ETAPA 3 | Televisión

Nuevos poetas lunfardos

22 de agosto de 2025 - 12:30 am
Durante esta década, el rap argentino ha sido el más emocionante de América Latina. A propósito de una nueva edición de Hip Hop al Parque este fin de semana en Bogotá, esta radiografía traza el origen y el desarrollo de la escena argentina.
Rodaje de «No confundan», de Duki y Malandro, abril de 2025. Foto de Camilo Isi.
Rodaje de «No confundan», de Duki y Malandro, abril de 2025. Foto de Camilo Isi.

Nuevos poetas lunfardos

22 de agosto de 2025
Durante esta década, el rap argentino ha sido el más emocionante de América Latina. A propósito de una nueva edición de Hip Hop al Parque este fin de semana en Bogotá, esta radiografía traza el origen y el desarrollo de la escena argentina.

Un poema firmado en 1916 con el pseudónimo Yacaré, musicalizado y cantado por Edmundo Rivero cincuenta y dos años más tarde para el tercero de su serie de álbumes En Lunfardo, dice así:

Se bate, se chamuya, se parola,
se parlamenta reo, como «grilo»,
y aunque la barra bufe y dé el estrilo
el lengo e’ chile es un bacán de gola.

Si es vichenzo, escafaña y no la grola
lo catan pal’ fideo manco dilo,
y hay cada espamentoso tirifilo,
más puntiagudo que zapallo angola.

En aquel entonces no había Genius para que los conocedores expliquen la terminología a los primerizos, por lo que el «lunfardo», el argot de los malvivientes bonaerenses, era para unos pocos. «El Feo» Rivero, ídolo eterno del tango-canción y la milonga, llegó a recibir amenazas anónimas por «avivar giles», por revelar los códigos de los guapos que vivían fuera de la ley. Este lenguaje se desarrolló a tal punto que hay un glosario completo dedicado a los distintos tipos de bolsillos del saco, pantalón o cartera en los que metían mano los punguistas de la época. «Grilo», el lateral del pantalón, aparece en «El Chamuyo», el poema citado, para dar pauta de que lo que se habla es lunfardo o reo. Batir, chamuyar, parlamentar era hablar esta jerga (mezcla de vesre, juegos de palabra y dialectos de los inmigrantes que llegaban a una ciudad portuaria), sinónimo de conocer la calle o, como cuentan estos versos, de aparentarlo. Acá un bacán de gola (garganta), un tirifilo (niño bien) tan peligroso como un zapallo, lo habla pero no convence (no la grola: no lo logra). La barra del bar se embronca, pero lo catan pal’ fideo (no lo toman en serio) ni dicen nada (manco dilo). El poema sigue:

El chamuyo cafiolo es una papa
cualquier mistongo el repertorio «ñapa»
y es respetao’ cuando lo parla un macho.

A veces si otro camba me lo emparda,
hay programa de espiche en la busarda
o se firma, con un feite, en el escracho.

Traduciendo: el slang de los proxenetas es fácil, cualquiera lo habla, pero se respeta si lo hace un macho. El final es a modo de advertencia para imitadores, si alguno copia el vocabulario puede recibir una puñalada en el estómago o un tajo en la cara. Con ese tratado de códigos y storytelling, Yacaré o Carlos de la Púa podrían ser tan ídolos de Raekwon y Pusha T como lo fueron para Rivero y el resto de la Academia Porteña del Lunfardo. Sus versos comparten las mismas bases que el rap, son voces marginales de la metrópolis. Este precedente, así como el de la payada y la poesía gauchesca que representó de la misma manera a tantos malevos rurales, invita a pensar que el hip-hop tendría una compatibilidad cultural alta en Argentina. 

Pero aquí, el hip-hop tardó en calar. Tardó muchísimo.

El consenso entre críticos, oyentes inquietos y artistas es que la escena argenta es la más atractiva del circuito de rap hispano ahora mismo (o al menos pelea el título). Nombres como Mir Nicolás, Golden Boyz y T&K aparecen en cada vez más conversaciones, playlists y rankings. Cuando se asientan unos aparecen más: Doly Flackko, Cerounno, H de Perra. Ahora Alkoy, enzocerobulto y Zé Pequeña, el mes que viene quizás Ser G Soul, Komp o Cielorroto. Son los que marcan tendencia, los que dan pauta de escuelas propias y de las mejores versiones en este idioma de corrientes como el drumless y el Detroit trap. Pero hace un lustro o menos, los raperos argentinos pasaban desapercibidos dentro y fuera del país. Diez años atrás eran una nota al pie; quince, una curiosidad; treinta, un hazmerreír.

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Rodaje de «No confundan», de Duki y Malandro, abril de 2025. Foto de Camilo Isi.
Rodaje de «No confundan», de Duki y Malandro, abril de 2025. Foto de Camilo Isi.

Es un video, pero parece un álbum de figuritas. «No Confundan», la colaboración entre Duki y Malandro, puede leerse desde afuera como otra estrategia de reproducción de la industria: Duki, hitmaker y protagonista total de su generación, se suma al responsable del último tema del verano, «Amor de Vago», para capitalizar juntos el movimiento algorítmico. En el videoclip aparece una concentración de la escena hip-hop argentina como casi nunca se la vio. Están los nuevos (G5, Oney, Hellolola), los viejos, (Orion XL, Javi Ortega, Fianru), los pegados (Lit Killah, Acru), los de fuera de Buenos Aires (Golden Boyz, Frane), los beatmakers (VinylTracker, Asan, Zulu), en fin: están (casi) todos. Es el fanservice perfecto para cualquier hincha de la raperada argentina, con la diferencia de que no es marketing, es un congreso a modo de celebración de dos de sus figuras más influyentes.

El jazz llegó al puerto de Buenos Aires hace más de un siglo y pregnó desde el primer contacto, por lo que algunos de los primeros registros del género fuera de Estados Unidos tienen patente bonaerense. El resto de la música afro norteamericana no tuvo la misma suerte: el soul, funk y R&B comparten un nicho pequeñísimo y el rock & roll se instaló cuando entró su versión británica. Ya establecido el rock, lo que llegara de afuera después tenía que hacerse su lugar en una industria que se achicaba a la par de la economía nacional y lidiar con no ser bienvenida. Los rockeros, que en su momento también recibieron acusaciones de hacer «música extranjerizante» o básica, reprodujeron los mismos discursos cuando se convirtieron en la hegemonía cultural. Con su vara se mide qué es lo bueno (que solo lo es porque tiene compatibilidad con el rock, como se dice de Dillom y Wos) y qué no.

No hay que buscar demasiado para ver ese conservadurismo, ahí están las recientes declaraciones de Fito Páez respecto al reggaetón o la denostación de Pappo a DJ Dero, que representa bien la actitud reaccionaria frente a la electrónica. El rap y el trap tampoco se salvaron: en los noventa los ahora indiscutibles Illya Kuryaki & The Valderramas recibían botellazos por rapear en un escenario; y un ídolo como Charly García aseguró que «hay que prohibir el autotune» después de ver una presentación de Duki en los Premios Gardel.

En 1982, por la guerra de Malvinas, el gobierno militar «recomendó» que no se difundiera más música extranjera en los medios masivos. Mientras el hip-hop se convertía en la principal fuerza musical en todo Occidente durante los noventa y los dosmil, en Argentina no sonaba en la radio ni se conocían sus íconos más allá de casos muy puntuales, como Beastie Boys y Cypress Hill. La crisis menemista no ayudó y el rol social que podría haber ocupado en el estallido de 2001 estaba bien cubierto por el rock chabón (una faceta bluesera y marginal inspirada en los Rolling Stones) y la cumbia villera. Un público cerrado que no demandaba una renovación musical, una industria sin ideas ni presupuesto y un corte de información dieron como resultado que la mayoría de los raperos tuvieran carreras amateurs, con una perspectiva de desarrollo muy limitada.

Durante los ochenta y los noventa, las décadas protagonizadas por Jazzy Mel, Actitud María Marta y Sindicato Argentino del Hip-Hop, la brújula no estaba clara para los pocos referentes del movimiento que llegaban a estudios profesionales. La información de Estados Unidos llegaba a medias a través de un teléfono descompuesto con intermediarios de distintas latitudes. A diferencia de países como Chile o Puerto Rico, en Argentina la fuente estaba disponible para unos pocos que, como Illya Kuryaki & The Valderramas, tenían un collage de referencias del rock, el funk y el rap chicano. Así como el norte era difuso, el propio sur estaba poco firme. Con los talles más largos de ropa, jerga centroamericana y una idiosincrasia que era una ensalada de lo que llegaba del extranjero, los viejos MCs, a ojos del público, estaban más cerca de alienígenas disfrazados que de narradores y representantes populares de la vida en los barrios. Esa primera etapa quedó atrás con la crisis del 2001 y dio lugar a una camada underground, de una cepa sin fusión con el rock o el reggae, que pregonaba en dos frentes: hay que rapear mejor y hay que rapear en argentino. Los miembros de La Oz, incluso con beef, impusieron los «che» y «sho» en las maquetas venideras del hip-hop nacional. 

Para fines de la primera década del milenio, cuando entra en escena Malandro, además de La Oz (y sus grupos secuela, Koxmoz y Antipatikoz), los Fuerte Apache y Tortu de La Conección Real ya rapeaban como se habla en el Conurbano Bonaerense, donde el que no corre vuela. Ya no había vuelta atrás. El Mala lo que hace es dar un paso más allá: sube la apuesta con la picardía y aporta mucho de la jerga carcelaria, la que fue lunfarda y ahora es tumbera. En «De la risa», un himno de la tomada de pelo, agita: «Pero chiqui con tu chuku no me chicaneas / Que tus michis no son mucho, puro chimichanga / Y es tu chichi, no soy trucho, anda tranqui chalau / Que esos pichi puro ‘muyo, mucha propaganda». Es muy fácil encontrar en su catálogo los precedentes al desarrollo semántico de, por tomar ejemplos estéticamente opuestos, la jerga podestina inventada por los Ingrávidos Squad, o la desfachatez de ese estribillo de los SwaggerBoyz con Joshu Joshu y Matíasenchufe donde se enorgullecen de tomar fernet y no lean (droga insignia del trap en Estados Unidos).

En la hoja de ruta del Malandro, en su momento El Perroh, en su momento Malajunta Malandro, siempre Ezequielito Problema, puede encontrarse todo lo que hace especial al rap argentino y al menos la mitad de las páginas de su historia. Apareció a la par de los estudios caseros, los que democratizaron la posibilidad de publicar música a lo largo y ancho del territorio nacional. Placas de sonido, condensers y YouTube abrieron la puerta de la grabación, la distribución y el flujo de la información: todo lo que faltaba en los ochenta y noventa. Con eso ya era cuestión de tiempo el desarrollo identitario y musical de la escena.

Así como en 1984 las películas Beat Street y Break Dance habían hecho al país conocer el baile de los b-boys y b-girls, la llegada de 8 Mile, la taquillerísima biopic de Eminem, demostró al público que existían raperos que se enfrentaban en competencias y no con canciones, sino improvisando. Para una generación, ver el clímax de los cruces en la peli se convirtió en obsesión al punto de que todavía hay quienes discuten si Eminem realmente le ganó al Lotto en la semifinal. Red Bull no tardó en capitalizar el fenómeno con sus Batallas de los Gallos, seguidas por  competencias como A Cara De Perro Zoo, Halabalusa Underground, Irlanda Freestyle, Sinescritura, Elite Free y, la más famosa, El Quinto Escalón. A diferencia del breakdance, el freestyle mantuvo su expansión constante por casi quince años, al punto de que Argentina es uno de los pocos países del mundo en que las competencias fueron el mayor promotor del hip-hop. Para comprobarlo basta con indagar en el pasado de cualquier rimador que represente al país y ver que la inmensa mayoría aprendieron improvisando en una plaza.

Será por la cultura tribunera del fútbol, por el ingenio de los exponentes locales o porque no hace falta plata para hacerlo, pero lo seguro es que el freestyle plagueó plazas de Ushuaia a La Quiaca y los competidores argentinos se convirtieron en los que más visitas traccionaban en todo YouTube. El protagonismo cultural que la escena no había logrado ni con el Grammy Latino del Sindicato ni con los éxitos de Illya Kuryaki o Fuerte Apache, llegó con el free. Wos, Trueno o Ysy A, conocidos en el país por todo el que salga de su casa cada tanto, vienen de ese circuito, igual que el chico que llenó dos veces seguidas el Monumental, el estadio más grande de Latinoamérica, y el Bernabéu, el tercero de Europa. A escala mundial, el músico más convocante que haya nacido en Argentina, más que Gustavo Cerati, más que Sandro, más que Mercedes Sosa, es Duki. Y es rapero.

«No Vendo Trap», su canción debut, es paradigmática. Para publicarla esperó a ganar por primera vez El Quinto Escalón y se aseguró así la viralidad. Lo interesante es que en un país donde el trap era un género de nicho que hacían unos pocos (Malandro, Neo Pistea, STB Supremo y Obie Wanshot, los pioneros), este tema empezó a amarrocar millones de reproducciones a una escala que ni siquiera manejaban las competencias más grandes de habla hispana. Era noviembre de 2016: como si fuera una speedrun, ese verano empezaron a caer hits y se forjaron estrellas, Paulo Londra y Cazzu entre ellas. Al noviembre siguiente El Quinto Escalón no existía más.

La explosión del freestyle y consecutivamente la del trap, por más que se discuta cuánto mérito artístico abarcaron y qué tan cercanas fueron a los valores originales del hip-hop, terminaron de romper con todas las barreras culturales y de la industria que quedaban. A veces más pop, a veces más reggaetón, a veces más trap, pero lo que hacían los raperos en el país dejó de ser extraterrestre para el público grande y fue la banda sonora de una generación completa. Si un artista como Mir Nicolás, que pone en lo más alto la historia cultural argentina en su rap, hoy puede vivir de la música y desarrollarla al mejor nivel posible, en gran parte es porque, además de su talento, muchos pibes y pibas llegan a su música después de un largo camino, que casi siempre empieza con una batalla viral de freestyle o un hit de la camada de Duki.

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De izquierda a derecha: Mir Nicolás, Acru, Sirio, Ser G Soul y Varoner. Rodaje de «No confundan», de Duki y Malandro, abril de 2025. Foto de Camilo Isi.
De izquierda a derecha: Mir Nicolás, Acru, Sirio, Ser G Soul y Varoner. Rodaje de «No confundan», de Duki y Malandro, abril de 2025. Foto de Camilo Isi.

Probablemente el síntoma más visible para identificar una escena que goza de buena salud sea la aparición de raros. Que alguien tome un medio artístico y se salga de la norma (y más si es desde el amor por eso que practica) logra avances y evidencia que ya existe un statu quo con el que dialogar, algo de lo que diferenciarse. Así fue la irrupción de la RIP GANG como corriente alternativa al trap mainstream y así también enriquecen sus panoramas, con distintos grados bélicos, El Kalvo en Colombia, Erik Urano en España o la Mente Sabia Crú en Chile. Los Frank Zappa, los Thelonius Monk, las Björk del mundo. «Una hormiga se sube al lomo un pedazo de Heineken rota pensando que es una hoja / Así es como la naturaleza muerta brota / Desconfío de quien no va a la plaza con un parlante / Somos compatibles, me lo dijo la revista Gente», se despacha sin respeto por la métrica Santicuado en «Me at the Zoo». Por momentos lo que hace el pompeyano se parece más a aquellos experimentos proto-raperos de locución radial acelerada de Perucho Conde o Enrique Pinti que a cualquier forma de rap de los últimos treinta años.

Si el tópico es personajes inesperados hay dos discos recientes que vienen al caso. Los porteños Delni OnDaSpot y Shakya le dieron vida a Ivyn Smokin’, un álbum en inglés de jams funkys alla West Coast con Ivyn, un protagonista fumeta inspirado en películas como How High y Tenacious D. Por otro lado, en Rosario los ya consagrados Varoner e Irivrte manufacturaron, sampleando vinilos, Fiebre de Oro: Aurum, una obra conceptual inspirada en Ciudad Gótica. Varo se corrió de todo lo que hizo antes como solista y con los Golden Boyz y tomó el rol de Fiebre de Oro, superhéroe salido de su propia imaginación, para expresar sus valores y la compleja relación que tenemos con las máscaras/pseudónimos. En ambas obras, el diseño de sonido es de primera línea y la apuesta es un salto al vacío donde no se entrega al público lo que acostumbra sino algo distinto.

En términos de diversidad, el circuito se expande a un ritmo descontrolado. El mundillo de Soundcloud tiene mes a mes un sonido nuevo y en Argentina se tarda poco y nada en probarlos y adoptarlos. Surf, rage, drill, jerk y otros estilos difíciles de rastrear se cuelan en el underground trapero desde los rincones más insospechados para un país totalmente centralizado en su capital: Villa Mercedes, Río Gallegos o San Miguel de Tucumán (profundamente al este, sur y norte argentino respectivamente). Además de trap, Hellolola toma Miami Bass o Jersey Club para forrear en barras de mean bitch como «Dice que es su novio, no le veo la correa». Agusfornite2008 y Stiffy, con cinturones con brillitos, jeans encima de jeans y caritas de sub-18, trollean sin pudor: «Mi novia es una MILF, la confunden con mamá». Su propuesta de shitposting musical es tan rompedora con cualquier pre-concepto vetusto de ritmo-armonía-melodía como los flows rotos de enzocerobulto sobre cualquier tipo de pista, de tech house a pluggnb. Esas cadencias muchas veces ni siquiera permiten discernir qué dice, pero siempre cumplen en lo más importante: estimular la sensación de novedad.

Uno de los atributos fundamentales del hip-hop es transportarnos al rincón del mundo desde donde se graba, sea una esquina fría y oscura en Nueva York o el asiento de copiloto de un auto descapotable bajo el sol de California. Eso se construye con acento y vocabulario así como también con el conocimiento y reciclaje de la propia cultura musical. La obra más emblemática del presente del movimiento que convoca esta nota es SP.I (Spinettaje Intenso) de Mir Nicolás, no solo por su virtuosismo y creatividad, sino porque propone un sonido construido al cien por ciento con samples de música argentina de todas las épocas. Y no es algo subliminal, todo se retroalimenta con una identidad criolla y el homenaje a inventores del más alto vuelo como Luis Alberto Spinetta y Astor Piazzolla. Fuera de Buenos Aires la genealogía rapera florece y aparecen estas inquietudes. Con la misma consigna de samples locales, Nasir Catriel y Fasciolo, dupla promesa rosarina, preparan su debut Ballet para las Masas. Frane, beatmaker y MC de Ushuaia, bien cerquita del Fin del Mundo, hace el rap más austral del planeta. Sus discos Tierra del Fuego y Bosque Negro marcan una escuela patagónica, ya con algunos adeptos y un sonido solo posible al sur del sur. El norte ahora redobla la apuesta con Valle Chakal Ki, debut de los salteños Alkoy y Fakiir, construido todo a partir de samples de su provincia, ricos en rock y varias formas de folklore. Conviven ahí el bandoneón de Dino Saluzzi, baterías metaleras y algunas de las estructuras de rimas más sofisticadas y honestas que se hayan escrito en este mundillo.

«Golden era en Argentina is coming
Da igual la vara y quien la mantenga más alta»

—Alkoy en «Era Dorada»

Conciertos con orquesta, unas primeras ediciones en vinilo, escenarios más grandes,  colaboraciones con referentes internacionales y otros tantos logros evidencian el crecimiento. Lo más importante es que esos logros individuales se sienten colectivos y se celebran como tal. En un país que parece incapaz de pasar diez años sin una crisis feroz, sabe a justicia que alguien talentoso de un barrio marginal, que en sus canciones le habla al gil laburante, al pibe que se busca la vida como pueda, pueda llenar su heladera rapeando. Es el caso de Cerounno, que está creciendo a pasos agigantados, y de varios más si esto sigue así.

En Argentina nunca se sabe, pero el talento no va a faltar y menos con la palabra. Sea de clase acomodada como los Les Luthiers y aquellos primeros poetas lunfardos o un turro atrevido en una esquina olvidada por Dios, siempre va a haber alguien puesto para inaugurar una nueva rama de la etimología.

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