Una veinteañera de pelo naranja llamada Leeloo se levanta de la mesa del computador, va a la cocina y, en un aparato similar a un microondas, mete un plato hondo en el que ha tirado una especie de pastilla. Pulsa un botón, el aparato se enciende y, al instante, Leeloo saca el plato con la pastilla convertida en un pollo asado entero acompañado de vegetales, tan grande que a duras penas puede cargarlo. Es el año 2263.
Pienso en esta escena de El quinto elemento, película de ciencia ficción del director francés Luc Besson, al leer lo que dijo hace algunos años el profesor de Oxford Tom Scott-Smith, autor del libro On an Empty Stomach, aún no traducido al español y que aborda el papel de los trabajadores y de las agencias humanitarias en el manejo de las hambrunas: «Algunas ideas nunca desaparecen. En particular, sigue reapareciendo la idea de un alimento en polvo o en pastilla perfectamente balanceado».
Lo que la pastilla convertida en pollo muestra como fantasía futurista es en realidad una obsesión ya un poco vieja de científicos y políticos que en Colombia tomó forma de polvo blanco y el nombre de «Bienestarina».
En 2026 se cumplirá medio siglo desde que el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) comenzó a producir y suministrar gratuitamente ese producto entre familias pobres como forma de luchar contra la desnutrición. Hoy lo llaman oficialmente «alimento de alto valor nutricional» y, según el ICBF, hace parte de la dieta de 2,2 millones de personas —la mayoría niños entre seis meses y cinco años— a quienes se los da para que lo consuman como complemento nutricional en preparaciones con otros alimentos. Aunque eso no es cierto para todos: una evaluación de 2012, contratada por el mismo Gobierno, concluyó: «La Bienestarina, más que complementar la alimentación del hogar, sustituye alimentos básicos en los hogares con mayor pobreza».
Al estar directamente vinculada a la discusión sobre el hambre en Colombia, la Bienestarina ha caído en medio de distintos debates en estos casi cincuenta años en los que se ha metido en la mesa de tres generaciones: que si realmente se necesita en un país con alta capacidad de producción de alimentos; que encarna el marchitamiento del agro colombiano al ser fabricada en buena medida con insumos extranjeros (recientemente el ICBF comenzó a usar chontaduro y sacha inchi colombianos); que usa soya estadounidense genéticamente modificada; o que, a la luz de nuevas formas de clasificar los alimentos, hay sectores académicos, científicos y de la sociedad civil que la incluyen dentro de los nocivos ultraprocesados. A lo que se suman escándalos, como cuando los medios denunciaron que la estaban usando como comida para cerdos.
Pero nada de eso la ha tumbado, y está tan incorporada en la mesa de la gente pobre, que la cultura popular la ha metido en el costal de alimentos a los que les achaca propiedades mágicas como curar el cáncer, ser afrodisiaco, provocar partos de gemelos y maldiciones como impotencia sexual y esterilidad. Mitos que han crecido y han obligado al ICBF a negarlos en sus propias cartillas.
—¿Cuál de todos te creíste tú, Mayla?
—Yo, ninguno. Pero había gente que me decía que por la Bienestarina había mucha impotencia. Gente que no la probaba.
Mayla Meneses ríe mientras responde la pregunta por teléfono desde el barrio Potosí, de Ciudad Bolívar, localidad del sur de Bogotá. No hubo un día en sus veintinueve años como madre comunitaria del ICBF en que no cocinara con Bienestarina para los niños que cuidaba: «Nos regíamos por una minuta del Instituto. En la mañana era colada de Bienestarina; al otro día podía ser arepa de Bienestarina; al otro día, en el almuerzo, debíamos aplicarle Bienestarina a una poteca de auyama».
Su inclusión en la mesa ha sido adobada, además, por una historia de tintes patrióticos que le da un halo mucho más romántico: cuenta que la Bienestarina es una gesta colombiana. Pero es más bien una herencia. Su origen está ligado al entramado de los intereses geopolíticos y corporativos de una época en la que se moldeó la forma como entendemos hoy qué es un alimento. En la que, como dice el profesor Scott-Smith, hizo carrera esa idea rara de fabricar el alimento perfecto.
«Más proteína, no solo más comida»
Médicos e investigadores que trabajaban para la Corona británica detectaron en la década de 1930 que niños africanos menores de cuatro años sufrían una enfermedad con síntomas que variaban entre edema, manchas en la piel y diarrea constante. La conclusión fue que se debía a déficit de alimentación y, en particular, a falta de proteínas: moléculas encontradas sobre todo en alimentos de origen animal, como las carnes y la leche, que cumplen funciones que van desde la formación de músculos hasta la defensa de infecciones. Así comenzó a tomar forma el concepto de desnutrición, que solo a mediados del siglo XX se volvió un problema de preocupación mundial.
Esa historia la retoma la nutricionista e investigadora colombiana Luisa Fernanda Rojas como un antecedente necesario para explicar, como lo hizo en su tesis de maestría en salud pública, el origen histórico de la Bienestarina.
Puesto el ojo en las proteínas, se desencadenó una cruzada que hoy sigue teniendo efectos. Primero, y tras la Segunda Guerra Mundial que terminó en 1945, instituciones nacientes del sistema de Naciones Unidas como la OMS, Unicef y la FAO lideraron intervenciones en las que les brindaban a las poblaciones desnutridas leche en distintas presentaciones —por ejemplo, en polvo o desnatada— y otros alimentos llevados desde Estados Unidos. Las enormes beneficiadas fueron oenegés de ayuda humanitaria como Caritas y Care, encargadas de la distribución de los alimentos en muchos países.
Luego, la apuesta fue poner la ciencia a desarrollar productos ricos en proteínas que pudieran remplazar la leche, ante la imposibilidad de suministrarla permanentemente como ayuda humanitaria. La OMS creó en 1955 un Grupo Asesor de Proteínas con aportes de la Fundación Rockefeller que, bajo la batuta de investigadores gringos, comenzó a hacer experimentos para producir, entre otros, mezclas de vegetales ricos en proteínas como la soya y la semilla de algodón.
Sobre la mesa también estaba como opción impulsar el desarrollo agropecuario y las reformas agrarias en los países más afectados para que fueran más eficientes en la producción y el suministro de alimentos a sus ciudadanos. Pero las organizaciones internacionales priorizaron, explica Rojas, respuestas rápidas, aunque parciales, como las intervenciones nutricionales con comida extranjera y el estudio científico de la proteína.
Esa confianza inquebrantable en la ciencia era un signo de la época. Un reportaje de The New York Times describía en 1970, por ejemplo, cómo científicos estadounidenses trabajaban en el desarrollo de las llamadas proteínas unicelulares, productos alimenticios hechos a partir de «organismos unicelulares [que] pueden convertir una libra de material “desecho” (como petróleo crudo, gas metano, bagazo, periódicos viejos, etc.) en […] aproximadamente media libra de proteína pura. Además, pueden cultivarse en fábricas, en un tipo de granja que no depende del clima ni de pesticidas». El objetivo de los experimentos, decía el periodista, era «más proteína, no solo más comida».
En 1971 el ICBF imprimió cartillas y documentos educativos para padres de familia y docentes en los que hablaba tanto de alimentos comunes y corrientes como de las mezclas vegetales. A todos les puso ahí etiquetas con su aporte de nutrientes. Eso hacía ver, dice, que una naranja no era simplemente una fruta, sino un conjunto de nutrientes que había que conocer antes de decidir si comerla o no.
La dieta impuesta
Robert S. Harris era uno de esos científicos comprometidos con la búsqueda de soluciones a la desnutrición desde un laboratorio del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés). A sus cuarenta años, este hombre rubio, de cabello ordenado y siempre de corbata o corbatín, ya había servido como asesor nutricional del Gobierno gringo en la Segunda Guerra Mundial y contaba entre sus logros con la creación de una sopa en polvo distribuida entre civiles agobiados por la falta de alimentos en medio de los enfrentamientos. También había participado en la formulación de raciones más nutritivas para las tropas de su país y de mezclas vegetales industriales para niños que iban a la escuela.
El MIT, las fundaciones Rockefeller, Kellogg y la Organización Panamericana de la Salud (OPS) habían impulsado la creación y operación de institutos de nutrición en México y Colombia a comienzos de los años cuarenta. En 1945, el Gobierno del recién elegido presidente de Guatemala, Juan José Arévalo, buscó a esas instituciones para desarrollar un proyecto de investigación en nutrición en medio de su política de lucha contra el hambre. Rápidamente se les unió la FAO. Harris fue el primer invitado a ese país centroamericano para tantear el tema y cuatro años después nació, producto de esos contactos, el Instituto de Nutrición de Centro América y Panamá (INCAP), un esfuerzo pionero en el sur global que involucraba a Costa Rica, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Guatemala y Panamá.
El INCAP nació cuando en el mundo se daban movidas geopolíticas trascendentales alrededor de la comida. Estados Unidos tenía sobreproducción de alimentos y, como flamante ganador de la guerra, comenzaba a establecer una política de donaciones y venta a bajo costo de alimentos entre sus aliados. Era, claramente, una forma de hacer amigos en medio de la Guerra Fría con la Unión Soviética. No fue una coincidencia que la mayor parte de la leche en polvo que les llegaba a poblaciones desnutridas del sur global a mediados del siglo XX proviniera de fábricas gringas. La dieta norteamericana se implantaba como modelo de alimentación para los desnutridos de otros países. Sin embargo, dice la historiadora Corinne Pernet, la premisa fundacional del INCAP fue: «Cada país posee los componentes para una buena nutrición dentro de sus propias fronteras geográficas y será capaz de enfrentar sus problemas nutricionales».
Era un espíritu explicado por el furor nacionalista que se había infundido en el Gobierno de Arévalo; pero también influenciado por Harris, un científico que, habiendo ayudado a forjar intervenciones alimenticias en población desnutrida a punta de comida extranjera, ahora rescataba el poder de las dietas locales. Tras su paso por México, antes de llegar por primera vez a Guatemala en 1945, escribió un artículo en Science en el que, resume Pernet, «argumentó que se debía examinar cuidadosamente la calidad nutritiva de los alimentos en el contexto de los hábitos alimentarios locales, citando su propia sorpresa al descubrir que la dieta a base de maíz de las poblaciones indígenas en México era más nutritiva que las dietas de la clase media en Boston». Los estadounidenses, dijo años después, eran el pueblo «más alimentado, no el mejor alimentado».
Pero la posibilidad de que el INCAP mantuviera esa filosofía se desvaneció rápidamente en medio de un enorme juego de intereses políticos y comerciales, tal y como lo cuenta Pernet.
El presupuesto del INCAP debía provenir principalmente de los seis países que lo integraban, pero muy pronto comenzaron a retrasarse o a no pagar su contribución. Eso llevó a que dos terceras partes de la plata las aportaran externos, entre los que estaban la FAO y Unicef, e industrias gringas poderosas como la United Fruit Company (hoy Chiquita Brands), gran poseedora de tierras en Guatemala; Quaker Oats Company, conocida por la producción de avenas y cereales, y la Miller’s National Federation, asociación comercial que representaba a los molineros de harina de trigo de Estados Unidos. La dependencia de financiación extranjera incidió en las investigaciones que emprendía el INCAP.
Cuando en Guatemala detonó a comienzos de los cincuenta la preocupación por el alto número de muertes por desnutrición de niños entre uno y cinco años, en el Instituto propusieron desarrollar un alimento de proteína vegetal para suplementar la dieta; que fuera —cumpliendo con sus principios— hecho a partir de plantas locales y adaptable a los hábitos de la población. Pero la FAO se opuso. «Aunque los nutricionistas de la FAO aceptaban que “muchas plantas de alto valor nutricional […] ya están disponibles dentro de la región”, eran mucho menos optimistas sobre la idea de que “producir más de los alimentos de origen vegetal que actualmente se consumen” sería suficiente para garantizar una buena nutrición», escribe Pernet citando archivos de esa organización. «A pesar de admitir que había solo “escasa evidencia clínica” para sustentar su afirmación, los nutricionistas insistieron en que “podría ser necesario un cambio considerable [de los hábitos alimentarios]; […] podrían requerirse más alimentos de origen animal —leche, carne y pescado— para proporcionar una dieta bien equilibrada”».
El «cambio considerable» al que se refería la FAO, secundada por Unicef, consistió en llevar leche en polvo estadounidense a niños y demás población desnutrida en Guatemala y Centroamérica, así la leche no fuera un alimento propio de la dieta de esas poblaciones.
El INCAP hizo una advertencia lógica: llegado el día en que las agencias internacionales no pudieran garantizar más donaciones o venta de leche a bajo precio, ¿qué pasaría con la gente que ya se había acostumbrado a ella porque había cambiado su dieta? La nueva realidad llevó al Instituto a montarse en la ola de los estudios mundiales de las proteínas y propuso un proyecto de procesamiento de alimentos autóctonos que permitieran desarrollar productos que sustituyeran la leche en países afectados por la desnutrición y donde no era viable producirla. Eso sí les interesó a Estados Unidos, a Europa, al naciente Grupo Asesor de Proteínas de la OMS y a las compañías de procesamiento de alimentos.
De ahí salió la Incaparina, una mezcla vegetal lanzada en 1959 que juntó alimentos cultivados en Guatemala como el maíz y las semillas de algodón, y fortificada con nutrientes como vitamina A, calcio y riboflavina. La ciencia lo había logrado.
El INCAP la presentó como un sustituto de la leche que era económico, de origen local y podía insertarse fácilmente en la dieta regional al prepararse en colada como el atole, una bebida ancestral centroamericana. El Instituto logró así darle forma a su principio de trabajar con alimentos locales, pero circunscribiéndose a las lógicas de las agencias internacionales, metidas de lleno en aquella visión nutricional del hambre que había puesto el foco en las proteínas para crear fórmulas mágicas que permitieran afrontar el problema.
Lo que vino a continuación fue una enorme campaña para legitimar el producto entre la población y así poderlo vender. El INCAP les dio licencias de producción y comercialización de la Incaparina a las empresas de procesamiento de alimentos, y la gran ganadora fue la estadounidense Quaker (sí, financiadora del INCAP), que según reportes del Instituto se quedó con los permisos para Brasil, Costa Rica, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Perú, Venezuela y Colombia.
Para 1966, escribió Richard Shaw, asesor económico del INCAP, en un boletín de la FAO, Unicef y el Grupo Asesor de Proteínas de la oms (documento rescatado para este artículo), proyectaban vender 30.000 toneladas por año en América Latina, con un potencial retorno a los productores de 10 millones de dólares anuales (unos 94 millones de dólares de hoy).
Una naranja no es una naranja
En 1960, funcionarios de los Gobiernos de Estados Unidos y Colombia hicieron una encuesta (que rescatamos para este artículo) sobre la situación nutricional de las Fuerzas Armadas y de la población civil. La conclusión fue que la gente consumía menos alimentos de los indicados y, por lo tanto, encontraron un déficit de proteínas. Los investigadores plantearon soluciones en dos vías, las mismas desde que la desnutrición comenzó a ser un problema de interés mundial: desarrollar la producción alimentaria «mediante la expansión de las industrias ganadera, avícola y pesquera». Y, para emergencias y el corto plazo, el «desarrollo inmediato de alimentos económicos y ricos en proteínas, como la Incaparina».
Por eso no sorprende que cuando Quaker trajo la Incaparina a Colombia en 1963, el Gobierno le ayudara a impulsar su consumo. De acuerdo con la investigadora Rojas, en 1964 el Instituto Nacional de Nutrición «se vinculó en un proyecto de asesoría dirigido al Ministerio de Salud Pública para introducir la incaparina en la alimentación preescolar, el cual contó con el apoyo técnico y económico de la OMS, la FAO y Unicef».
Y el mercado hizo lo suyo: para 1970 ya había en Colombia otras tres empresas metidas en el negocio de los «polvos nutritivos»: Bavaria creó el Pochito (mezcla de harina de arroz y harina de fríjol de soya sin grasa); Molinos Santa Rita, empresa del Valle, desarrolló la Colombiharina (harina de arroz y harina de soya sin grasa), que aún hoy se vende; y la gringa Corn Products Corporation, conocida por fabricar la Maizena, desarrolló Duryea (maíz y harina de soya sin grasa).
En la competencia por vender «el más nutritivo» instalaron, con la ayuda del Gobierno, un discurso que trastocaba la forma tradicional de relacionarse con los alimentos. Rojas pone un ejemplo iluminador: en 1971 el ICBF imprimió cartillas y documentos educativos para padres de familia y docentes en los que hablaba tanto de alimentos comunes y corrientes como de las mezclas vegetales. A todos les puso ahí etiquetas con su aporte de nutrientes. Eso hacía ver, dice, que una naranja no era simplemente una fruta, sino un conjunto de nutrientes que había que conocer antes de decidir si comerla o no. Es una mirada, dicela historiadora Pernet, que promueve una concepción de los alimentos carente de significados culturales.
Sin embargo, eso fue útil para «posicionar las mezclas vegetales disponibles en el país como alimentos de necesario consumo», concluye Rojas.
El ICBF comenzó en 1976 la producción y el suministro de Bienestarina, una mezcla de harina de soya sin grasa, harina de maíz opaco-2, harina de arroz, leche en polvo, vitaminas y minerales. Lo justificó como una respuesta a la crisis mundial de producción de alimentos que había comenzado en 1972, que acabó con las donaciones gringas y, por lo tanto, obligaba al país a encontrar sus propias soluciones para enfrentar la desnutrición.
Pero que una de esas soluciones haya sido precisamente la Bienestarina no puede desligarse del contexto previo: la cooperación con Estados Unidos, los lineamientos de agencias internacionales como la FAO y Unicef, la publicidad de la industria de alimentos y la estrategia educativa nutricional que venía implementando el Gobierno.
Ese contexto sirvió como base política —si se quiere ideológica— para que Colombia desarrollara su propio «polvo nutritivo». Y sirve como base, a su vez, para abordar los debates que aún hoy detona este producto.
El «cambio considerable» al que se refería la FAO, secundada por Unicef, consistió en llevar leche en polvo estadounidense a niños y demás población desnutrida en Guatemala y Centroamérica, así la leche no fuera un alimento propio de la dieta de esas poblaciones.
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