano, como un altar, en el comedor, frente al cuadro del paterfamilias y otro del Sagrado Corazón. Muchos años después, mi primo Romero Pereiro me contaba de sus llamadas a la tía Nelly para que le comentara cómo le parecían los programas que  empezó a escribir y a dirigir. Nelly era eso que se llamaba «una espectadora promedio». Lo sabía todo sobre la televisión. La encendía cuando empezaba la emisión y, mientras trenzaba la lana entre agujas, se aprendía la parrilla completa, hasta que terminaba la señal. Con Nelly, por ejemplo, vi una telenovela que se llamaba Candó, la cual sucedía en el departamento del Chocó, el lugar de origen de mis abuelos maternos. Pero se trataba de un Chocó de cartón piedra, con Julio César Luna como un villano que, según recuerda mi mente infantil, era de origen alemán. Mi tío Bernardo actuaba, creo que sentado en una silla de ruedas. A Bernardo le encantaba actuar, no solo escribir y dirigir. Actuó hasta el año en que murió. A veces me gusta ver a Bernardo en la película que, sobre la novela María, de Jorge Isaacs, hicieron unos mexicanos, bajo la dirección de Tito Davison. Cuando se estrenó la película en salas, Bernardo papá ya había muerto. Corría el año  1971. A veces pasan esa versión de María, cómo no, por la televisión.

En mi casa caleña no hubo televisión hasta 1970. Aunque vivíamos en un barrio con todas las comodidades, mis papás eran artistas y, por consiguiente, docentes con los billetes contados. Con gran esfuerzo, compraron un pesado aparato que pusimos en el cuarto de los huéspedes, con el propósito central de ver el Mundial de Fútbol que sucedía en México. Creo que nunca me volví a emocionar tanto con el balompié como con el equipo de ensueño del Brasil de Pelé. Pasaban algunos partidos en directo y otros los emitían tarde en la noche, en emisiones diferidas. Ese año actué por primera vez en el Teatro Municipal de Cali y descubrí mi vocación para los sacrificios de la escena, la cual se extiende hasta el sol de hoy. La televisión, entre mis profesores de teatro, no se veía con buenos ojos. Era un asunto «comercial». Y, en efecto, la ilusión educativa de Rojas Pinilla y su entorno se fue diluyendo con la consolidación del sistema de programadoras. Poco a poco, los espacios eran interrumpidos por tandas de comerciales. Las agencias de publicidad se esforzaban por vender productos gracias a los seductores destellos del blanco y negro. Los fundamentalistas consideraban que la televisión se había convertido en una vitrina interrumpida por melodramas. Con el tiempo me daría cuenta de que el melodrama no era sinónimo de mal gusto ni que la seducción del público televidente era tan banal y tan sencilla como se consideraba desde las tribunas de las vanguardias del arte.

En los años setenta, la música popular entraba por los ojos. Se divulgaba a través de programas con bailarinas en minifalda y apasionados cantantes que casi siempre doblaban sus temas. Así mismo, apareció un programa que se llamó Operación Ja–ja, el cual terminaría convirtiéndose en Sábados felices, donde se contaban chistes que me hacían reír a carcajadas. Y esos chistes los repetía en el colegio, en Buga, en Bogotá, en cartas a mis parientes. Sí. La televisión se te pegaba como el himno nacional. En el colegio hablábamos de la televisión, en los viajes a otras ciudades el lugar común era la televisión y, luego lo entendí, la ideología se patentaba a través de la televisión. Los presidentes de la república daban largos discursos que los adultos oían con atención. Recuerdo muy bien a Carlos Lleras Restrepo mostrando su reloj y enviando a los colombianos al toque de queda generalizado para calmar la ira popular. En medio del rigor de alocuciones y noticieros, terminaban triunfando Yo y tú, La isla de Gilligan, Los Thunderbirds, TV Hipódromo, Batman o Los Picapiedra. Un año antes, en unas vacaciones en Bogotá, vi unas sombras grises en la pantalla. Mis parientes cachacos me explicaron que se trataba de la llegada del hombre a la Luna. Todos se pusieron la mano en el pecho. Cuarenta años después vi un mockumentary en el que se aseguraba que dicha transmisión era, en realidad, una puesta en escena dirigida por Stanley Kubrick. Aún hay gente que cree en dicha leyenda. Pero yo sí creí que aquella mancha blanca era el astronauta Neil Armstrong y se lo agradecí a la televisión.

En 1977 viajé por primera vez a Estados Unidos y, más allá del impacto que me produjo llegar al país donde todo era posible, me fasciné con la televisión a color y con la multiplicidad de canales que funcionaban las veinticuatro horas del día. Tenía dieciocho años y la cinefilia comenzaba a apasionarme tanto como el teatro. En los receptores gringos se podían ver películas de todo tipo y enriquecer los inmensos baches que un provinciano nacido en un país siempre en conflicto estaba condenado a padecer.

Las pantallas en Colombia fueron saliendo del blanco y negro hacia 1979. Todo fue muy lento y solo hasta el Mundial de Fútbol de 1982 se pudo ampliar el prisma de la imaginación. Recordé entonces un libro que guardaba en mi biblioteca: Historia de la televisión colombiana, una amorosa compilación y reflexión gestada por Fernando Fabián Sarmiento Ranauro. Siempre pensaba que allí podría encontrarse todo lo que se quería saber acerca del tema, pero que el intelectual cejijunto no se atrevía a consultar.

Cuando regresé a la ciudad de Bogotá, con un primer borrador de estas líneas, me lancé sobre el libro de Sarmiento Ranauro y casi pido pista en el hospital de los pacientes sin retorno. Mil doscientas noventa y nueve páginas reunían la historia de nuestras imágenes hasta el año 2020. Asumiendo que ya había perdido me aferré a mis propios recuerdos. A ellos nadie puede llevarles la contraria.

Vine, DVD y vencí

La memoria se convierte en una colección de ¡ah, pero claro! que te ayudan a sobreaguar en el pantano. Cerré entonces todos los libros y seguí adelante. Debía resumir siete décadas y llevaba, mal contados, veinticinco años. No importaba. Retomé el camino con una década que no tiene pierde: la década del ochenta. Cuando pienso en los ochenta, los asocio con la consolidación de las grabaciones en video y, por extensión, con el video casero y el Betamax. La televisión colombiana comenzó a competir con el azar. Ya no se trataba de «verse obligado a», sino que el espectador escogía lo que su gusto permitía grabar. Gracias a tantas posibilidades, podíamos ver desde un incunable de Alfred Hitchcock hasta el naciente MTV. De allí al VHS no habría sino un paso.

En aquella década, el cine colombiano se atrevió a formular una desigual competencia con la televisión. No logró desbancarla, pero realizadores de la gran pantalla (Jorge Alí Triana, Carlos Mayolo, Lisandro Duque) le aportaron a la tele sus recursos, en ambiciosas producciones como Los pecados de Inés de Hinojosa, Azúcar o María. Al mismo tiempo, aparecieron espacios como Yuruparí, dirigido por Gloria Triana, donde los dieciséis milímetros ayudaron a descubrir los países en el interior de Colombia. Mientras Focine intentaba crear un público con su espacio denominado Cine en televisión, la industria consolidaba su espectro con formatos como el de la comedia, con la mirada de Pepe Sánchez (Don Chinche, Romeo y Buseta) o el tándem Romero Pereiro–Daniel Samper Pizano con Dejémonos de vainas.

En mi caso, terminé trabajando en el cine caleño. Pero el corto verano de la anarquía cinematográfica se detuvo, al menos para mí, a finales de los ochenta y terminé abriéndome nuevos caminos en Bogotá, tanto en el teatro como en la televisión. El mundo se precipitó hacia el nuevo milenio y, con él, los llamados «lenguajes audiovisuales». No obstante, en la década del noventa, se consolidó mundialmente el reinado de la telenovela colombiana como un formato —algunos insisten en llamarlo «un género» y, de repente, hasta tienen la razón— donde los protagonistas terminaron siendo muchos libretistas individuales (Juana Uribe, Dago García o el ya citado Fernando Gaitán) que pusieron toda la carne en el asador y configuraron la industria de la escritura, reemplazando los viejos modelos de sus primeros padres (Julio Jiménez, Fernando Soto Aparicio o el citado primo Romero Pereiro).

Es muy probable que el siglo XXI no haya empezado en la televisión colombiana en el año 2000 sino que, en realidad, se fraguó en 1998 con la consolidación de los canales privados. Y con ellos, la multiplicación de los panes y de los peces audiovisuales. Dos canales de mirada empresarial, tres canales públicos, la creciente ola de canales regionales y canales locales, las antenas parabólicas, la competencia de la televisión por suscripción, hasta llegar al monstruo de mil cabezas de la digitalización de la imagen y de las plataformas de streaming.

Hoy por hoy, muchos se preguntan si la televisión, tal como la conocimos, sobrevivirá al borrón de las fronteras del mundo del entretenimiento. Si Netflix, el paradigma de la ficción en los tiempos que corren, terminó produciendo la película perdida de Orson Welles, o distribuyendo a monstruos sagrados como Martin Scorsese o David Lynch, significa que los tiempos seguirán cambiando mucho más que en las utopías juveniles de Bob Dylan. Por lo demás, el signo de la muerte es una marca indeleble para los inventos y las generaciones.

La televisión colombiana no es una excepción. El año pasado, para seguir con los ejemplos en primera persona, publiqué una novela titulada ¿Qué pasó con Seki Sano?, en la que cuento la gesta del maestro japonés que consolidó la formación de actores en nuestro país. Al revisar los nombres de los alumnos que pasaron por su claustro, solo quedaban con vida unos pocos representantes de esa generación irrepetible. De hecho, los que yo había tratado y me habían seducido con el tema (Santiago García, Pepe Sánchez, Fausto Cabrera) habían hecho mutis por el foro.

Escribo en el año 2024: hay una generación de jóvenes colombianos que nunca ha visto la televisión de su propio país. Ha crecido con Internet y los nombres de Pacheco, Héctor Ulloa, María Eugenia Dávila o, incluso, Amparo Grisales, ya no les dicen nada. ¿Qué sigue firme en el imaginario de los espectadores? Me atrevería a simplificar la respuesta diciendo que las artes vivas (los conciertos, las rumbas, las ferias, los festivales, incluso el teatro) conviven en sana competencia con el ciberespacio. Es decir, con las creaciones mediáticas. En la Televisión Digital para Todos (es decir, la que nos permite ver la imagen de «la tierrita») los formatos cambian de maquillaje (las series, los realities, los soportes visuales de los noticieros, los programas de opinión), pero aún persiste el anhelo de inventarse una televisión que se parezca a Colombia o, lo que se sospecha, una Colombia que termine pareciéndose a su televisión.

Hoy, las imágenes las hacemos todos. Las cámaras de los smartphones son el ojo de los espectadores. Y compiten con las miradas de la televisión que aún respeta los horarios. Sin embargo, Colombia es un territorio que se rige por identidades dictadas por la radio y por sus pantallas locales. Quién sabe si el que robó el celular de Maia Landaburu en el funeral de Fernando Gaitán se haya dado cuenta de que no solo se llevaba la memoria de una actriz, sino también que estaba borrando los testimonios secretos de una época que, al parecer, está próxima a cambiar de canal para siempre.

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