Muchas veces lo olvidamos, pero son los alimentos el resumen de una historia. Es más, parecieran estos ser el tránsito de una historia. Resumen en la diversidad de sus texturas la noble historia de la brisa y del rocío, la suma elemental del sol y de la tierra. Somos nosotros quienes, con las manos y una férrea voluntad, armonizamos dichas fuerzas. Quienes, con cuidado, tejemoscapa a capa la simiente que en el lecho oscuro de las bases dará a luz el sustento de los días. El fruto de ese trabajo común se convertirá en savia viva que nos asegurará un día más sobre esa misma tierra. Acaso se cultiva la tierra tal como se va cultivando la vida.
Hace pocos cientos de miles de años domesticamos el indomable fuego; cocer las plantas y el fruto del rececho amplió las posibilidades de la vida, aun cuando, como advertía Calasso, «el mayor peligro de la vida reside en que el alimento de los hombres está hecho enteramente de almas». Cazar y recolectar fueron estos modos de avanzar en medio de valles, ríos y montañas. Tomar un poco del alma salvaje del mundo revestía de peligro cada uno de los días. Cada uno. El azar se fue haciendo cada vez más metódico y se tornó, para el caso, agricultura y pastoreo. Intentamos y logramos domesticar el azar y encontramos el ánima propia de este movimiento. El sacrificio se ritualizó y, además de calmar a los sedientos dioses, aseguraba la fertilidad de la tierra, reforzando la cohesión de los viandantes. Nos alimentamos del alma animal y vegetal, sí, y en este ejercicio recreábamos simbólicamente el equilibrio cósmico, purificando y restaurando el orden natural. Domesticamos, también así, las formas de la violencia. Esta violencia ritualizada extendía nuestro tiempo de vida y vehiculaba, a su vez, tensiones que se gestaban en el seno de la vida social. Pero las almas de las plantas también nos alimentan, quien las consume se refuerza como cazador de almas. Para algunos pueblos fuimos hechas de maíz, otros encontraban en un grano de arroz el hogar de siete dioses, el trigo fue para otros tantos un camino de iniciación. El alma de los días habitaba en cada grano, en cada hoja, y el conocimiento de esa galaxia de formas vegetales y fúngicas, de sus usos, de sus poderes ocultos hacía de aquel que lo poseía una suerte de hombre tutelar que recibía de la divinidad misma la luz que iluminaba los oscuros tiempos del hambre y de la enfermedad. Grano a grano, gota a gota, el espectro de nuestra dieta se fue ampliando y con ello el perímetro de sus posibilidades.
Más alimentos se integraron a la mesa y más conversaciones y gestos se sumaron a nuestra vida. Pensar la tierra y la prosecución de sus frutos exigía asimismo entender las señales venidas del cielo. Leer el cielo para escribir con ello sobre las negras páginas de la tierra nos permitió determinar paso a paso las variables de esa divina ecuación estacional. Conocer los misterios de la vida no solo nos dio sustento, vestido y resguardo, sino que, paralelamente, también nos trajo el mito, el arte, la cultura. Todos estos como égidas que nos alejan día a día de la muerte. Juntos todos en un mismo saco viajaron para entremezclarse, tal vez sin calcularlo, con aquello que otros pueblos llevaban en los suyos. Viajaron a través de los ríos, fatigaron presurosos los mares, las culturas llevaron consigo el fardo de sus saberes, sus modos de interpretar las noches, la prolija receta de cosechar sus días. Con feliz y arbitraria etimología propondremos que en la luna y el sol se ven las ruedas que conducen la carreta que lleva a los pueblos con celeridad en búsqueda de otros campos más fértiles y en tales discos veremos la solera y la volandera de aquel primitivo molino que molía y muele el nutricio grano. A través de signos intenta la humanidad asir los hilos que darán la forma al tapiz de sus culturas.
Pero así como cada cielo tiene su sol, cada nube aloja su rayo. La mejora de las condiciones de vida y sustento trajo consigo sus propias necesidades. Asegurar los medios de pervivencia de numerosos pueblos, aglutinados en estrechos límites y cada vez más lejos sus habitantes de las parcelas, hizo que los destinos de la tierra cultivada para propósitos de la urbe se tornaran igualmente estrechos. Si bien algunas revoluciones generaron un denotado aumento de la oferta alimentaria, esto mismo derivó en un desgaste de los suelos a causa de monocultivos que obedecíana concretos monoconsumos. De la miríada de opciones que podrían configurar la dieta humana, solo apenas un puñado de plantas y animales configuran el menú de buena parte de los habitantes de este globo. Culturas y alimentos tejen conjuntamente el paisaje amplio de la historia. Economía, creencias y política obedecen a la relación que una sociedad tiene con sus prácticas alimentarias e, igualmente, dan cuenta de las prácticas de su planificación y consumo.
Los efectos de esa larga historia los vemos hoy reflejados en la colorida esquina de un pequeño pueblo, en la terraza de una sofisticada ciudad o en una modesta habitación donde una familia humedece un también modesto mendrugo junto al fuego. Comer sea acaso la más primaria de nuestras acciones, el más dulce de nuestros placeres, la más amarga de nuestras condenas. La agricultura fue un regalo divino para todas las civilizaciones, pero tal vez un «regalo griego», tuvimos que ganar el pan con el sudor de la frente alejándonos de la edad dorada, de la edad de la cosecha de la labor divina; pero este alejamiento, a su vez, nos permitió conocer el brillo de los otros metales. Pudimos conocer también el hierro del azadón y de la espada. Trabajar la tierra. La vida de los alimentos es inseparable de la nuestra y han sido los pueblos los que sabiamente —o acaso solo por instinto— han logrado conjugar la persistencia, los aprendizajes y los hallazgos comunes; son estos pueblos los que con Machado han entendido que «en cuestiones de cultura y de saber, solo se pierde lo que se guarda; solo se gana lo que se da». Participemos todos de este banquete común.
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